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– El Hado ha soplado en nuestras velas para traernos a este puerto -susurró alguien.

No se percataron de que el chiquillo se había puesto pálido y se había quedado inmóvil mirando.

Germánico también contempló el golfo.

– Aquí, por una parte o por la otra, llevo sangre enemiga -comentó con amarga ironía, y se echó a reír.

La carcajada sobresaltó a su hijo Cayo, pero, en la fría incomodidad causada por esta, nadie contestó. Germánico rompió el silencio para preguntar al magister navis, el capitán del convoy, que le indicara el lugar exacto de la célebre batalla.

El capitán señaló con pasión el punto más lejano del golfo.

– Marco Antonio había escondido sus naves allí. Había ideado una estrategia desesperadamente arriesgada -dijo con nostalgia-: recoger a los hombres que habían quedado, embarcarlos en sus escasas naves y llevar la guerra a Italia por mar.

No explicó que la decisión había sido tomada tras noches de insomnio y borracheras sin control, y que también influyó la apremiante preocupación de Cleopatra.

– La flota de Augusto le tendió una trampa en la salida del golfo -dijo, en cambio-. Era el segundo día de septiembre. Los marineros de Augusto atacaron con furia porque no recibían la paga desde hacía meses y Augusto había anunciado astutamente que las naves de Cleopatra llevaban un tesoro. Pero Augusto no iba a bordo; combatían sus almirantes por él. Me dijeron que él estaba en aquella colina de allí, donde siglos antes habían construido un pequeño templo dedicado a Apolo.

– ¿Dónde? -preguntó Cayo. En la colina se acumulaba la niebla marina.

– Lo verás -prometió el capitán-. Según me dijeron, Augusto se había envuelto en una capa de lana blanca y estuvo mirando, de pie, hasta que se dispersaron las últimas naves de Marco Antonio. Pero Marco Antonio y Cleopatra escaparon con el tesoro -añadió riendo-, un montón de oro, más de veinte mil talentos, y Augusto se enfureció.

El joven Cayo se dio cuenta de que el capitán también simpatizaba con el derrotado y no con los vencedores.

– Tras la victoria, Augusto sorprendió a todos declarando que, desde aquel pequeño templo de allá arriba, Apolo, quién sabe por qué, lo había ayudado a ganar. Y le construyó un altar, que era en realidad un monumento a sí mismo.

Nada más pronunciar estas palabras, el viento empujó la niebla y dejó ver, sobre la colina, un solemne edificio de terrazas, de mármol blanco.

En la primera terraza estaban encadenados los pesadísimos rostra (espolones de bronce de tres puntas para romper la quilla de las naves enemigas) de las treinta y seis naves rostratae que había perdido Marco Antonio. Estaban abollados y rotos: su devastador poder de embestida no había evitado la derrota. En la segunda terraza estaba esculpida en el mármol una procesión de dioses que sostenía la triunfal estatua de bronce de Augusto. Arriba de todo, coronado por un pórtico, estaba el altar del dios que había dado el imperio a Augusto.

– Augusto sabía que, si añades a tu fuerza la de cualquier dios, duplicas el terror de los enemigos -comentó el capitán.

En la otra orilla del golfo se extendía una planicie cubierta de piedras. El capitán la señaló con un gesto solemne.

– Antes de la batalla, Marco Antonio había acampado allí.

Entretanto, estaban fondeando en el puerto, y el capitán anunció que las naves necesitaban mantenimiento.

– Quiero subir a esa planicie -dijo Germánico, y se dirigió hacia allí de inmediato mientras empezaba a ponerse el sol.

Los dos hijos mayores se habían ido por las callejas que había en las inmediaciones del puerto. Cayo, en cambio, acompañó a su padre, que caminaba con cautela mirando a su alrededor: los restos de aquel tosco campamento -piedras, tablas y troncos- aún se veían esparcidos sobre la hierba.

Germánico debía de haber sufrido mucho en secreto a causa de esa antigua y maldita guerra, pues cuando su hijo Cayo se atrevió a decirle en voz baja que no sabía nada de toda esa parte de la familia, se volvió rápidamente y, en contra de su costumbre, contestó bruscamente:

– Tu familia somos tu madre y yo; el resto pertenece a la historia. Tendrás tiempo de estudiarlo.

