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Los aniversarios

Llegó el primer día de agosto, las kalendae del Augustus mensis.

– Al amanecer de este mismo día, en Alejandría -le susurró Helikon-, Marco Antonio, tu abuelo, decidió morir.

El recuerdo del hombre que, mientras agonizaba, había hecho que lo llevaran junto a su reina y había caído entre los brazos de ella, regresó con fuerza hiriente. El emperador vio de nuevo aquel solitario palacio en el mar de Alejandría, con las paredes ennegrecidas por el fuego y la gran puerta atrancada, el poderoso rostro masculino esculpido en granito que yacía bajo un velo de agua. Marco Antonio era un nombre que Roma todavía censuraba; los pocos que se atrevían a recordarlo lo pronunciaban en voz baja, porque desde hacía más de setenta años iba acompañado de aquella infamante condena por rebelión y traición.

El emperador acarició a Helikon los cabellos.

– Gracias por recordarlo -dijo-. Llama a un escribano.

Y utilizando los poderes que los senadores le habían concedido, con un breve decreto canceló la condena.

Los senadores se quedaron perplejos. La mayoría consideraron ese gesto un ingenuo, quizá imprudente, homenaje a la estirpe de su padre. Alguno, más perspicaz, dijo, preocupado:

– Ha escogido para anunciarlo el aniversario del suicidio.

Otros, movidos por recuerdos que el odio mantenía vivos, insinuaron:

– Como Julio César rehabilitó, después de muerto, a Cayo Mario, el jefe de los populares de entonces, él rehabilita ahora a Marco Antonio.

Después se acercó septiembre, y en esos días se conmemoraba la batalla naval de Actium, es decir, la definitiva y fatal victoria de Augusto sobre Marco Antonio.

– Roma se está llenando de arcos triunfales, preparan desfiles militares -dijo distraído el apacible Helikon, como si contara un cuento.

Pero el joven emperador convocó a las autoridades ciudadanas. -Esos arcos son inútiles. Mandad a los militares de vuelta a los castrum. Esta fiesta queda suprimida; no la celebraremos nunca más -mandó, con una decisión fría y repentina que dejó atónitos a los que recibían la orden.

En esta ocasión muchos reaccionaron. Los optimates, con rabia: «Es una ofensa a la gloria de Augusto»; los populares, con orgullosa emoción: «Por fin justicia para la memoria de aquellos muertos».

Y él, que tenía presente la tristeza de su padre, Germánico, mientras decía a orillas de aquel mar: «Aquí, por una parte o por la otra, llevo sangre enemiga», zanjó el asunto declarando:

– Fue una batalla de romanos contra romanos. No hay nada que celebrar por el derramamiento de esa sangre.

Después pensó que, muchas décadas atrás, del amor de julio César y Cleopatra había nacido aquel niño llamado Tolomeo César, el niño al que Augusto había matado, un día de otoño, traicionándolo cínicamente en Alejandría y, después de muerto, difamado como a un bastardo sin derechos y llamado con desprecio Cesarión. Declaró que debía ser reconocida la legitimidad de su nombre y respetada su memoria. Ante esto, un grupo de nobles senadores protestó.

– Julio César -repuso él- puso una estatua de Cleopatra, como madre de su único y verdadero hijo, junto a la estatua de la diosa Venus Genitrix, la madre de la estirpe Julia. Supongo que lo recordáis. Toda Roma fue a contemplarla. Me han dicho que era maravillosa, de bronce dorado que centelleaba al sol, desnuda como Venus. Pero fue derribada y fundida. -Mientras hablaba, intentaba analizar el inmenso y misterioso proyecto que había impulsado a julio César a erigir esa estatua de la reina de Egipto en el corazón de Roma-. Egipto, provincia augustal -añadió-, está unida a Roma por ese vínculo de sangre como ninguna otra del imperio.

En los mismos días -recurriendo a algunos finos juristas que fueron también persuasivos embajadores-, liberó mediante rápidos divorcios a sus hermanas de los humillantes matrimonios que les había impuesto Tiberio y se liberó a sí mismo de un parentesco insolente. La opinión pública lo aprobó instintivamente; los cónyuges, apartados de los palacios imperiales, cedieron pero no perdonaron. En este asunto, incluso los senadores más pacíficos percibieron una explosiva señal política. «Está cambiando todo», dijeron los populares con satisfacción y los optimates con alarma.

