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Y el emperador decidió. Su irreparable decisión fue recogida en los libros de historia con una sola frase de desesperada ingenuidad: «Oderint dum metuant» (Que escuchen y sepan [2], a fin de que tengan miedo).

Reunió a los senadores. Esperó a que todos, después del saludo ritual, estuvieran instalados en sus escaños. Estaban muy inquietos, y se notaba, pues habían corrido de boca en boca las noticias más extrañas. Por fin entró en la Curia un antiguo esclavo, entonces empleado en la cancillería imperial, llamado Protogenes.

– Otro de esos greco-egipcios criados por Cleopatra -susurró alguien, mezclando las fechas.

Protogenes llevaba sobre una especie de bandeja, con los brazos extendidos, como si fuese una ofrenda, un montón de códices. Los senadores se preguntaron de qué se trataba; un anciano notable creyó, sobresaltado, reconocer la piel oscura en la que Tiberio guardaba sus documentos y se lo susurró a sus vecinos.

El emperador levantó la mano para hablar y todas las miradas se clavaron en él.

– Os he reunido -comenzó él, despacio y con voz clara- porque en los aposentos de Tiberio se han encontrado documentos sobre los que no es posible callar. -Las pausas entre una palabra y otra eran largas, la voz no parecía la suya. Prolongó el silencio. La sala entera permaneció muda-. Es conveniente que sean leídos aquí, en público, delante de todos vosotros…, patres. -El refinado apelativo senatorial llegó tras unos instantes de silencio: ¿era respeto, era ironía, o qué era?

Calixto se levantó, cogió el primer códice, lo abrió y empezó a leer con su voz seca y fría. En un momento se materializaron en el inmenso espacio de la Curia las acusaciones, las defensas, los testimonios, las sentencias que casi todos los senadores habían escuchado en su momento. Calixto leía deprisa, pasaba sin incomodidad de un documento a otro, entre las diferentes escrituras. No se equivocó, no vaciló ni una sola vez. Los historiadores escribieron que de la boca de seiscientos senadores no salió una palabra.

El estupor de los populares se convertía en un mudo e indignado triunfo. Pero, en el espacio ocupado por los optimates, aquellos a los que Calixto iba nombrando se ponían en pie, pálidos, sin respiración, sin capacidad de réplica, entre sus silenciosos colegas. Y luego se sentaban temblando, mientras Calixto dejaba un códice y, con la misma solemnidad, cogía otro. Sus vecinos, que sabían acerca de aquellos hechos más de lo que los documentos revelaban, los miraban con el semblante desencajado, esperando su turno, y durante las pausas escrutaban las finas hojas de papiro que Calixto iba dejando a un lado y las muchas que aún tenía en las manos. En medio del silencio, otro nombre caía en la sala, otro senador se sobresaltaba, envolviéndose en la toga, agarrándose a los reposabrazos. Un mar de odio inundaba la Curia.

El emperador notaba la boca reseca y no conseguía tragar. Tenía las manos heladas. Pero aquel antiguo poeta trágico decía la verdad: «No existe placer comparable al de la venganza». Calixto leyó hasta el final sin que le fallase la voz.

Tras la larga y tormentosa lectura, los populares miraron al emperador esperando una señal que indicara lo que había decidido: la prueba era irreparable y tremenda, incluso superior a su odio. Entre los optimates, nadie se atrevió a ser el primero en tomar la palabra. El emperador dejó que transcurriera un rato en silencio; luego se levantó, y para muchos fue un alivio. Dijo que había constatado, y eso lo había decepcionado, que también entre ellos, obsequiosamente acogidos allí, se ocultaban muchos que habían hecho acusaciones sabiendo que eran falsas, y que quizá Tiberio había creído que eran verdaderas; habían declarado sobre hechos que sabían que no habían ocurrido; habían condenado a víctimas que sabían que eran inocentes. Su discurso, frío y lento al principio, con dificultades para encontrar las palabras, se volvía poco a poco apasionadamente acusatorio.

