Литмир - Электронная Библиотека

Y Cayo, mientras trataba de comprender qué escondía aquel plan, se limitó a preguntar:

– ¿Cómo se llama?

El semblante de Tiberio reflejó la desilusión producida por aquella pregunta infantil.

– No lo sé -respondió con despreciativa indiferencia.

Pero después lo asaltó de nuevo su desconfianza patológica; esperó que el joven dijese algo más, y su silencio le parecía amenazador.

Los pensamientos de Cayo desfilaban, confusos, a gran velocidad. Tiberio no había sentido jamás compasión por nadie, y a buen seguro tampoco la sentía por él, pese a que le regalara aquella boda importantísima y misteriosa. Se percató -una mirada furtiva- de que a cierta distancia detrás de Tiberio estaba de pie, como un testigo, el enigmático Sertorio Macro. De pronto intuyó que las feroces luchas entre los senadores y su excelente matrimonio estaban estratégicamente vinculados. Tiberio había dicho una vez que presentarse en la Curia Julia, entre los senadores reunidos, era peor que caminar de noche por el bosque de Teutoburgo, y de hecho hacía años que no iba. Y ahora, después de tantas masacres, de repente él, Cayo César, le era necesario a Tiberio y su vida era intocable.

Sofocando los sentimientos triunfales en un mórbido autocontrol, Cayo dio las gracias al emperador por haber pensado en él como un padre y declaró que estaba encantado de obedecer. El emperador no contestó; sus labios se estiraron: se había tranquilizado.

La adolescente Junia Claudila

Así fue como el veinteañero Cayo César bajó después de muchos meses al puerto de Capri, embarcó y puso pie en tierra firme en Antium. Y al día siguiente, con una gran fiesta, en la villa costera que después se diría que había sido de Nerón -en realidad, la familia imperial poseía en el litoral y en las islas del Tirreno Medio una serie de grandiosas residencias: Antium, Astura, Spelunca, Baia, la isla de Pontia, Miseno, Pausilipo, Capri-, se casó con la adolescente Junia Claudila, hija del gran senador Junio Silano. Y este, nada más verlo, le recordó que, de pequeño, había sorprendido a todos hablando con elegancia en griego el día del triumphus de Germánico.

– El destino estaba escrito -dijo, y parecía paternal.

Aquella boda imprevista levantó un cálido entusiasmo popular. Un cortejo de senadores y matronas se trasladó desde Roma, la gente adornó las calles, todos dijeron que la esposa era una deliciosa joven virgen y el esposo un apuesto muchacho en el que los dioses parecían haber modelado de nuevo la seductora juventud de Germánico. Tiberio, que había permanecido atrincherado en Villa Jovis, celebró secretamente su sagacidad. Después de tanto tiempo, Cayo vio a sus hermanas, convertidas ya en irreconocibles mujeres, con sus odiosos y viejos consortes. Se dio cuenta de que también ellas -salvo la querida Drusila, que se apresuró a abrazarlo- lo miraban casi sin reconocerlo y, temiendo palabras imprudentes, se permitió solo un saludo formal. Y como el júbilo popular había parecido excesivo a algunos cautos optimates, Cayo aplacó temores y sospechas con la tímida e insustancial dulzura de sus silencios, sus sonrisas y sus infantiles respuestas.

En realidad, su matrimonio era fruto de un plan más complicado de lo que parecía, pues mientras que Tiberio creía dominar a los senadores, el senador Junio Silano creía sostener indirectamente el imperio. Los dos sentían, por lo tanto, la prisa acuciante de ver nacer, en el mínimo tiempo indispensable, al heredero imperial. Así pues, se abrió para los esposos la pequeña pero suntuosa villa situada en el lugar actualmente llamado Torre Astura, a unas millas de Antium.

«Encerrarlos allí dentro a los dos solos, sin distracciones», había pensado Tiberio. Y Silano, una vez provista la villa de todas las comodidades posibles, mandó a la experta nodriza de la esposa adolescente para que estuviera atenta a lo que sucedía en aquellos delicados días.

La joven esposa era bastante tonta, no muy guapa y un poco frágil. La nodriza le había dado mil consejos. Y cuando fueron cerradas con la necesaria solemnidad las puertas, muchos se inventaron humoradas sobre la noche de bodas entre aquella inexperta y temerosa adolescente y aquel confuso joven cuya mirada se perdía en los libros.

