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Sin embargo, Macro dijo que merecía más.

– Incluso para utilizarlo mejor…

Propuso, en consecuencia, darle la libertad con la rara y privilegiada fórmula no de soltar las cadenas sino de romperlas materialmente en el yunque, lo que significaba declarar que para la ley romana nunca había sido esclavo: una cancelación del pasando que permitía acceder a los más altos niveles de la escala social. Y así se hizo.

Los pensamientos del emperador empezaron a apoyarse en la rápida, tortuosa y silenciosa inteligencia de Calixto, porque sobre todos los problemas hacía una observación, un útil comentario que con frecuencia llegaba a modificarlo. Y daba la sensación de haber evitado un peligro. Los cortesanos vieron que cada vez era llamado con más frecuencia a los aposentos del emperador.

– Es el consejero del príncipe.

A nadie le gustaba. Muy pronto, hasta Sertorio Macro, que lo había utilizado como espía de toda confianza en los años de Capri, comenzó a odiarlo.

Pero el gran argumento de Calixto para acallar la desconfianza era: «Tiberio me hubiera querido muerto; únicamente la astrología de Trasilo me salvó la vida».

Un día, el emperador les dijo a él y a Macro:

– Nuestros senadores llevan en el alma cien años de odio. Es imposible gobernar.

Lo cierto era que, en la práctica, los escaños senatoriales pasaban de padres a hijos, todos pertenecientes a familias ricas y poderosas de por sí, divididas en antiguas facciones, lo que no daba esperanzas de cambios.

– Curia popularibus clausa est, el Senado está cerrado para los populares, dice la gente. Es necesario introducir, inyectar -subrayó- sangre distinta, hacer que sean elegidos hombres nuevos que vengan de provincias lejanas. El imperio es inmenso, tiene miles de voces, y en Roma deben hablar todas. Julio César también se dio cuenta de que era necesaria una reforma y la hizo.

Ellos estaban sentados frente a él. Macro lo miraba con obtuso estupor; el sagaz Calixto, en cambio, callaba con alarmado recelo. Y el joven emperador, que no tenía a nadie más a quien pedir consejo, se sintió decepcionado. Pero, de pronto, Sertorio Macro perdió el control:

– Es muy arriesgado -dijo-. Seiscientos senadores se rebelarían contra ti. De un día para otro, tendrías seiscientos enemigos.

– No todos -repuso el emperador, obligándose a utilizar un tono de voz sereno-. Los que hoy son minoría, mañana serán el número mayor. Julio César introdujo en poco tiempo a doscientos hombres nuevos. No tendremos nunca paz si millones de hombres se sienten súbditos, no iguales que nosotros.

El frío Calixto pensó, con una especie de miedo, que la mente del emperador, pese a su agudeza, estaba indefensa frente a los sueños. Pero Sertorio Macro reaccionó violentamente:

– Si salgo de aquí y me encuentro con jumo Silano, el hombre que te dio a su hija, que mantiene a su grupo fiel a ti a pesar de que aquella infeliz está muerta, que se siente responsable de guiarte, y le digo que quieres hacer pedazos la mayoría con esa idea…

El joven emperador había abierto los ojos con expresión de asombro, sus iris claros miraban fijamente al prefecto de sus cohortes. Sertorio Macro vaciló, lo invadió una sensación destructora, pero la mirada del emperador se dulcificó.

– Quizá tengas razón -dijo. Meneó la cabeza, como reconviniéndose a sí mismo, y sonrió-. Olvidémoslo.

Pero en el cerebro le había entrado la imprudente palabra de Macro: «guiarte». Durante todo aquel tiempo, Calixto no había dicho nada.

El emperador, sin embargo, no abandonó la idea. Solo después de muchos siglos -cuando sueños de grandes comunidades de pueblos, iguales entre sí, empezarían a asomar en el corazón de los hombres- se vería, gracias a un estudio minucioso de los nombres, que esa odiada introducción de «hombres nuevos» había empezado a realizarse. Pero el joven emperador pagaría un precio carísimo por su proyecto inconcluso.

