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– Karl -dijo inmediatamente, con las palabras saliendo a borbotones-, tienes que irte. Tienes que irte de Viena.

El escritor le miró con el ceño fruncido. Por un instante permaneció callado, pero enseguida abrió los labios con la intención de responder al estudiante. No llegó a hacerlo. Un ruido bronco, áspero, insoportable, llenó la estancia.

Lebendig cerró la boca y se precipitó hacia el balcón. Apenas abrió la puerta, los sonidos que procedían de la calle se convirtieron en opresivos. Se apoyó en la barandilla y, rígido, como si evitara caer en el vacío, miró hacia abajo.

Ludwig y Eric apenas tardaron unos instantes en reunirse con él. La calle, generalmente silenciosa y aislada, se había convertido en un hervidero de uniformes pardos y banderas rojas con un círculo blanco en su centro, en el que destacaba la cruz gamada. Taconeaban los adoquines de manera rítmica, poderosa, violenta, y, al mismo tiempo, entonaban un himno en el que anunciaban que iban a acabar con la reacción de las derechas y con el frente rojo, y que para conseguirlo contaban incluso con el apoyo de los camaradas que ya habían muerto.

No hubiera podido decir Eric cuánto tiempo estuvieron deslizándose aquellas interminables filas pardas por la calzada apenas iluminada por la luz mortecina de las farolas. Sin embargo, cuando finalmente el último nacional-socialista dobló la esquina de la calle y se perdió siguiendo a sus compañeros por la avenida de la izquierda, aquella canción seguía sonando en sus oídos y en su mente, anunciándole que estaba a punto de empezar una nueva era.

XV

Eric intentó abrirse camino, pero no tardó en descubrir que semejante deseo no podía traducirse en realidad. La gente abarrotaba la Heldenplatz y el Ring de tal manera que el simple hecho de moverse resultaba totalmente imposible. Eran decenas de miles de personas, pero parecían las distintas células de un solo organismo, de un cuerpo único que se moviera al unísono. De lugares que el estudiante ni siquiera podía imaginar habían emergido para ocupar calles y plazas, paseos y avenidas. Ahora, borrachos de entusiasmo, saludaban brazo en alto a aquel hombre que sólo hacía unas horas había aterrizado en Viena.

Mientras intentaba respirar, oprimido por aquella inmensa masa de gente, Eric recordó la conversación que Ludwig y él habían mantenido con Karl Lebendig tan sólo un día antes. No se había equivocado el escritor. El 11 de marzo, Himmler había llegado a Viena con la única intención de organizar las detenciones de todos los que pudieran oponerse a los nacional-socialistas. El 12, después de comer, Hitler había cruzado la frontera de Austria para llevar a cabo uno de sus más anhelados sueños: la conquista del país en el que había nacido. En primer lugar, se había dirigido a Linz, la ciudad en la que había pasado buena parte de su infancia. A juzgar por lo que se escuchaba en las más variadas emisoras de radio, los austríacos habían recibido a su paisano totalmente enfervorizados. Se hubiera dicho que llevaban años, hasta décadas, esperando su regreso y que, una vez que éste había tenido lugar, la felicidad había irrumpido en sus vidas como un torrente. Ahora, en la tarde del 14 de marzo de 1938, el aeroplano de Hitler había tomado tierra en Viena y el recibimiento aún había resultado más entusiasta.

Aunque en las jornadas anteriores los camisas pardas habían ocupado todos los edificios oficiales y no habían dejado de marchar por las calles, Eric no pensaba que pudieran apoderarse de Viena de aquella manera. Sobre todo, lo que no podía entender era cómo la ciudad se había transformado en una inmensa marea humana que sólo sabía -y quería- aclamar a Hitler. Durante toda su vida, Eric había residido en el campo, donde la gente podía sumarse a una procesión o a una fiesta, pero no a una manifestación política. Su llegada a la capital no había cambiado, en absoluto, esa percepción de la realidad. Era cierto que no había contemplado en ningún momento a multitudes en pos de una imagen, pero las iglesias solían llenarse los domingos y lo mismo podía decirse del Prater o del Ring, sin que los motivos estuvieran nunca relacionados con ningún partido. Ahora, empero, daba la impresión de que Viena había rasgado las vestiduras que cubrían su corazón y que éste, ya desvelado, era rojo con un círculo blanco en el que resplandecía la cruz gamada.

