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– Tú debes de ser Rose -dijo, mientras ayudaba a la muchacha a quitarse el abrigo y lo colgaba en el perchero de la entrada-. Eric me ha hablado mucho de ti y veo que no le faltan motivos.

La muchacha agradeció el cumplido con una sonrisa pero el rostro de Sepp presentaba un aspecto totalmente avinagrado cuando el escritor le tendió la mano.

– Tendréis que perdonarme por el desorden de la casa -dijo en tono de disculpa Lebendig, mientras abría el camino a lo largo del pasillo-. Vivo solo y, aunque viene una asistenta de vez en cuando, mantener una casa en orden con más de siete mil libros no es nada fácil…

La mención del número de volúmenes que poseía provocó en Rose una emoción que se vio rápidamente aumentada cuando entró en el saloncito. Eric captó que el gran sofá en forma de L estaba despejado por completo y que sobre la mesita descansaba un servicio de té de una delicada belleza. Persistían algunos montones de libros en el suelo pero, en general, podía decirse que la habitación estaba bastante más limpia que de costumbre e, incluso, casi ordenada.

– Sentaos, sentaos -dijo Lebendig, mientras señalaba el sofá con gesto amable-. No suelo recibir visitas y así está todo.

Eric ocupó enseguida un lugar, pero Rose se aproximó a una de las estanterías y paseó la mirada sobre los apretados volúmenes. En apenas unos instantes comprobó que aquellas masas de libros reunían algunos de los nombres que, desde hacía tiempo, ocupaban sus horas de lecturas más placenteras. Rilke, Hofmannstahl, Zweig, Roth… todos estaban allí.

– Puedes ojearlos si quieres -dijo Lebendig cordialmente.

– ¡Oh, gracias! -respondió la muchacha, mientras alargaba el brazo para sacar un libro de la estantería.

– ¡Pero si está dedicado por Rilke! -exclamó Rose emocionada al pasar la primera página-. «A mi buen amigo, el maestro en poesía Karl Lebendig…». Caramba, ¿de verdad es usted amigo de Rilke?

– Hubo una época en que nos veíamos bastante -dijo con modestia Lebendig-. A los dos nos gustaba mucho Rodin. En realidad, nos conocimos en su casa.

– ¿Ha estado usted en Francia? -preguntó Rose totalmente entusiasmada.

El escritor estaba a punto de responder, cuando sonó bronca la voz de Sepp.

– ¿Es usted judío?

VIII

Las palabras de Sepp provocaron en el pecho de Eric una sensación insoportable de peso. ¿A qué obedecía aquella pregunta? ¿Qué era lo que pretendía el amigo de Rose? Seguro que no se trataba de nada bueno…

Lebendig, por el contrario, no pareció alterado en lo más mínimo. En realidad, su rostro habría presentado el mismo aspecto si le hubieran preguntado la hora o el tiempo que hacía en la calle.

– Sí -respondió Lebendig-. He estado en Francia varias veces, y no, no soy judío. Bueno, ¿tomamos un té? Al que no le guste puedo ofrecerle café.

Rose se sentó en el sofá sin soltar el libro de Rilke y lo hizo, sin darse cuenta, al lado de Eric. Sepp torció el gesto e, incómodo, se buscó un sitio. Durante unos instantes, mientras Karl vertía el té en las tazas, reinó un silencio absoluto.

– Ha viajado mucho, Rose -dijo finalmente Eric, forzando una sonrisa-. No puedes hacerte idea de los lugares que conoce. Ha estado en Oriente, en Rusia, en América… bueno, ni te lo puedes imaginar.

– ¿Es así, Herr Lebendig? -preguntó la muchacha con una sonrisa.

El escritor la contempló un instante antes de responder. Sí, era más que comprensible que Eric se hubiera enamorado de ella. Se trataba de una joven delicada, agradable, con un rostro hermoso y, sobre todo, se encontraba dotada de una simpatía armónica, que parecía desprenderse de cada uno de sus movimientos.

– Eric es muy generoso, Rose -respondió Lebendig-, pero sí, he viajado un poco por ahí…

– Yo también he viajado por ahí -le interrumpió Sepp.

Rose dirigió una mirada de tajante desaprobación a su acompañante, mientras los ojos de Eric se abrían como platos. Lebendig, sin embargo, no pareció incomodarse por aquella impertinencia. Por el contrario, sonrió y dijo:

– Eso es fantástico, Sepp. ¿Dónde has estado?

