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Mientras un hombre no muera

denle a comer y beber;

¿no hay más que andar sin comer

tras una rota bandera?

¡Por vida del rey de espadas,

que de España iba a decir,

que no la pienso seguir

sin comer, tantas jornadas!

Añádase que nuestro despliegue a orillas del canal Ooster era el más vecino a posibles ataques enemigos, pues sabíamos que Mauricio de Nassau, general de los Estados rebeldes, levantaba un ejército para venir en auxilio de Breda, en cuyo interior resistía otro Nassau, Justino, con cuarenta y siete compañías de holandeses, franceses e ingleses: naciones estas últimas que, como saben vuestras mercedes, siempre andaban de por medio cuando venía ocasión de sopar en nuestro puchero. Lo cierto es que el ejército del rey católico se hallaba muy en el filo de la espada, a doce horas de marcha de las ciudades leales más próximas, mientras que los holandeses sólo distaban tres o cuatro horas de las suyas. Así que el tercio de Cartagena tenía orden de entorpecer todo ataque que buscara dar por la espalda en nuestros cuarteles, procurando así que los camaradas atrincherados en torno a Breda se aparejaran con tiempo, sin verse forzados a retirar con vergüenza o combatir desiguales al peligro. Eso ponía a algunas escuadras dispersas a la manera de lo que enj erga militar se nombra centinela perdida; cuya misión era llamar al arma, pero con posibilidades de sobrevivir que se resumían muy lindamente en el nombre pesimista del menester. Habíase escogido para ello la bandera del capitán Bragado, por ser gente sufrida, muy hecha al infortunio de la guerra y capaz de pelear en un palmo de tierra incluso sin jefes ni oficiales, cuando venía mal naipe. Pero tal vez se apostó demasiado a la paciencia de algunos; aunque debo consignar, en justicia, que el maestre de campo don Pedro de la Daga, por mal nombre jiñalasoga, fue quien precipitó el conflicto con sus agrias maneras, impropias de un coronel de tercio español y de un bien nacido.

Recuerdo bien que aquel día funesto había un poco de sol, aunque fuera holandés; y estábame yo muy a su disfrute, sentado en un poyo que había en la puerta de la casa mientras leía con mucho agrado y provecho un libro que el capitán Alatriste solía dejarme para hacer prácticas de lectura. Era una fatigada primera edición, muy llena de malos tratos y manchas de humedad, de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, impresa en Madrid en el quinto año del siglo -sólo seis antes de que yo naciera- por Juan de la Cuesta: libro maravilloso del buen don Miguel de Cervantes, que fue ingenio profundo y desventurado compatriota; pues de haber nacido inglés, o gabacho, otro gallo habríale cantado a tan ilustre manco en vida, y no a modo de gloria póstuma; única que una nación hechura de Caín como la nuestra suele reservar, y eso en el mejor de los casos, a la gente de bien. Holgábame mucho del libro, sus lances y ocurrencias, conmovido por la sublime locura del último caballero andante y también por la conciencia -así me lo había asegurado Diego Alatriste- de que en la más alta ocasión que vieron los siglos, cuando las galeras cargadas de infantería española se enfrentaron con la temible armada turca en el golfo de Lepanto, uno de los hombres valientes que aquel día pelearon espada en mano había sido el propio don Miguel: pobre y leal soldado de su patria, de su Dios y de su rey, como también lo fueron después Diego Alatriste y mi padre, y como estaba dispuesto a serlo yo mismo.

Estaba aquella mañana, decía, leyendo al sol, y deteníame a trechos para considerar algunas de las jugosas razones en que tanto abunda el libro. También yo tenía mi Dulcinea, -como tal vez recuerden vuestras mercedes; aunque mis fatigas de amor no provenían del desdén de la dueña de mi corazón, sino de su perfidia; circunstancia de la que ya di razón al narrar anteriores aventuras. Pero, aunque en aquella dulce trampa habíame visto a pique de dejar honra y vida -el recuerdo de cierto talismán maldito me quemaba la memoria-, no conseguía olvidar unos tirabuzones rubios y unos ojos azules como el cielo de Madrid, ni una sonrisa idéntica a la del diablo cuando, por intercesión de Eva, hizo que Adán hincase el diente en la famosa manzana. El objeto de mis cuidados, calculaba, debía de andar ya por los trece o catorce años; e imaginarla en la Corte, entre rúas, saraos, pajes, lindos y pisaverdes, hacíame sentir por primera vez el negro acicate de los celos. Y ni siquiera mi cada vez más vigorosa mocedad, ni los azares y peligros de Flandes, ni la presencia junto al ejército de cantineras y busconas de la vida que acompañaban a los soldados, ni las propias mujeres flamencas -para quienes, a fe mía, los españoles no siempre fuimos tan enemigos ni temibles como para sus padres, hermanos y maridos-, bastábanme para olvidar a Angélica de Alquézar.

