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El capitán, escéptico hasta la insolencia, rió:

– Cada ciudad griega tiene un dios distinto.

Y Zaleucos, ofendido, preguntó a Cayo:

– ¿Te gustaría ver la cara de Sócrates?

El chiquillo contestó entusiasmado que sí quería. Bajaron por las laderas del collado hasta una armoniosa ciudad que debía de haber gozado de días más elegantes. El propietario, un tosco mercader de tejidos, sorprendido y halagado por el solemne cortejo romano, abrió de par en par las puertas de una antigua biblioteca y ellos vieron que los estantes no estaban llenos de libros sino de piezas de lino teñido, el carísimo lino de Buto. Avergonzado, el mercader apartó la mercancía, dejó al descubierto una pared y allí apareció un fresco que representaba a un hombre sentado.

– Ahí está -dijo Zaleucos.

El hombre del fresco estaba descuidadamente desproporcionado, iba envuelto en una túnica blanca, los brazos, cortos, los llevaba desnudos, tenía la redonda cabeza girada hacia un lado, y los ojos grandes y saltones parecían divertidos por alguna pregunta.

– El que construyó esta casa -dijo Zaleucos- ordenó a un pintor reproducir aquí la estatua que Lisipo había moldeado en bronce del natural: este es Sócrates esperando la muerte mientras conversa con sus discípulos, después de haber tomado el veneno.

Sin embargo, cuando le preguntaron cómo conocía aquel fresco, en una casa particular de una ciudad lejana, respondió que unos viajeros le habían hablado de él.

Luego las naves descendieron hasta las tortuosas orillas del río Meandro y llegaron a Mileto, la única ciudad del mundo conocido que poseía cuatro puertos y donde los dioses concedían refugio con cualquier viento o tempestad marina. La gente de Mileto hablaba griego jónico con un acento muy dulce.

Cayo lo advirtió y Zaleucos le dijo:

– Jonia es la tierra más suave del mundo; cuantos nacen aquí pronuncian las palabras igual que los dioses.

Contó que ocho o nueve siglos antes, cuando en el monte Palatino aún había cabañas de paja, de los cuatro puertos de Mileto partían convoyes hacia Egipto. Y en la costa egipcia había un puerto griego: se llamaba Naucratis. Así pues, Mileto había sido un puente entre la racional y joven especulación greco jónica y el antiguo y místico saber egipcio.

En Mileto, al final de la vía Sacra, un arquitecto griego había ideado el templo más grandioso construido jamás en todo el Mediterráneo, el Didimeo, y lo había levantado alrededor de un bosque de ciento nueve columnas.

– Delante del altar veréis la armadura de un antiguo soberano de Egipto -anunció Zaleucos-. Es toda de oro, con incrustaciones de turquesas y de durísimo jade. La enviaron para cumplir una promesa, después de una gran victoria.

La vía Sacra de Mileto era una larguísima cuesta en medio de dos filas de tumbas y cenotafios; y ellos la recorrieron mientras las sombras se alargaban en la tarde otoñal y las inmensas columnas del Didimeo amenazaban desde la cima. Unas estaban en pie, otras caídas, partidas en el suelo, otras estaban aún pendientes de pulir, inacabadas, porque el gigantesco templo había sido salvajemente devastado durante una guerra antigua y reconstruido solo en parte, y mal: nadie había conseguido terminarlo. Pero el joven Cayo no pudo ver la armadura de oro del antiguo faraón porque la habían robado.

Pese al abandono, en el templo resistía un grupito de sacerdotes y, encerrado en una profunda celda en la que nadie podía entrar, profetizaba un oráculo, un célebre sortilegus.

– Los viajeros vienen a verlo angustiados -dijo Zaleucos- porque desde hace siglos nunca ha sido desmentido.

De repente Germánico decidió hacer en Mileto lo que la tempestad le había impedido hacer en Samotracia: interrogar a la suerte.

– ¿Cómo pueden ver los ojos lo que todavía no existe? -preguntó el joven Cayo a Zaleucos en un susurro.

Zaleucos se volvió, levemente irritado por un instante.

– Tú, que eres un hombre, avanzas por un llano y retorcido camino y ves pocos pasos por delante de ti -dijo-. Los dioses, como si estuvieran en la cima de un monte altísimo, ven de dónde vienes y la meta hacia la que caminas.

