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Quería decir que era absolutamente necesario, a través del matrimonio, introducir a alguno de los suyos en el secreto de los palatia imperiales.

Calixto, que hablaba con todos -y nadie callaba con él, dada su capacidad para meterse en todas partes, escuchar, aceptar sin comprometerse, invitar a confidencias íntimas sin interrogar-, interpretó las palabras del senador Asiático y aprovechó un momento sin testigos para decir al emperador:

– Los más importantes senadores me suplican que haga que te fijes en sus jóvenes hijas. Roma te pide un heredero.

El emperador pensó, preocupado y molesto, que aquel esclavo libertado hacía demasiados planes por su cuenta. Y mientras Calixto aguardaba, dividido entre la angustia y el miedo, él, con la fuerza que le daba su juventud, preguntó con aparente despreocupación:

– ¿Cuál es la más guapa?

Mientras lo decía, también él pensó que aquel lecho vacío en los aposentos imperiales realmente estimulaba los planes de muchos. Y durante la vejez de Tiberio se había visto lo peligroso que era despertar la codicia de aspirantes a la sucesión.

Pero la respuesta, que Calixto se reservaba, no llegó enseguida. El emperador notó que la proximidad del poder le había alterado el semblante. Delgado, finas arrugas bajo los ojos, decía que él también dormía muy poco; besándole ostentosamente el borde del manto con un gesto de esclavo, repetía que jamás hubiera esperado poder vivir días como aquellos. «Absolutamente maravillosos», murmuraba. Sus palabras eran siempre de una inteligencia a la altura de la situación. Pero enseguida se encerraba en sí mismo, disimulaba. «Me muero por servirte», decía con gélida pasión, y eso era lo máximo que se podía oír de sus labios.

– Te ruego que me escuches, Augusto -dijo con dulzura-. Es necesario para el imperio. -Sabía perfectamente que, de todas las grandes y peligrosas familias, el senador Asiático ya había escogido por su cuenta a cuál introducir para compartir el poder, y él luchaba para impedirlo-. Roma te pide que escojas, entre las familias ilustres, a la muchacha con la que desees casarte.

El emperador, recordando asqueado a la infantil Junia Claudila y los ciegos y egoístas juegos con las esclavas adolescentes de Antonia, declaró bruscamente:

– No quiero tener a mi lado a una niña. La Augusta será una mujer, y desde luego no la elegiré por el nombre de su padre.

Calixto no dijo nada. El emperador se alejó unos pasos mirando, desde la terraza de su nueva domus, la espectacular inmensidad marmórea de los Foros, la Curia, los templos, la antigua vía Sacra, la nueva y grandiosa rampa que subía al Palatino.

Calixto seguía callado. Las mandíbulas del emperador se habían agarrotado, como si padeciera una especie de trismo. Luego, sus manos se apoyaron en el pretil, sostuvieron el peso del cuerpo, el rostro se relajó. Calixto se había quedado un poco atrás. El emperador se volvió hacia él y Calixto vio que sus ojos claros brillaban. Era lo máximo que un emperador se podía permitir, pensó, si tenía ganas de llorar. Pensó que él era el único que lo veía. Pensó que era el momento de destruir las intrigas del senador Asiático y susurró, como si bromeara, que la opinión general era que la más guapa del imperio se llamaba Paulina. Su abuela ya había sido una celebérrima belleza de vida agitada.

El emperador, respondiendo a la broma, preguntó dónde estaba y por qué él no la había visto nunca.

– Conociste a su padre -dijo Calixto-, Marco Lolio Paulino, prefecto de las Galias, que combatió en una terrible campaña en el Rin, amigo de tu padre.

El nombre de esa casa implicaba poderosas y útiles alianzas militares y truncaba los planes del senador Asiático. Calixto anunció que la deslumbrante Paulina estaba camino de Roma. No dijo que era para divorciarse de su marido, un tal Gabinio. Pasando revista a las pretendientes al lecho imperial, Asiático había dicho de ella con desprecio: «¿Acaso podría el emperador escoger a una mujer divorciada?». Sin embargo, por primera vez en su carrera, Calixto le había tapado tranquilamente la boca citando el incensurable ejemplo de Augusto y de la divina Livia.