En ésas me veía cuando rumores e inquietudes vinieron a arrancarme de mi lectura. Se ordenaba muestra general del tercio, y los soldados iban de un lado para otro aviándose de armas y arreos; pues el maestre de campo en persona había convocado a la tropa en una llanura situada cerca de Oudkerk, aquel pueblo que habíamos tomado a cuchillo tiempo atrás, y que se había convertido en cuartel principal de la guarnición española al noroeste de Breda. Mi camarada Jaime Correas, que apareció por allí con la gente de la escuadra del alférez Coto, me contó, cuando nos unimos a ellos para recorrer la milla que nos separaba de Oudkerk, que la revista de tropas, ordenada de la noche a la mañana, tenía por objeto solventar cuestiones de disciplina de muy feo cariz, que habían enfrentado a soldados y oficiales el día anterior. Corríase la voz entre la tropa y los mochileros a medida que caminábamos por el dique hasta la llanura cercana; y decíase de todo, sin que bastaran a acallar a los hombres las órdenes que de vez en cuando daban los sargentos. Jaime, que andaba a mi lado cargado con dos picas cortas, un morrión de cobre de veinte libras y un mosquete de la escuadra a la que servía -yo mismo llevaba a lomos los arcabuces de Diego Alatriste y de Mendieta, una mochila de piel de ternera bien llena y varios frascos de pólvora-, me fue poniendo en antecedentes. Al parecer, ante la necesidad de fortificar Oudkerk con bastiones y trincheras, habíase pedido a los soldados ordinarios que trabajasen en ello sacando céspedes y llevando fajinas, con la promesa de dinero que remediaría la pobreza en que, como dije, todos se hallaban por falta de pagas y por la carestía de los bastimentos. Dicho de otro modo, que el sueldo que no se les abonaba según su derecho podrían alcanzarlo quienes arrimasen el hombro; pues al término de cada jornada daríaseles el estipendio concertado. Muchos tercios aceptaron este modo de remediarse; pero algunos alzaron la voz diciendo que, si había sonante, antes estaban sus atrasos que las fortificaciones, y que nada debían trabajar para obtener lo que ya se les adeudaba en justicia. Y que antes querían sufrir necesidad que socorrerla de ese modo, donde tan vilmente peleaba el hambre con el honor; y que más valía a un hidalgo, pues todo soldado se apellidaba de tal, morir de miseria y conservar la reputación que deber la vida al uso de palas y azadones. Con todo lo cual se habían arremolinado grupos de hombres y trabado de palabras unos con otros, y un sargento de cierta compañía maltrató de obra a un arcabucero de la bandera del capitán Torralba; y éste y un camarada, poco sufridos, pese a reconocerlo sargento por la alabarda, habían metido mano y dádole una bellaca cuchillada, no enviándolo a Dios de milagro. Así que se esperaba escarmiento público para los culpables, y el señor maestre de campo queria que todo el tercio, salvo los centinelas imprescindibles, asistiera al evento.

Con estos y parecidos diálogos hacíamos camino los mochileros con la tropa, e incluso en la escuadra de Diego Alatriste escuchaba yo razones contrapuestas sobre el asunto; mostrándose el más exaltado Curro Garrote y el más indiferente, como de costumbre, Sebastián Copons. De vez en cuando le dirigía yo inquietas ojeadas a mi amo, por ver si podia penetrar su opinión; pero él caminaba callado y como si nada oyera, con la espada y la daga atravesada atrás de la cintura, cabe el faldón del herreruelo, balanceándose al ritmo de sus pasos; seco el verbo cuando alguien le dirigía la palabra, y muy taciturno el rostro bajo las anchas alas del sombrero.

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