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Los dos estudiantes habían esperado ver sellos o fotografías, incluso recortes de periódico, en aquel tomo, pero lo que contemplaron fue una sucesión ininterrumpida de papeles manuscritos. En ocasiones, se trataba de una pequeña firma trazada sobre una tarjeta de visita; en otras, era una carta. Incluso les pareció descubrir algún documento con membrete oficial.

– Cuando era joven me aficioné a la grafología -dijo Lebendig, mientras pasaba las páginas-. Es una ciencia maravillosa que permite analizar la personalidad de la gente examinando su escritura. Llegó a interesarme tanto que incluso asistí en Suiza a algunas clases de las que daba el profesor Max Pulver, un verdadero maestro.

– ¿Quiere decir que puede saber cómo es alguien con sólo ver su letra? -indagó Rose.

– Sí, por supuesto -respondió Lebendig-. ¡Ah, aquí está una de las firmas de ese personajillo al que Sepp gusta de llamar «nuestro Führer». Una memoria excepcional. Trazo enérgico, sin duda, pero también despiadado. Sería capaz de matar a cualquiera con tal de obtener sus propósitos y por lo que se refiere a la verdad… Fijaos en su firma. No es posible leerla. Sólo Dios y él saben realmente lo que pretende, pero aun así no cabe esperar nada bueno de alguien tan desalmado.

Lebendig pasó un par de páginas más y añadió:

– Ésta es la firma de Lenin. Tenía tan pocos escrúpulos por la vida humana como ese Hitler que nació en Austria y está empeñado en ser alemán. En sus buenos años Lenin fue el responsable de la muerte de millones de personas, pero siempre he creído que si permitimos a Hitler salirse con la suya podrá competir muy ventajosamente con él por el dudoso título de carnicero mayor de la Historia.

Eric escuchaba estupefacto las palabras pronunciadas por su amigo. Desde el mismo día en que lo había conocido tras la entrada de los camisas pardas en el café lo había considerado como un ser excepcional, pero lo que decía ahora… Bueno, casi parecía como si estuviera dotado de unos poderes mágicos que le permitieran leer el alma de una persona en la tinta, de la misma manera que otros lo hacen recurriendo a las cartas o a los posos del café.

– Bien -dijo Lebendig, deteniéndose en su trayecto a través de las páginas del álbum-. Aquí tengo algunas líneas escritas por Tanya. Fijaos en cómo liga las diferentes letras. Es un signo de una memoria notable y de una extraordinaria capacidad para relacionar las cosas entre sí. Además… sí, aquí está… se trataba de una persona apasionada, inteligente… y muy segura de sí misma.

– Debió de ser una mujer excepcional -dijo Rose.

– Sin duda. Y supongo que lo sigue siendo -comentó Lebendig-, aunque la verdad es que hace algún tiempo que no la he vuelto a ver.

– Es una colección extraordinaria, Herr Lebendig -dijo Rose, que no deseaba provocar ningún pesar al escritor volviendo a hablarle de Tanya-. Imagino que su valor debe de ser incalculable.

– Seguramente lo es -respondió Lebendig-. Llevo más de veinte años comprando y consiguiendo firmas de gente conocida, o menos conocida pero interesante. Aquí están reyes, políticos, artistas, sufragistas, e incluso pervertidos y criminales. Mirad esta carta.

Durante las dos horas siguientes Lebendig continuó hablando de grafología y luego, cuando pensó que el interés de sus visitas disminuía, comenzó a relatarles lo que sabía sobre la estancia de Rilke en Toledo, y sobre su propio viaje a la Rusia de los bolcheviques, y sobre lugares y comidas que ninguno de los dos jóvenes habían oído mencionar jamás.

– Temo que se nos va a hacer tarde, Karl -dijo Eric con cierto espanto en la voz, tras reparar accidentalmente en la posición de las manillas de su reloj-. Rose tiene que estar en casa antes de la nueve…

– Sí, claro, como debe ser -reconoció el escritor-. Lo mejor será entonces que os marchéis.

La muchacha lanzó a Eric una mirada capaz de fulminar a cualquiera, pero guardó silencio.

