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Desde el fondo de la tribuna avanzaba despacio -y se le reconoció desde lejos porque vestía ostentosamente la antigua toga restricta y el calceus de piel negra, incluso en verano- un conocido filósofo procedente de la Iberia más lejana, la Bética, junto a las Columnas de Hércules. Se llamaba Lucio Anneo y pertenecía a la gran familia de los Séneca. Era un día bastante caluroso y el emperador llevaba una túnica de seda suntuosamente suave. Y era uno de los primeros ejemplos de jefe de Estado que recibía informalmente a sus invitados.

Séneca lanzó una mirada a aquella corte, cada día más joven y alegre, y señalando a los que se agolpaban en la tribuna vestidos con fantasiosa elegancia declaró:

– Tiberio tuvo la sensatez de prohibir sin compasión todas esas rarezas.

Hacía mucho que nadie nombraba a Tiberio, de modo que aquello atrajo la atención de los vecinos.

– Nadie piensa que todos esos tejidos y perfumes mandan naves llenas de dinero a gentes extranjeras y enemigas -añadió.

Un grupito de senadores se congregó en torno a él porque sus comentarios, siempre trágicos, eran la sal de los chismorreos. Pero el joven hijo de un severo senador le contestó con un entusiasmo incontrolado, alarmando a los amigos de su padre:

– ¡Y por fin Roma vive! Durante todos los años de Tiberio, fue una capital sin emperador.

– Quien tiene hoy menos de treinta años -añadió con ingenuidad un joven funcionario-, la última vez que vio un emperador en Roma era un niño.

Era verdad. Ahora, la ciudad estaba invadida por una vida joven y burbujeante; embajadores, delegaciones de todas las provincias; espléndidas mujeres y, en consecuencia, riquísimos mercaderes; excéntricos artistas en busca de fortuna; poetas que inventaban nuevos lenguajes para fascinantes nuevas historias de teatro; músicas de todos los países interpretadas con instrumentos jamás oídos. Y la diferencia entre los comportamientos de la vieja y la nueva generación era tal que parecía no existir parentesco entre ellas.

– Por culpa de ese derroche -sentenció Séneca, contrariado-, el desequilibrio entre mercancías importadas y mercancías exportadas es catastrófico: milies sestertium -dijo en su preciso latín ciceroniano-, cien millones de sestercios al año.

Lo miraron en silencio, porque no era fácil encontrar una réplica.

– La seda que se consume en Roma en un año -intervino el pálido Calixto con pérfida frivolidad- cuesta menos que armar una trirreme, y pacificando a los vecinos de Oriente en el fondo se ahorra.

Muchos rieron, y Séneca se indignó porque un antiguo esclavo se atrevía a dirigirle la palabra.

– La cara de Roma está cambiando -proclamó sombríamente, sin contestarle.

Ya no se veía, dijo, a la gente estable, nativa, de los años de la República, que hablaba su latín conciso y vestía a la antigua. Todas las razas, las lenguas y las modas se arremolinaban por las calles, sin control.

– Además -dijo con aviesa intención-, a Roma afluye una incesante marea de esclavos de las tierras conquistadas: germanos, ibéricos, tracios, bárbaros mauritanos.

Y dado que en la capital seguían desembarcando solo hombres jóvenes seleccionados por su presencia y su cultura, y muchachas bellísimas, muchos de ellos habían encontrado un destino previsible. Gracias a la generosidad de las grandes familias, a legados testamentarios de señores dadivosos, habían conquistado la libertad. Eran ya cientos de miles los que habían echado raíces en Roma. Y Roma ya no era de los romanos.

– Ahora -prosiguió, mirando a su alrededor con rencor-, la invasión egipcia es la más poderosa y peligrosa de todas. La corrupción nos arrollará -pronosticó-, y el primer síntoma del contagio es la atención exagerada que los hombres prestan a su cuerpo, al cabello, al vestido.

Horas arrancadas a los pensamientos profundos, deterioro de esa energía viril que había hecho a Roma terrible contra todos los enemigos.

– Son muchos ya -añadió, y, como una amenaza, prometió escribirlo- los que prefieren ver desorden en los asuntos del Estado que en los rizos de su cabello.

