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– Pero eso es una estupidez… -protestó Eric.

– No, muchacho, no -respondió Lebendig-. Es una maldad, pero no una estupidez. Lo que buscan es convertir a todos en seres iguales, cortados por el mismo patrón, pensando y diciendo las mismas tonterías sobre el socialismo y la nación, la raza y la sangre. Muy pronto te obligarían a realizar pinturas llenas de muchachos rubios y altos, o a dibujar carteles con judíos monstruosos, como los del periódico que te dio Sepp, y cuando vieran que no encajas en el mundo feliz y maravilloso que pretenden crear, te aniquilarían.

Eric agachó la cabeza, abrumado por las palabras que acababa de escuchar. Le costaba creer lo que decía su amigo, pero algo en su interior, algo que no lograba identificar con exactitud, le gritaba a voces que todo era cierto.

– Posiblemente irían a por ti antes de lo que tú piensas -continuó Lebendig-. Le quitaste una chica a un camisa parda y esas cosas no se perdonan. Sí, sí, no me mires de esa manera. En las revoluciones siempre hay gente que aprovecha la ocasión para ajustar cuentas y llevar a cabo venganzas personales. En 1919 viví la revolución en Baviera y te sorprendería saber cuántas personas inocentes fueron detenidas, e incluso fusiladas, por motivos como no haber querido acompañar a alguien al baile en el pasado, o haber despedido a un holgazán o, simplemente, poseer unos zapatos demasiado bonitos. El odio y la envidia se envolvieron en una bandera, por supuesto, pero no dejaban de ser odio y envidia. Márchate, Eric, y llévate a Rose. Sois muy jóvenes, pero tenéis talento y podréis salir adelante en un mundo bien distinto de éste.

El estudiante se guardó el sobre con gesto lento y triste. Ciertamente no quería desairar a Lebendig. pero no terminaba de ver las cosas con claridad.

– Junto con los billetes -añadió el escritor- va una dirección de Zurich. Es la de un orfanato, con cuyo director tengo una antigua amistad. Le pido como favor personal que os ayude y estoy seguro de que lo hará; y ahora… ahora creo que es mejor que nos despidamos.

– Pero… pero… tú eres mi amigo -dijo Eric con la pena oprimiéndole el pecho-. No quiero… no puedo dejarte aquí…

– Precisamente porque eres mi amigo -respondió Lebendig-, subirás a ese tren. Si todo sale bien, nos encontraremos un día en Suiza.

Eric quiso protestar, decir que no volverían a verse si seguía en Viena pasado mañana, insistir en que no encontraba sentido al acto de arriesgar la vida por una persona que moriría en pocos días. Lebendig no se lo permitió. Con gesto suave, alzó la palma de la mano derecha a la altura del pecho, como si así pudiera detener cualquier palabra que le fuera dirigida.

– Aún debes hablar con Rose y se te hace tarde. Ve con Dios, Eric, ve con Dios.

XIX

Eric abandonó la casa sumido en un mar de sensaciones confusas y dolorosas. En tan sólo unos minutos había contemplado cómo Lebendig quemaba un pasado que había sido grato y apasionante, cómo le anunciaba la muerte segura de una mujer sugestiva y hermosa, y cómo le informaba de que iba a permanecer a su lado, aunque eso significara con casi total seguridad la desaparición en algún campo de concentración de las SS. Todo aquello resultaba de por sí demasiado fuerte como para no sentirse abrumado. Sin embargo, como si fuera poco, a ello se sumaba la sugerencia imperativa de Karl de que tomara al día siguiente un tren con destino a Suiza, so pena de verse digerido por aquel viento de desgracias relacionado con el triunfo de Hitler y en el que, dicho sea de paso, nadie parecía reparar, aparte del escritor.

Durante un par de horas, vagó sin rumbo, quizá deseando que sus pasos multiplicados y continuos lo alejaran de aquel universo, que había resultado grato y maravilloso pero que ahora se había convertido en peligroso y letal. Sin embargo, el peso de la costumbre, que tanto influye en los actos humanos, le orientó sin percatarse de ello hacia la cálida pensión donde dormía. De hecho, acababa de levantar la mirada de los adoquines de la calzada cuando sus ojos se deslumbraron con la luz redonda y amarilla de la farola situada enfrente del negocio de Frau Schneider. Se trató tan sólo de una fracción de segundo, pero apenas se había llevado la mano a los párpados para convertirla en una visera contra los impertinentes rayos, escuchó un rumor de voces animadas que brotaban del interior del portal y, siguiendo la llamada del instinto, corrió a ocultarse en las sombras que se descolgaban de la esquina.