– Todos ellos honraron y sirvieron a Tiberio cuando estaba vivo; fueron instrumentos, cómplices y quizá inspiradores de sus delitos. Y hoy todos vosotros, aquí, reconocéis que fueron realmente delitos. Luego, cuando Tiberio murió, lo celebraron porque había desaparecido un tirano e injuriaron su memoria. ¿De verdad era Tiberio el único culpable? Pero, si era un monstruo, ¿por qué lo honrabais sin rebelaros? ¿Qué crédito puede conceder Roma hoy a vuestras palabras?

Los optimates no se preocupaban de su angustia; solo veían el peligro imprevisto que estaba abatiéndose sobre muchos. El comportamiento del joven emperador había cambiado terriblemente en unas horas. Su franqueza dolorosa e imprudente los aterrorizaba, porque con una sola palabra podía desatar su enorme poder militar, las cohortes pretorianas que estaban en la puerta, las legiones en todas las provincias, y el violento, incontrolable apoyo popular.

Movido por el deseo de supervivencia personal, uno se aventuró a dar vilmente la respuesta más obvia: declaró balbuciendo que no se había enterado de nada. Los populares, indignados, estallaron en una tormenta de gritos y sofocaron aquellas voces atemorizadas. Pero después, impulsivamente, los acusados, como náufragos que se aferran uno a otro, se disculparon, suplicaron, invocaron testimonios recíprocos, se precipitaron en torno al asiento del emperador, desquiciados ante la idea de que la gran puerta de bronce se abriera e irrumpiesen los pretorianos. Entretanto, desde el sector de los populares, que, todos en pie, estaban invadiendo la sala, caía una lluvia de insultos.

Desde su escaño, Valerio Asiático, inmóvil desde el comienzo de la sesión, con todos los solemnes pliegues de la toga en perfecto orden, observaba. Él nunca se había dejado implicar en ninguna de esas repugnantes intrigas, y su mente estaba lo suficientemente despejada como para darse cuenta de que el antiguo, temible y soberbio Senado de Roma jamás volvería a ser lo que había sido durante siglos.

Mientras tanto, el emperador miraba las caras descompuestas, angustiadas hasta resultar irreconocibles, que se agolpaban a su alrededor. Por un instante, su mirada se encontró con la espantosa sonrisa de Calixto. No era verdad que la venganza fuera el más intenso de los placeres. No dijo nada. Se puso en pie, trató de apartar a los que lo rodeaban y lo sujetaban por el borde de la toga, llamó con un ademán a la escolta germánica. En un momento, los germanos lo rodearon, haciendo retroceder desordenadamente a los senadores; él salió, envuelto en una muralla. Se marchó de Roma directamente por la vía Apia y, tras una angustiosa galopada a la luz de las antorchas, sin cambiar de caballos, sin descansar, mientras la noche cubría el campo, se encerró en su querida villa del lago Nemorensis.

Los oradores

Mientras los optimates discutían, presas del pánico, Valerio Asiático no decía nada. Tan solo él encontró en esos momentos la fuerza intelectual para repasar mentalmente, con frialdad, toda aquella tremenda jornada. Imaginó, con un escalofrío retrospectivo, qué habría sucedido si documentos de ese calibre hubieran llegado a manos de hombres como Augusto o Tiberio y concluyó para sus adentros: «No habría visto lo que he podido ver hoy. El emperador está solo. Y tiene torpes o malintencionados consejeros». El pensamiento siguiente fue que, pese a los germanos y a las legiones, el joven emperador era muy vulnerable. Después recordó que había perdonado la vida y suavizado el exilio a un peyrates, un ladrón como Arvilio Flaco, por encima de todo uno de los más crueles jueces de su madre. Sonrió y se acercó al grupo de sus colegas.

– Si me permitís que os recomiende el movimiento que habría que hacer de inmediato… -dijo.

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[2] Esta es una traducción macarrónica que parece confundir el verbo odi (odiar) con audio (oír). El significado vertido correctamente es “que me odien con tal que me teman”. Aprovecho para notificar que se ha corregido en el texto la ortografía “Vitrubio” por la correcta “Vitruvio”. [Notas del escaneador]

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