El emperador guardó silencio. Después de tantos meses en el corazón de aquel inmenso poder, en los que ni siquiera un instante había sido para él solo, de pronto sintió deseos de una compañía tranquilizadora, unida sinceramente a él, con quien hablar sin un implacable autocontrol. De modo que, ese otoño, Lolia Paulina, espléndida veinteañera de origen picentino, descendiente de una familia de tribunos de la plebe odiados por los optimates y firmemente enraizados en el Senado con los populares, hija de un prefecto que había visto a Cayo César de pequeño, se convirtió -de resultas de las estrategias de Calixto y de la soledad del emperador- en su inesperada tercera esposa.

Entre el gentío presente en la boda imperial, el emperador vio al tribuno Domicio Corbulo y, a su lado -fugazmente, como la otra vez en la tribuna del circo-, una masa de cabellos negros en torno a un rostro de piel blanca y lisa, dos grandes ojos, pesados pendientes de oro y turquesas. La reconoció de inmediato y por un instante aminoró el paso, como si una mano lo retuviese. Después pasó de largo y se olvidó.

A su espalda, aquella mujer de cabellos negros, con pendientes de oro y turquesas, lo siguió con la mirada. Pensaba: «Yo lo habría acogido entre mis bazos, lo habría acariciado toda la noche, y finalmente él se habría dormido pegado a mi piel». Pero esos pensamientos, no escuchados por los dioses, caían como hojas mientras él se marchaba.

La habitación condenada

Un día de aquel invierno, el destino despertó. Alguien, por alguna razón, tuvo que hacer obras en la abandonada Domus Tiberiana y, en un escritorio contiguo a la que había sido una estancia privada del viejo emperador, una pared cedió de repente y en el interior se descubrió un hueco.

Se entrevió un armario que quién sabe cuándo había sido cuidadosamente sepultado detrás de la pared, por oficiales expertos y de confianza, como si la neurótica desconfianza de Tiberio hubiera querido esconder un cadáver.

Acercaron una luz, iluminaron el interior. Vieron que todas las paredes estaban forradas de anaqueles, desde el suelo hasta el techo, y en los anaqueles descansaban, en riguroso orden, decenas de códices cerrados con sellos de plomo y cera. Inmediatamente, el que vio aquella masa de documentos en la estancia secreta de Tiberio, a la que este no había ido durante doce años, comprendió que se trataba de algo terrible. El aire olía a rancio y el polvo estaba inmóvil. Apostaron guardias y corrieron a informar al emperador.

Era una agradable mañana romana, que sugería pensamientos de ocio, cuando le llegó la noticia. Sintió un irracional deseo de huir. Sin embargo, ordenó que lo esperasen y que no tocaran nada. Llamó a Helikon para no estar solo y, mientras el muchacho acudía, se levantó; de pronto, después de mucho tiempo, volvió a notar un nudo en el estómago.

Se dirigió a pie, caminando despacio, a la Domus Tiberiana, un recorrido que hasta entonces había evitado. Subió trabajosamente hasta aquellas estancias que no había querido ver. Entrar en ellas significaba penetrar a fondo en la laberíntica mente del viejo emperador. Mientras todos lo miraban pensando más o menos lo mismo que él, llegó a la cámara imperial, vio a los augustianos de guardia, los cascotes en el suelo, el paso apenas abierto. Se detuvo, pidió que ensancharan la abertura. A todos les parecía que estaba muy tranquilo.

Sin embargo, su mente gritaba que habría sido mejor no saber. Entretanto, los hombres retiraban con cuidado los finos ladrillos bien unidos y recogían los cascotes en cubos. Él pensó que Tiberio había estado años fuera de Roma. Eran, pues, documentos antiguos, quizá de la época del envenenamiento de Germánico. Se quedó helado, notó que estaba temblando.

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