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VII

Eric llegó jadeando hasta el tercer descansillo. Había realizado aquel camino varias veces pero, con todo, no conseguía acostumbrarse a aquellos peldaños inacabables que conducían hasta el piso de Karl Lebendig. De la manera más disimulada que pudo echó un vistazo a sus dos acompañantes. La muchacha que se encontraba a unos pasos de él se estaba quedando sin aliento, pero el orgullo le impedía reconocerlo y procuraba mantener erguida la espalda. Por otro lado, el esfuerzo había infundido en sus mejillas un tinte rojizo que la hacía parecer todavía más hermosa a los ojos del estudiante. Cerrando la comitiva, figuraba un muchacho rubio y alto, de casi un metro ochenta de estatura, precisamente el que había causado la práctica totalidad de las pesadillas de Eric durante las últimas semanas.

Si ahora los tres subían con dificultad la escalera de Lebendig se debía al deseo del estudiante de librarse de que aquella situación que tantos tormentos le había ocasionado. Al ver el volumen de poesía sujeto por la muchacha de sus sueños, se había creído objeto de una privilegiada revelación. Si le atraían las obras de Lebendig, si tan sólo le gustaban la mitad que a él, contaba con un camino especial a través del cual intentar llegar hasta su corazón.

Sin embargo, como tantos planes surgidos a impulso de los sentimientos en la mente de un adolescente, el de Eric presentaba no pocas dificultades. La principal, sin duda, era lograr la aquiescencia de Lebendig. De hecho, si el escritor aceptaba aparecer como su amigo, Eric estaba convencido de que la hermosa muchacha de los cabellos castaños acabaría aceptando su amor y, sobre todo, marcando distancias con aquel pelmazo que mariposeaba a su alrededor. Sin embargo, examinado el asunto de manera fría y objetiva, el razonamiento del estudiante resultaba claramente endeble. A fin de cuentas, aunque estuviera muy bien relacionado con el escritor, ¿por qué razón iba a cambiar esa circunstancia la forma en que lo contemplaría la muchacha?

A pesar de todo, nunca lo hubiera visto así Eric y, por eso, aquel mismo día se había dirigido apresuradamente hacia el hogar de Lebendig. A medida que se había acercado a la casa, la excitación había ido creciendo, a la vez que repetía una y otra vez las palabras que pensaba dirigir al poeta. Primero, le saludaría de la manera más amable, luego le pediría disculpas por irrumpir en su existencia y, a continuación, le expondría sucinta y exactamente el motivo de la visita. En su recorrido por las calles, Eric había visto en su cabeza los gestos que haría el poeta y se había dicho una y otra vez que alguien que podía escribir aquellos versos tenía que entenderle enseguida.

Estaba tan convencido de ello que corría más que andaba cuando penetró en el portal de la casa de Lebendig. Con paso contenido, había llegado hasta la garita del portero, le había saludado con una leve inclinación de cabeza sumada a un Grüss Gott, y había comenzado a subir los peldaños. Al principio, el ascenso había sido lento y comedido, pero apenas el estudiante imaginó que no podía alcanzarlo la vista del empleado, había comenzado a correr como si lo impulsara -y ciertamente así era- una fuerza superior, que no habría podido ser medida ni calculada de acuerdo a las leyes de la física o de las matemáticas.

Había llegado al último descansillo jadeando y con un dolor agudo en las pantorrillas. Luego, a la vez que realizaba una pausa, había respirado hondo y salvado la distancia que le separaba de la puerta de Lebendig. Allí se había detenido y reparado en que se encontraba bañado en sudor. Se dijo entonces, verdaderamente espantado, que no era aquella la mejor manera de presentarse ante una persona mayor a la que, por añadidura, pretendía pedir un favor. Con las manos temblándole por el nerviosismo, había echado la diestra al bolsillo y, tras sacar un pañuelo, se había enjugado la frente con un movimiento rápido. Sin embargo, su organismo no estaba dispuesto a ayudarle. Mientras los pinchazos que sufría en las piernas se hacían más intensos, las gotas que le perlaban la frente y el resto del cuerpo habían continuado manando como si procedieran de un grifo imposible de cerrar.