Solo el cabello, aclaró, porque, según el estilo griego, nadie llevaba ya barba como los viejos senadores.

El emperador pasó por allí al lado y, mientras el grupo se abría, oyó la última frase. Sonrió. Había ascendido al durísimo Séneca al cargo de cuestor y no imaginaba que este, en vez de estar agradecido, no se lo perdonaría.

A su espalda, el senador Sextio Saturnino -perteneciente a una familia austeramente republicana, gente que en aquellas luchas se había jugado más de una vez la vida- murmuró con rebeldía:

– Nunca se habían visto en estos palacios, desde los tiempos en que Augusto los construyó, los extravíos que se ven ahora.

En realidad, durante años y años, en el Palatino, vacío y oscuro, no se había visto a nadie. Tiberio había sido una presencia metafisica, cuya lejana vida material, en Capri, estaba sepultada en el secreto. Cayo César, en cambio, joven, absolutamente visible, aclamado con pasión por el pueblo en todas sus apariciones, alteraba triunfalmente el imaginario colectivo.

A dos pasos de allí, en medio de un pequeño séquito de nuevos amigos, todos optimates, Valerio Asiático dirigió una mirada despiadada al alegre movimiento de la corte y dijo con suavidad:

– El tiempo que pierden en esos juegos nos lo regalan a nosotros.

Saturnino, el viejo republicano, lo miró y pronunció una frase fatal:

– Debemos reaccionar.

Valerio Asiático le devolvió la mirada y recordó que, años atrás, un pariente de Saturnino había sido precipitado del Capitolio por haber escrito un libelo contra Tiberio. «La imprudencia es un rasgo de familia», pensó. Pero personas así podían ser necesarias de nuevo. Por eso sonrió a Saturnino y dijo:

– Tu intención es noble. Cosa rara en estos tiempos…

No muy lejos, el emperador reía con una risa juvenil. Los durísimos y peligrosos días de la adolescencia lo habían convertido en un solitario con breves momentos de socialización. Las persecuciones y los espías lo habían hecho capaz de fingir y soportar cualquier cosa. Su necesidad de afecto no desbordaba el dique de la desconfianza y, por lo tanto, se limitaba a gestos materiales. Y sus sentimientos no iban dirigidos a seres vivos sino a una galería de recuerdos. Los amores nuevos le daban miedo. Tenía facilidad para comunicarse con la gente sencilla; el pueblo lo quería y, con las manifestaciones clamorosas de ese amor colectivo, le regalaba una emoción liberadora. Pero su alma solo se abría, a través de resquicios, en conversaciones claras y simples, como con el poeta Fedro o el infantil Helikon. Buscaba espacios para él solo -casi como si temiera un contagio físico- donde estudiar, escribir, leer, pensar y decidir; un diminuto despacho, rincones secretos de jardines. Quería con ternura a los animales, incapaces de traicionar. De vez en cuando, en las situaciones más insospechadas, experimentaba arrebatos de ternura, una necesidad de abrazar que sorprendía y con más frecuencia producía una inesperada turbación a los que estaban a su lado, como el soberbio prefecto de la Classis Praeto ria -el general de Miseno- que jamás olvidaría el momento en que el emperador lo estrechó entre sus brazos.

Dormía siempre solo. Los siervos contaban que nunca había permitido intimidades dentro de esa especie de isla que eran las silenciosas estancias escogidas para pasar la noche en el Palatino. Su cama -con la cabecera de oro y marfil regalada por la Liga de las ciudades sirias- estaba ordenada y vacía, guardias y siervos permanecían al otro lado de la puerta cerrada, era inaccesible. Su sueño era ligero e irregular. Las ventanas estaban orientadas al este, hacia la primera luz del alba. Cuando se despertaba, enseguida veía qué momento de la noche era. Y muy pronto sus insomnios, la búsqueda de silencio, el levantarse a oscuras alejando a siervos y guardaespaldas con un gesto, los paseos, solo, por la galería de los palacios imperiales, esperando que Roma emergiera de la noche, se convirtieron en la pesadilla del pequeño ejército que formaba la familia Caesaris.

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