Mientras subía, el joven emperador recordó, por un extraño juego de la memoria, que a la pobre Julia, la hija de Augusto, la habían acusado de haber protagonizado un escándalo público, con sus alegres compañeros, en aquel improbable lugar. Pero la acusación había mezclado tan hábilmente libertinaje privado y profanación del sitio sagrado que media Roma se había indignado sin percatarse de lo ridícula que era. El pensamiento formó en los labios del joven emperador una sonrisa sarcástica que todos, al ignorar lo que pensaba, interpretaron como emoción juvenil.
Entretanto, evolucionando con una sincronía perfecta -en esa disciplina se notaba la mano dura de Sertorio Macro-, las cohortes pretorianas cerraban filas ante los Rostra. Y cuando el emperador recién elegido tomó la palabra, saludándolos como defensa y seguridad de la República, militares y magistrados se prepararon para la consabida retórica de los discursos conmemorativos, mientras que los senadores, tras la experiencia de su intervención en la Curia, se mostraban un poco menos distraídos. Sin embargo, todos se fijaron en que no leía y no tenía ningún escrito en las manos. Y todos se sobresaltaron cuando, inopinadamente, él prosiguió recordando que el testamento de Tiberio había sido declarado inválido; y, a aquellos hombres armados e inmóviles que se sentían dueños de Roma, les anunció con voz serena que, al ser inválido el testamento, se perdían los legados en dinero que Tiberio había establecido para pretorianos y legionarios. Acto seguido anunció con inocencia las cifras de las donaciones perdidas: doscientos cincuenta y treinta denarios per cápita respectivamente.
Mientras hablaba, vio que un estremecimiento recorría sus filas, vio a Macro ponerse rígido. El silencio alarmado pasó entre los senadores, que, solemnes con sus togas, miraban petrificados porque, concentrados en sus intrigas, ninguno había pensado en ese peligrosísimo aspecto del testamento anulado.
Sin embargo, tras una angustiosa pausa, la joven voz declaró:
– Si bien, debido a esta última y cruel enfermedad, la voluntad testamentaria de Tiberio es legalmente inválida, su bien conocido amor por los pretorianos, su reconocimiento de sus largos esfuerzos no puede ser anulado.
Y, con un formidable golpe de efecto, añadió que, por voluntad propia, no solo iba a satisfacer ese deseo sino a doblar el importe.
Además, quiso dejar testimonio de ese sorprendente discurso con una moneda de un valor de quinientos denarios, que fue debidamente acuñada y que, para que la posteridad entendiese de qué se trataba, llevó la inscripción: «Adlocutio cohortium…», «discurso a las cohortes pretorianas».
La enorme cifra, pesada como si fuera ya una moneda de plaga, descendió en medio del silencio nervioso de los pretorianos y lo transtormó en un trueno ele entusiasmo. Pero el emperador re cién elegido levantó la mano derecha y todos los hombres armados callaron. Y él declaró afectuosamente que, del patrimonio impperial, concedía a cada legionario de todas las legiones del imperio no treinta sino setenta y cinco denarios. Después ordenó que esa donación fuese grabada también en una refinada moneda.
– Y, además, ciento veinticinco denarios por cabeza a los vigiles de Roma y a los hombres de las cohortes urbanas, de los que desgraciadamente el testamento de Tiberio se olvidó.
Cada anuncio despertaba aquí y allá breves y anhelantes ovapciones. Él hacía una pausa, levantaba la mano y proseguía. La realmente imperial herencia de Tiberio permitía eso y mucho más. Para terminar, a la querida y fiel plebe romana le anunció gratificaciones por valor de once millones doscientos cincuenta mil denarios. Nadie sabía que las confidencias de Macro sobre el testamento de Tiberio y las solitarias meditaciones en la terraza de Miseno habían permitido al joven emperador planificar bien sus costes.
Al final, el entusiasmo de la plaza fue arrollador, ingobernable. Entonces el emperador anunció que haría uso por primera vez de sus poderes: ordenó suspender las condenas a muerte, a prisión y al exilio dictadas bajo el mandato de Tiberio y revisar las sentencias. Aquello produjo en toda Roma una conmoción inesperada.