Quizá lo mejor que podía hacer ahora era esperar a que terminara aquel acto de masas y la gente se marchara a su casa. Sí, eso es lo que iba a hacer, y luego se dirigiría al piso de Lebendig. Apenas acababa de llegar a esa conclusión, cuando la muchedumbre que lo rodeaba se vio sacudida por una fuerza tan sólo semejante a la electricidad. Escuchó entonces algunas voces que gritaban: «Er ist! Ist er der Führer!» y antes de que pudiera darse cuenta cabal de lo que acontecía los brazos de los presentes se irguieron rígidos trazando el saludo romano, a la vez que de miles de gargantas surgía un rugido que gritaba: «Heil!».

Hasta ese momento, Eric tan sólo había sentido desconcierto e incomodidad. Sin embargo, ahora la curiosidad se apoderó de él. Conteniendo la respiración, se empinó sobre la punta de sus pies e intentó contemplar lo que estaba sucediendo. Entonces lo vio.

Se acercaba en un coche descubierto, de pie al lado del conductor, vestido con un impermeable y tocado con una gorra militar. Rígido como una estatua, su brazo derecho estaba echado hacia atrás hasta el punto de que los nudillos casi rozaban el hombro. De repente, bajó la diestra, la llevó hasta el pecho y nuevamente la desplegó trazando el saludo romano. Un coro ensordecedor de gritos acogió aquel gesto, mientras el automóvil pasaba ante Eric. Era rechoncho, de estatura media y gesto adusto, y el estudiante no pudo dejar de preguntarse lo que las gentes podían ver en aquel hombre que a él sólo le ocasionaba una desagradable sensación de frío.

Durante un rato, aquel cuerpo formado por miríadas de brazos alzados y gargantas fanatizadas se mantuvo compacto. Luego, como si obedeciera a una orden que nadie, salvo aquellos adeptos, podía escuchar, se deshizo con una extraña celeridad. Cinco, ocho, doce minutos y la calle quedó sembrada de banderitas de papel, de guirnaldas caídas y de restos de mil materiales que Eric no pudo identificar. Mientras los grupos se deshilachaban perdiéndose por esquinas y callejas, el estudiante experimentó un sentimiento opresivo de soledad, como si el mundo entero huyera hacia un lugar adonde él no podía marcharse. Un sudor frío comenzó a deslizarse por su espalda y entonces, apenas hubo dado unos pasos, apoyó las manos en un muro para no caer. Inspiró hondo, pegó la espalda contra la pared y cerró los ojos. Permaneció así unos instantes a la espera de recuperar la calma, pero no lo consiguió del todo. Al final, cuando sintió que su respiración volvía a ser casi normal, abrió los párpados y reemprendió el camino.

Salvo algunos grupos reducidos con los que se cruzó, hubiera podido pensar que Viena estaba desierta. No conservaba la ciudad la alegría, el bullicio, el ánimo que habían sido normales hasta ese momento. Tan sólo se veía en sus calles residuos, deshechos, detritus de aquella manifestación del triunfo del nacional-socialismo.

Eric necesitó casi una hora para llegar a la casa de Lebendig. Se sentía menos aturdido, pero su mente y su corazón estaban rebosantes de las imágenes que había contemplado. En su memoria se agolpaban esvásticas y brazos alzados, gritos y aclamaciones, niños enfervorizados y mujeres enloquecidas, jóvenes entusiasmadas y hombres que lloraban de emoción. Cruzó el umbral y a grandes zancadas salvó el espacio que le separaba de la portería. La puerta estaba entreabierta, como siempre, pero ya no se veía la bandera roja e incluso tuvo la sensación de que faltaban muebles.

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[1] ¡Es él! ¡Es el Führer!

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