Cayo no dijo nada: la respuesta era poética, pero no satisfacía su curiosidad.

Y Germánico, en la tarde declinante, insistió en realizar los largos ritos de súplica mientras sus compañeros se preguntaban qué planes de guerra lo movían; después bajó a la cripta e interrogó a la suerte. El oráculo respondió con palabras ambiguas y oscuras, que la angustiada Agripina y los fieles compañeros se hicieron la ilusión de que profetizaban suerte. Tan solo Cretico permaneció en silencio. Y un historiador, que años más tarde encontró algunos testimonios antiguos de aquel viaje, escribió que a Germánico se le había predicho secretamente la muerte.

Política nueva

A partir de ese momento encontraron vientos favorables y, navegando deprisa, pues el otoño avanzaba, llegaron al puerto de Seleucia de Pieria, en Siria. En Seleucia desembocaba el caudaloso río sirio Orontes, entonces navegable hasta Antioquía, la antigua capital. Allí se dividía en dos brazos que rodeaban la isla de Epidafne, donde los reyes seléucidas habían construido su palacio. En aquellas salas dominaba ahora la autoridad romana. Así pues, Cayo César se vio inmerso de golpe en un mundo inimaginable.

Ante el inmenso poder de su padre, se presentaban personajes con ropas multicolores y exóticas, acompañados de séquitos pintorescos, que hablaban entre sí lenguas incomprensibles. No tenían nada en común con la ruda barbaritas de los enviados o los prisioneros germanos, que hostigaban en los confines septentrionales del imperio. Aquí, el imperio limitaba con ciudades antiquísimas de murallas megalíticas, palmerales infinitos y cedros milenarios, áridas montañas coronadas por fortalezas y pistas que atravesaban interminables desiertos. Sus nombres estaban cargados de historia, una historia de complicadas culturas, atroces asesinatos, conjuras, sometimientos y traiciones, rivalidades dinásticas, furibundas campañas de las legiones, masacres, tomas de rehenes y breves treguas engañosas: Capadocia, Comagene, Cilicia, Armenia, Ponto, Oshroene, Judea, Partia, Arabia Nabatea, Asiria.

Ahora, los hombres llegados de esos mundos subían despacio, con tensión recelosa en los rostros cansados a causa de los larguísimos viajes, las numerosas escaleras del palacio del poder romano. A cada uno de ellos, con su pequeño cortejo, lo acompañaba el.ilusa angustiada, o temerosa, o rebelde, de cientos de miles de seres Humanos. Eran soberanos, príncipes, pequeños señores, generales de ejércitos, enemigos vencidos o todavía en armas, vasallos, aliados inciertos. Y Zaleucos -que, gracias a desconocidas experiencias, conocía bien aquellos países- se esforzaba en encontrar respuestas a las insaciables preguntas de Cayo.

Las salas interiores engullían a aquellos dudosos personajes durante horas. En realidad, tras las puertas de antigua madera de cedro y pesado hierro forjado estaba sucediendo algo que ellos no hubieran esperado obtener, o no habían creído posible. «Es un encuentro con Roma jamás acaecido hasta ahora», comentaban. Por primera vez, el imperio lo personificaba un joven combatiente victorioso y temible que, sin embargo, además de la herencia de Augusto, llevaba la mítica de Marco Antonio, el único romano que había proyectado fundir la fuerza de Roma con las culturas de Oriente.

Fuese la leyenda que crecía en torno al nombre de Germánico, fuese su excepcional capacidad para entablar relaciones humanas o fuese su repugnancia por la guerra, la cuestión es que los visitantes bajaban aquellas escaleras, en los calurosos crepúsculos de Antioquía, con una animación emocionada e incluso feliz. Y Zaleucos, el preceptor esclavo, murmuraba con pasión a Cayo que quizá allí adentro -como había escrito no sé qué filósofo antiguo- la límpida fuerza de las palabras que se dirigían al intelecto estaba dominando la violencia de las armas que herían el cuerpo. A lo largo de los siglos, los hombres intentarían muchas veces hacer realidad sueños similares a ese, utilizando en cada ocasión palabras distintas para definirlo. Casi siempre fracasarían. Pero insistirían.

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