– En Alemania -respondió Sepp con una sonrisa triunfal-. Todo lo que sucede allí desde hace años es extraordinario.

– Sin duda -concedió Lebendig, frunciendo ligeramente el entrecejo-. ¿Fuiste con tus padres?

– No, por supuesto que no -contestó el muchacho con un claro tinte de orgullo en la voz-. Viajé con unos camaradas. Estuve en Berlín, claro, y en Aquisgrán.

– Aquisgrán, sí, claro -musitó el escritor, como si encontrara una especial coherencia en aquella información.

– No deseo ser descortés, Herr Lebendig -continuó Sepp-. Además, debo disculparme por haberle preguntado…

– … si soy judío -concluyó la frase Lebendig.

– Sí, exactamente. Le ruego que me perdone. Nunca debió pasárseme una cosa así por la cabeza. Usted… usted es una persona educada, culta…

– … y por eso es muy difícil que pueda ser judío -volvió a completar la frase Lebendig-. Bien, ¿y qué fue lo que te gustó del III Reich?

El rostro de Sepp se vio iluminado por una amplia sonrisa al escuchar la manera en que el escritor se había referido a Alemania.

– Herr Lebendig -respondió Sepp-. En Alemania comprendí que Austria no es sino un trozo de la patria alemana. No se trata sólo de que hablemos la misma lengua. No, es mucho más. Tenemos un pasado común y, sobre todo, una sangre común, la sangre aria. En los últimos cinco años Alemania ha recuperado su alma, Herr Lebendig. Nuestro Führer ha empezado una revolución que es, a la vez, socialista y nacional.

– Entiendo -dijo secamente el escritor.

– No existen diferencias de clases en Alemania -prosiguió Sepp-. Todos son hermanos y trabajan en su puesto para devolver a su nación la grandeza que merece por justicia. Tendría usted que ver las calles, las plazas, los cafés… ¡Ah, Herr Lebendig, todo es orden, limpieza, igualdad, fraternidad! Ésos son los resultados de acabar con la morralla, con la chusma.

– Y con los judíos -añadió Lebendig.

– Se les ha puesto simplemente en el lugar que les correspondía -respondió Sepp, asintiendo con la cabeza-. Nadie les ha hecho daño, pero se ha puesto fin a la explotación a que sometían a la nación alemana. Para ellos se acabó el explotar a las pobres gentes. Alemania debe ser para los alemanes.

– Por lo que veo eres un nacional-socialista convencido -dijo Lebendig, mientras sus labios formaban una extraña sonrisa.

– Sí, lo soy, vaya si lo soy -respondió el muchacho-. Alemania por fin está despertando.

– Desde luego hay que reconocer que aprendiste mucho en Aquisgrán -comentó el escritor-. ¿Os apetecería escuchar algo de música?

Rose y Eric dieron un respingo al escuchar la pregunta de Lebendig. Habían asistido en silencio a la conversación que había mantenido con Sepp y no sabían a ciencia cierta qué opinar. Ambos amaban el arte y la belleza, pero no se habían sentido jamás atraídos por la política y todo lo que acababan de escuchar les parecía lejano e incluso incomprensible. El ofrecimiento del escritor les trajo de vuelta a su mundo y ambos respondieron afirmativamente.

– Excelente -dijo Lebendig, mientras se ponía en pie-. De todas formas, podemos seguir charlando mientras oímos algo.

Dio unos pasos hasta un extremo de la habitación y destapó un gramófono en el que Eric no había reparado con anterioridad. Luego se dirigió hacia un espacio situado entre dos de las estanterías del saloncito y comenzó a rebuscar.

– Sí -dijo al cabo de unos instantes el escritor-. Creo que esto servirá.

Luego colocó el disco sobre el plato del gramófono y lo accionó. La música que comenzó a brotar del microsurco negro superaba lo que podía ser descrito con palabras. No era tan vigorosa como la de Beethoven ni tan conmovedora como la de Bach pero resultaba extraordinariamente hermosa. Eric no fue capaz de identificarla, pero tuvo la sensación de que no le resultaba del todo desconocida. Buscó entonces con la mirada a Rose y descubrió que, en su rostro, a un gesto de sorpresa inicial le seguía una sonrisa y que, finalmente, la muchacha se llevaba la diestra a la boca para ahogar una risita. El estudiante se preguntó qué era lo que escapaba a su comprensión. Desde luego, aquella música podía inspirar muchas cosas pero risa…

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