Oculto en una penumbra negra y espesa, aguardó con la respiración contenida a que las palabras se convirtieran en personas y entonces pudo contemplar a un grupo de cuatro camisas pardas. Parpadeó, en parte, por la sorpresa y, en parte, por el deseo de aclarar la visión y, acto seguido, pegó la espalda contra la pared como si deseara que los ladrillos lo abrazaran ocultándolo de cualquier peligro. Así, los vio alejarse en medio de un juego de noche y niebla que, ocasionalmente, arrancaba brillos charolados de sus botas y correajes o, por el contrario, les confería un aspecto espectral.

Esperó todavía un buen rato a que cualquier sonido procedente de los camisas pardas se desvaneciera del todo y luego, mientras maldecía la potencia luminosa de la farola, se encaminó hacia el portal.

Extremando el sigilo, subió las escaleras todo lo rápidamente que pudo. Sin embargo, cuando, por fin, llegó ante la puerta de la pensión, le asaltaron las dudas sobre si debía o no llamar. ¿Y si alguno de los camisas pardas se hubiera quedado esperándole? Por un momento, dejó la mano suspendida en el aire sin atreverse a tocar el timbre, pero llegó a la conclusión de que podría correr escaleras abajo con la suficiente rapidez, si se daba esa circunstancia.

Las cejas de Frau Schneider se convirtieron en sendos semicírculos al verle en el umbral.

– Herr Rominger -dijo con voz apagada y, a continuación, le agarró de un brazo, tiró de él hacia el interior y cerró la puerta.

– Han venido a buscarle hace un rato -exclamó en susurros apresurados y tensos-. ¿Es usted judío? ¿Quizá comunista?

– No, Frau Schneider. Soy católico y ario -respondió el muchacho en voz baja, e inmediatamente lamentó haber dado aquella explicación.

La mujer parpadeó sorprendida y dijo:

– No, si usted me parecía una buena persona, pero como vinieron a buscarlo…

Sí, claro, pensó Eric con amargura, si aquellos bárbaros habían venido a buscarle es que no era de fiar. ¡Dios santo! ¡Hasta la buena de Frau Schneider se había contagiado de aquella manera de pensar! ¿Acaso se había vuelto loca la gente en Viena?

– Verá, he venido a recoger algunas cosas, porque tengo que salir de viaje -dijo, e inmediatamente se arrepintió de haber dado aquella información a la mujer.

– ¿Muy lejos? -preguntó Frau Schneider, aunque, a decir verdad, no parecía que lo hubiera hecho con segundas intenciones.

– No -respondió Eric con la mayor seguridad que pudo fingir-. Salgo esta noche y estaré fuera el fin de semana. Me voy al campo a dibujar algunos apuntes del natural.

– ¡Ah, claro! -dijo la mujer, como si se le hubiera quitado de encima un peso.

El estudiante se dirigió hacia su habitación y, apenas encendió la luz, se percató de lo difícil que iba a resultarle abandonar las pequeñas cosas que hasta ese momento habían llenado su vida de placeres diminutos pero intensos. Lápices, libros, papeles, fotos… todo se ofrecía ante él tentador, pero era consciente de que sólo podía conservar una parte. Al principio, intentó seguir un criterio de utilidad y guardar únicamente lo que le resultara indispensable. Sin embargo, ¿qué es lo más necesario para un joven estudiante de Bellas Artes? ¿Calcetines o poesías? ¿Camisas o cuadernos? ¿Pantalones o gomas de borrar?

Por un momento, consiguió ir llenando una bolsa pequeña con un par de mudas y algunas camisas pero, de repente, comprobó que tenía que optar entre un libro y un jersey. Sostuvo cada uno de los objetos en una mano y los miró alternativamente vez tras vez y entonces, de repente, rompió a llorar. Sin soltar los calcetines y el libro, se dejó caer en la cama. ¿Por qué? ¡Cielo santo! ¿Por qué tenía que sucederle todo aquello? Él sólo quería pintar, dibujar, crear.

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