La constancia de que el sudor no dejaba de empaparle había provocado un mayor nerviosismo en el estudiante, que se había afanado con redoblado empeño en su inútil tarea. Justo en esos precisos instantes la puerta del piso de Lebendig se había abierto.

Al descubrir a Eric en el umbral, las cejas del escritor se habían alzado por encima de sus lentes en un mudo signo de interrogación. Tenía el propósito de bajar a la calle a comprar algo de queso y fruta y, muy poco acostumbrado a recibir visitas, se había sentido sorprendido al contemplar al azorado muchacho.

– Buenos días -había dicho Eric con un hilo de voz-. Venía… venía a visitarle…

Al escucharle, Lebendig había dado un par de pasos hacia atrás dejando despejada la puerta para que pudiera pasar su joven amigo.

– Entra -había dicho, mientras en los labios se le dibujaba aquella sonrisa suya tan peculiar.

Mientras Eric se había dirigido hacia el salón abarrotado de libros, Karl se había encaminado a la cocina para preparar un té. No había tardado apenas en reunirse con el estudiante y preguntarle el motivo de su visita. A pesar de que estaba poseído por un insoportable nerviosismo que le entorpecía la lengua, Eric apenas había necesitado diez minutos para relatar las cuitas que lo venían aquejando desde hacía varios días.

– ¿De modo que te has enamorado? -había preguntado Lebendig, tras apartar de sus labios una taza de té dotada de una forma extraña.

Eric había asentido con la cabeza con un gesto similar al del reo que admite, resignado, que es culpable de los cargos que se le imputan.

– ¿Y pretendes que yo te ayude a… conquistarla? -había indagado el escritor.

El muchacho había repetido el movimiento afirmativo teñido ahora de una tímida zozobra. Lebendig había sonreído entonces para, a continuación, lanzar una carcajada, y otra, y otra, hasta que todo su cuerpo se convulsionó a causa de la risa. Sin embargo, en él no se había dado cita ni un átomo de burla. Tan sólo se había sentido rejuvenecido al ver que todavía existía gente dispuesta a recurrir al ingenio para asegurarse el amor que se había apoderado de su corazón. Había sido esa razón la que le había impulsado a mirar a Eric y a decirle: «Os espero a ti y a tu amiga el viernes por la tarde», para sentir una felicidad fresca y chispeante nada más hacerlo.

Si algún policía se hubiera tropezado con el estudiante en el camino de regreso a la pensión, con toda seguridad lo habría detenido para averiguar su identidad. Hubiera necesitado Eric volar para que su espíritu expresara cabalmente el gozo que le embargaba. Al no poder hacerlo, se había entregado a una sucesión de carreras, cabriolas y piruetas, que a punto estuvo en un par de ocasiones de costarle la luxación de un tobillo. No sucedió así porque el cuerpo del estudiante era joven y flexible y, sobre todo, porque existe un Ser que mira con especial complacencia a los enamorados.

Sucedió también un hecho, aparentemente sin importancia, que extinguió su despreocupado andar. Apenas acababa de doblar una esquina, cuando ante él se extendió una fila de personas que en su mente rememoró la imagen de una gigantesca oruga gris. Detuvo su marcha para no chocar con ellos y comenzó a subir la calle flanqueándolos. No había deseado Eric mirarlos de frente pero, aun así, le bastó observarlos con el rabillo del ojo para darse cuenta de que sus barbas de varios días, sus vestimentas arrugadas y sucias e, incluso, su olor a cansancio y derrota les señalaban como una parte del ejército de parados que aumentaba, día a día, en Austria. Había alzado entonces la mirada al frente para descubrir lo que estaban esperando y, para sorpresa suya, no había visto la entrada de una fábrica o un comercio, sino tres columnas de un humillo blanquecino y de escasa altura. Aquella extraña circunstancia llevó a apretar el paso para descubrir lo que había provocado la concentración de aquella cohorte de desdichados.

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