El que más se inquietó fue el poderoso senador junio Silano, que -pese a que su hija había muerto hacía mucho- aspiraba a ejercer en el joven emperador una especie de majestuosa y obstaculizadora tutela. «Te conozco desde pequeño», le recordaba en tono afectuoso. Pero a sus colegas les pronosticó:

– Nos estamos precipitando por una pendiente. Hay que detenerlo o esto se vendrá abajo.

– Con prudencia -contestaron los otros-, porque en la Cu ria el equilibrio se apoya en el filo de un cuchillo.

Llegaron así los días de las tácticas dilatorias, el obstruccionismo soterrado, las intrigas. El sublime «maestro» de estos juegos fue materializándose de sesión en sesión. Era el gran Valerio Asiático, ingenuamente apreciado entre los populares porque, con su imponente presencia, sus maneras refinadas y su cultura, había frecuentado durante mucho tiempo la domus de Antonia. Sin embargo, sus vastos intereses económicos no tenían nada que ver con las viejas amistades. Derrotó con pocas palabras al ya veneradísimo y a esas alturas rencoroso Lucio Arruntio.

– ¿Temías -le recordó en plena Curia- la inexperiencia de nuestro joven candidato? ¿Te preguntabas quién le había inspirando aquel discurso programático? Jamás habrías podido descubrirlo, porque lo escribió él solo. En resumidas cuentas, nació en su cerebro. No se agotará con las palabras esculpidas en la piedra -advirtió.

Los populares aplaudieron, sin comprender la ambigüedad que escondía aquella intervención, primer elegante ejemplo del ágil descaro con que cambiar de ideas y de bando.

El primer enfrentamiento lo provocó, como siempre, la cuestión de los impuestos. Para hacer frente a los enormes gastos de las guerras civiles, julio César y Augusto habían inventado, en su época, un gravoso sistema de impuestos, entre ellos la centesima rerum venalium -el uno por ciento sobre todo tipo de adquisición-, odiada desde el primer día porque castigaba de manera directa y palpable las pequeñas compras de las clases más pobres. Había estando a punto de producirse una revuelta fiscal, pero al final la gente se había resignado y el impuesto, temporal al principio, había pasado a ser permanente. Es más -destino habitual de los impuestos-, incluso lo habían aumentado. Y a lo largo de los siglos muchos lo recuperarían, y lo incrementarían, con entusiasmo.

Pero el joven emperador había descubierto el enorme poder de su posición y una mañana, al despertar, se dijo: «Actuar sin demasiadas explicaciones», y suprimió ese impuesto. Para celebrar la medida, emitió una moneda especial que debía recordarla en el futuro.

– ¡No tenías que habérselo permitido! -gritó junio Silano dirigiéndose, delante de algunos desconcertados senadores, al preocupado Sertorio Macro, que en la época de la elección había garantizado, con apasionada imprudencia, la inocuidad del joven emperador-. Es una decisión incontrolada -se desfogó-, abre la puerta a las reformas visionarias que los populares proponen de vez en cuando. Ya veréis los desastres que provoca.

Entre las togas que revoloteaban en medio de la indignación se abrió paso Valerio Asiático, quien, en su bello latín, sugirió más o menos algo así:

– Si de vez en cuando dejáis pasar algo, a nosotros también nos será más difícil atacaros en relación con otros problemas.

Lo miraron. Y los optimates más avisados se dieron cuenta de que con él se podía contar.

Pero para llevar a cabo los proyectos del joven emperador faltaban colaboradores fuertes, los «consejeros del príncipe». Mientras tomaba en solitario sus decisiones, este comenzaba a percibir a su alrededor los puestos vacíos de aquellos a los que Tiberio había reatado. Habían parecido los procesos demenciales de un tirano, pero había sido la decapitación precisa de un bando político. Tiberio, «de la misma forma que se echan trozos de carne a un mastín para desvalijarle la casa», se había ganado su seguridad dando eomo pasto a los optimates, una tras otra, las cabezas del partido adversario. La lenta depuración había sido realizada con tal arte y tan a fondo que el partido de los populares no se recuperaría jamás. Y ni siquiera habría historiadores que hablaran con honradez de ella.

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