Y la puerta de aquella conversación se cerró.

Pero por la noche llegó, vía Brindisi, un despacho del amigo Tacio Sabino en el que, con agitada indignación, informaba a Germánico de que Tiberio había nombrado prefecto de la provincia de Siria a su secuaz Calpurnio Pisón. «Debes llevar cuidado -escribía Sabino-. Tu misión aparentemente triunfal ha sido sometida, empleando una turbia táctica, a la vigilancia de un enemigo indomable.»

El joven Cayo recordó al senador que el día del triumphus los miraba riendo desde lejos. Y su madre, Agripina, se alarmó.

– Es una idea de la Noverca -susurró. El odio endureció su bello rostro-. Calpurnio se llevará a Siria a su mujer, Plancina -presagió.

Estaba imaginando con terror las instrucciones que la Noverca daría a su fiel y desaprensiva cómplice; recordaba a sus hermanos, enviados a Iberia y a Armenia para realizar misiones gloriosas y allí, tan jóvenes todavía, misteriosamente muertos. Los pensamientos de Germánico no habían llegado aún a ese punto, pero ella se levantó impetuosamente, se acercó a él, lo abrazó y susurró, con una lucidez desesperada:

– Es una trampa… La Noverca siempre ha preparado estas cosas lejos de Roma.

El tribuno Cretico, fiel ayudante de Germánico, la miró alarmado. Las conversaciones se congelaron.

Pocos meses más tarde, gran parte de los romanos -y en el futuro muchos historiadores importantes- coincidirían con el juicio de Agripina. Pero aquella noche este parecía solo un grito de miedo irracional.

Cayo, que escuchaba mientras sus dos hermanos mayores bromeaban lejos, preguntó angustiado a su padre:

– ¿Qué están preparando?

Su padre le acarició el cabello -un gesto que a todos les salía de manera espontánea-, finísimo, brillante, ligeramente ondulado. Mientras lo acariciaba, sin embargo, no sabía qué decir, y acabó por responder, mintiéndose a sí mismo:

– No creo que Calpurnio sea un peligro. -No obstante, la inquietud afloraba a su bello rostro bronceado. Y de repente se dirigió a los oficiales en un tono distinto-: Tenemos instrumentos para protegernos: cuatro legiones en las fronteras orientales y tres en Egipto, y dos flotas, la Classis Pontica y la Augusta Alejandrina.

Su ayudante, Cretico, lo miró sonriendo con los labios cerrados; los demás asintieron y Germánico continuó acariciando a su hijo pequeño.

– ¿De qué tienes miedo?

Parecían palabras tranquilizadoras, pero eran durísimas y oscuras, quizá presagios de guerra civil.

Germánico fue a sentarse en el jardín; hizo que sirvieran vino a sus preocupados compañeros mientras del mar llegaba el fresco del crepúsculo.

– El peligro -murmuró- viene de los que consideras amigos, de los que entran en tu casa todos los días.

Cayo seguía mirándolo: el mito infantil de la omnipotencia paterna estaba resquebrajándose. Existían fuerzas terribles contra las que su magnífico padre no podía hacer nada.

– Pero hubo un rey de Oriente -continuó Germánico- al que sus enemigos intentaron matar; al recibir el primer golpe, él se echó al suelo y fingió estar muerto. Los conjurados huyeron, sus guardias acudieron y él se vengó de hasta el último de sus enemigos.

«¿Por qué habla así?», pensó Cayo, y preguntó:

– ¿Cómo se llamaba?

– No me acuerdo -tuvo que responder su padre. Vació la copa y la dejó muy despacio, como quien se ha excedido inútilmente con la bebida para olvidar la infelicidad. Cayo lo miraba mientras permanecía con los ojos fijos en la copa vacía. De pronto, Germánico levantó la cabeza-: A fin de cuentas -añadió-, todo el mundo debería augurar para sí mismo la suerte de julio César. No te la esperas y por lo tanto no te defiendes. El que te ataca es experto en armas y sabe que no debe fallar; por eso te asesta rápidamente el golpe preciso. Es un instante: la hoja que entra, una sensación de frío, ningún dolor… -dijo, riendo.

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