Lebendig se levantó del sofá y sus dos invitados hicieron lo mismo. En unos instantes, Rose y Eric cruzaron la distancia que se extendía hasta el umbral del saloncito y se adentraron por el corredor. El escritor permitió que llegaran hasta la puerta de la calle y entonces dijo con voz fuerte:

– Eric, por favor, ¿podrías venir un momento?

Preguntándose lo que quería el escritor, el muchacho desanduvo el camino y regresó a la estancia donde habían pasado la tarde. Apenas había entrado en ella, Lebendig le agarró por el brazo y tiró de él.

– Escucha bien lo que voy a decirte y no me interrumpas -susurró Lebendig.

Eric asintió con la cabeza sin despegar los labios.

– Bien -dijo Lebendig en voz baja-. No se te ocurra decir una sola palabra contra Sepp…

El estudiante abrió la boca para protestar, pero el escritor le hizo un gesto con la mano imponiéndole silencio.

– Sé mejor que tú que sólo es un majadero fanatizado estúpidamente con Alemania y su Führer. Lo sé, pero si se lo dices a Rose será como si la estuvieras llamando estúpida a ella por haberse sentido atraída hacia un tipo así, y si hay algo que las mujeres no soportan es que se les diga o se les dé a entender siquiera que son tontas. Por lo tanto, si lo que quieres es que esa muchacha se interese por ti, no debes decir ni una palabra negativa sobre Sepp. ¿Entendido?

El estudiante asintió con la cabeza.

– Estupendo -dijo Lebendig-. Otra cosa más. Rose es una muchacha muy sensible y le encanta la poesía, así que te he escrito una para que se la des.

Mientras pronunciaba estas palabras, el escritor sacó un papel doblado de su pantalón y se lo metió a Eric en el bolsillo de la chaqueta.

– Tendrás que copiarlo con tu propia letra, por supuesto, pero no creo que te resulte difícil hacerlo, porque lo he escrito con bastante claridad. Procura escoger el mejor momento para dárselo. Por ejemplo, podrías hacerlo durante un paseo por el Prater…

– La… la verdad es que no sé que decir, Karl -musitó Eric, abrumado por lo que acababa de escuchar.

– No tienes que decir nada, muchacho -respondió el escritor-. Bastará con que hagas las cosas bien y no digas una sola palabra sobre ese necio que cree haber visto la luz en una reunión de camisas pardas en Aquisgrán. ¡Ah, espera!

Lebendig sacó un volumen de una estantería y se lo dio al muchacho.

– Es un ejemplar de uno de mis libros dedicado a Rose.

No esperó Lebendig a que el estudiante dijera una sola palabra. De una zancada se acercó hasta el corredor y gritó:

– Discúlpanos, Rose. Había olvidado darle una cosa a Eric.

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Eric debería haberse metido en la cama nada más cenar en la pensión, pero las experiencias vividas aquella tarde le habían creado tal estado de ánimo que le resultó imposible dormir. Decidió, pues, aprovechar el tiempo copiando la poesía de Lebendig. Se trataba de un texto breve, aunque muy hermoso, pero lo que más le llamó la atención no fue su contenido sino la letra con que se hallaba trazado. Si había entendido bien lo que había escuchado al escritor aquella tarde, también Lebendig era un hombre dotado de buena memoria y de una notable capacidad para relacionar ideas. Mientras observaba la poesía que había redactado para que se la diera a Rose, Eric se preguntó qué había podido separar a Lebendig de la mujer a la que amaba. No era un experto en poesía, ni siquiera un aficionado, pero coincidía con Rose en que las Canciones para Tanya rezumaban un amor profundo y hermoso, difícil de comparar con el que normalmente se da cita bajo el sol.

– La tuvo que querer mucho -le había comentado Rose esa tarde nada más salir a la calle-. Hace tiempo que no sabe de ella, pero se nota que sigue enamorado, que la quiere, que se emociona hablando de cómo era.

– A mí lo que me parece más importante es que le escribiera poesías -había dicho Eric, intentando prepararse el próximo paso en su camino hacia conseguir el amor de Rose.

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