La elegancia

– Parece que hayan vuelto los tiempos de julio César y Cleopatra -mascullaban los viejos senadores.

En la época de aquel clamoroso amor, la rutilante elegancia de la corte faraónica había caído como una granizada sobre la todavía rústica sociedad romana, donde en dos siglos la única variación que se había producido en el vestido era el paso de la simple toga restricta de la era republicana -en la que todos los personajes vestidos con toga eran representados en la misma postura, con un brazo doblado a la altura del codo- a la amplia toga fusa, drapeada en complicados pliegues, de la era imperial. Sin embargo, aunque la toga no era, en conclusión, sino una pieza de tela, colocarla era complicadísimo y exigía la mano experta de un esclavo experto para obtener el efecto solemne que admiramos en los mármoles romanos de la época imperial.

Pero a los bienpensantes incluso esos discretos acicalamientos les habían parecido atrevidos. De hecho, Terencio Varrón -que, además de combatir en varias guerras, había encontrado tiempo para escribir una Enciclopedia de las ciencias y muchos más libros, hasta un total, según sus biógrafos, de seiscientos- ya había lamentado el exceso de elegancia. «Durante siglos -había escrito-, hombres y mujeres habían vestido la toga restricta, nada más que la toga, de la mañana a la noche…» Así pues, tras la derrota de Cleopatra y Marco Antonio, muchos habían aprobado las severas leyes suntuarias de Augusto, que prohibían los carísimos tejidos de ultramar. De hecho, Augusto, que era friolero y sufría toses y resfriados crónicos, en invierno se ponía ropa interior de lana y, encima, tres o cuatro toscas túnicas confeccionadas en casa por las mujeres de la familia, antes de envolverse en la púrpura imperial y desplazarse por los espacios marmóreos del palacio.

Hilar la modesta lana blanca había sido una ocupación casera y absolutamente artesanal, además de indispensable, durante siglos. «Se quedó en casa e hiló la lana»: para los antiguos, ese había sido -interesadamente- el mayor elogio. Como máximo, en lugar de la tosca lana del Lacio, se escogía la de más calidad que llegaba de Canosa di Puglia. Más tarde había aparecido la suavísima lana de Mileto, de jonia, el cachemir de la época, a unos precios escandalosos.

Pero el joven emperador había saboreado los refinamientos helénicos, sirios y egipcios. Y luego, en casa de la Noverca y en la villa de Capri, había sufrido una amarga y mezquina dependencia económica hasta en los más mínimos gastos de vestuario. De modo que en los palacios imperiales muy pronto apareció y se extendió, acogida con entusiasmo por los jóvenes, la clamorosa elegancia oriental, los peinados, los plisados, las transparencias, los collares y las pulseras, los finos cinturones, las pelucas. En los suntuosos vestidos, túnicas, clámides y palios, en las cortinas y en los cojines, y en las sandalias, resplandecieron los cientos de colores de las tintorerías de Pelusio y de Buto.

Los senadores descubrieron, estupefactos y alarmados, que, en privado, el emperador llevaba túnicas «de estilo griego», largas y sueltas, con amplias mangas que llegaban hasta las muñecas, cuando en Roma, quién sabe por qué, tales comodidades se consideraban, incluso en invierno, impropias. Y todavía fue peor en verano, cuando vieron escandalizados que se vestía con lino egipcio, cuyos hábiles pliegues, marcados con un hierro muy caliente, impedían que la tela se pegara a la piel. Y toda la mejor juventud romana lo imitaba apasionadamente: era una venganza liberadora, la explosión de una identidad propia.

El senador Lucio Arruntio refirió, indignado, que su hijo le había dicho: «No puedo vestir como tú». Y él, buscando una sensatez imposible, había preguntado: «¿Quién te lo impide?». «Mis ideas -había contestado el hijo-. La tierra habitada por los hombres es más grande y variada de lo que vosotros podéis imaginar.»

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