Sin embargo, tras las puertas cerradas, el joven que se acercaba a su inmadura esposa, conduciéndola al suntuoso lecho preparado por la nodriza, tenía en mente un solo y terrible pensamiento: que estaba destinado a vivir o a morir según lo que sucediera en las siguientes noches. Su supervivencia dependía de los sueños dinásticos de su ambicioso e incontenible suegro. Toda Roma esperaba, de él y de ese cuerpo cuyos banales atractivos iba descubriendo, el heredero del imperio. Y lo esperaba enseguida, antes de que el viejo emperador muriese.

Y puesto que entre él y aquella adolescente no había habido un solo instante de amor, Cayo recurrió a su imaginación para vencer los descorteses pudores de ella, mientras bajo las ventanas se oía el murmullo del mar y él se inspiraba en las artes de las refinadas esclavas de la domus de Antonia.

A la mañana siguiente, al entrar con decisión en la cámara nupcial, la nodriza vio el feliz desorden de la cama, la perezosa sonrisa de Cayo y la mirada nueva de su pequeña Claudila. Sonrió y mandó disponer lo necesario, y fieles esclavas diligentes y avispadas invadieron la estancia. Todos sonreían: los augustianos de guardia en el muelle y los marineros que se desplazaban con sus pequeñas barcas a lo largo de la costa; la experta nodriza soñaba para sí misma una vida en el Palatino si el heredero imperial se daba prisa en nacer, y contaba las semanas y estaba pendiente del ciclo de la luna. Y apremiada a su vez por el senador Silano, se volvió cada vez más intrigante y ansiosa, mientras Cayo, soportando con sonrisas cómplices su presencia, se dedicaba a su esposa con todos los juegos posibles, y Claudila reía, y su risa llenaba la villa.

Hasta que un día, mientras descansaban en el triclinio, en la roca transformada en una pequeña isla unida por un delicado puente a la villa, en tierra firme, y sede cotidiana de sus juegos ya sin pudor, y el cuerpo menudo de la esposa -que, renuente hasta la grosería el primer día, ahora sonreía con triunfal impudicia- estaba entre sus brazos, y la nodriza preguntaba benévolamente qué deseaban para comer, Claudila dejó de reír, miró perpleja a la nodriza, presionó con la mano entre los pequeños pechos desnudos y murmuró que tenía náuseas. La nodriza se acercó corriendo, cubrió prudentemente con un pañuelo la boca de Claudila y esta tuvo una pequeña arcada, solo una, pero que valía el imperio.

La nodriza dirigió a Cayo una mirada cargada de significado, cogió entre dos dedos un pecho de Claudila y apretó el pezón. Y del pezón salieron unas gotas de líquido lechoso.

– Mira -dijo la nodriza a Cayo-, esto eres tú.

Cayo se incorporó apoyándose en un codo, se inclinó sobre aquel pecho y lo besó con dulzura: fue el único gesto totalmente espontáneo de aquellos días. Le quedó en los labios un sabor lechoso y ácido.

– Te felicito -le dijo solemnemente la nodriza- y te felicita toda Roma.

No sabía con qué alivio eran recibidas sus palabras.

Cayo se puso en pie. La nodriza miró su joven cuerpo desnudo. Siguiendo un impulso, saltó a la orilla. Su esposa contempló con languidez su espalda fuerte, sus caderas estrechas, sus pantorrillas, en cuyos músculos se veía la señal curva de las largas galopadas infantiles. Con el agua a la altura de los tobillos, él se volvió hijo el sol para saludarla y se zambulló en el mar.

La nodriza anunció que la esposa estaba embarazada, lo que Provocó el entusiasmo general. Junio Silano recordó a los senadores que se congratulaban de la noticia que él pertenecía a una antigua, fuerte y fecunda estirpe romana. Tiberio observó con ironía entre sus escasos amigos, que el joven y quizá inconsciente marido procedía también de ruta ramilla en la que, durante una decena de años -como todos recordaban-, Julia y Agripina habían concebido un hijo cada doce o trece meses.

56
{"b":"125263","o":1}