– Que se informe inmediatamente a los condenados -ordepnó-. Que nadie tenga que pasar otra noche de angustia.
Y vio que en un día -«y con menos esfuerzos que Augusto», pensó- había conquistado Roma.
Mientras las ovaciones se desplazaban como olas bajo la tribuna, tuvo tiempo de advertir el desorientado silencio de los senadores, de ver una ira contenida y estupefacta en el rostro vulgar de Sertorio Macro: en unos segundos, todos habían intuido que el poder real se les había escapado de las manos. Cientos de miles de hombres armados en todo el imperio estaban encontrando a su ídolo en el joven de veinticinco años Cayo César, hijo de una dinastía militar que, en tierra con Germánico y en mar con Agripa, hapbía escrito la epopeya del imperio. Le bastaría un gesto para hacer lo que quisiera.
El senador Valerio Asiático, originario de Vienne y poderoso líder de los populares, también recordó a Augusto.
– ¿Os acordáis de que a los diecinueve años reclamó la herencia de su tío Julio César? -preguntó a los que estaban a su lado-. ¿Os acordáis de que la invirtió inmediatamente en armar a su ejército personal? Pues bien, este ha armado a un ejército pronunciando un discurso.
Alguien, pensativo, se mostró de acuerdo:
– La historia se repite -dijo.
A lo largo de los siglos, este concepto acudiría a la mente de muchos, incluso sin venir al caso. De hecho, Valerio Asiático le contestó que no había entendido nada y que el desarrollo de la historia estaba por ver.
La isla de Pandataria
Mientras senadores y magistrados, saliendo de su estupefacción, se agolpaban a su alrededor para elogiarlo y felicitarse con instinptiva cobardía, el joven emperador dio su segunda orden, que fue totalmente inesperada.
Mandó que preparasen para zarpar la gran trirreme imperial, ele proa rostrada. En el cielo de Roma se acumulaban nubes; en aquellos días pasaba sobre el mar el mal tiempo del equinoccio. El viento era fuerte y frío, el cauro que barre el Tirreno desde Occidente. Pero él partió sin vacilar, navegando a boga arrancada o a vela, según lo que permitía el viento, escoltado por una flotilla. Y el destino inesperado, y aterrador para muchos, fue la isla de Pandataria.
El mar agitado por el cauro golpeaba de costado y viraron hacia la costa de levante, donde encontraron una ensenada de aguas en calma frente al elegante puerto privado que la sabiduría maripnera de Agripa había construido para su esposa Julia. El joven emperador desembarcaba allí por primera vez, y era el único de la familia destruida que no lo había visto. Sin embargo, el relato de su madre había sido tan vivo que tuvo la sensación de que lo conocía.
Había prohibido enviar señales a lo largo del viaje, pero desde la isla habían visto la grandiosa trirreme con la vela color púrpura y las enseñas imperiales. Así pues, en el puerto encontró a un desordenado grupo de militares bajo el mando de un centurión desquiciado. Tras la cruel muerte de Agripina, Tiberio había prohibido fondear en la isla y dejado allí -prisión más segura que cualquier otra- a la guarnición que había sido su carcelera.
El primero en bajar a tierra fue el tribuno militar que dirigía desde hacía unas horas la escolta imperial, y echó a su alrededor una mirada de desagrado: el agua del puerto estaba repleta de restos y de basura, el muelle estaba sucio a causa de las tormentas invernales.
Luego desembarcó el joven emperador. Lo invadió, como si fuera un frío físico, la imagen de su madre desembarcando encadenada en ese mismo punto. El centurión que estaba al mando de aquella miserable guarnición intentó saludar torpemente. Él no lo miró, pero oyó una voz de bárbaras cadencias dialectales, entrevió un rostro que le pareció bestial, sintió un estremecimiento de terror retrospectivo. Le llevaron el caballo. Había ordenado que embarcasen a Incitatus, el caballo de pelaje color miel que lo había acompañado desde Miseno. Montó de un salto, sin apoyarse; la ansiedad lo ahogaba.