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Había tardado un rato en llegar, lo que, entre otras cosas, le había permitido darse cuenta de que eran varios centenares los que esperaban. Finalmente, ante sus ojos habían aparecido unas mesas alargadas y bastas, sobre las que reposaban cestas llenas de pan y unas ollas inmensas. Una docena de jóvenes poco mayores que él tendían a los indigentes un plato de sopa humeante y una rebanada y, justo cuando el parado recogía la comida, pronunciaban con una sonrisa unas palabras.

No había podido entender Eric lo que decían y precisamente por ello le había picado la curiosidad. De buena gana se hubiera incorporado a la fila, no para que le dieran de aquella sopa, sino sólo por escuchar la fórmula que la acompañaba. Sin embargo, no se le había escapado que un paso semejante habría podido provocar la cólera de los parados hasta el punto de depararle sus insultos e incluso algún bofetón.

Se le había ocurrido entonces que podía acercarse a un par de jóvenes que parecían desempeñar funciones de orden y que se hallaban departiendo amigablemente a un extremo de la mesa. A esa distancia, había pensado, podría escuchar lo que decían a los hambrientos.

Había llegado hasta ellos con la excusa perfecta -la de preguntar por una calle- y apenas se había situado a su altura, el corazón comenzó a latirle a una extraordinaria velocidad. Aquellos rostros le habían resultado conocidos. ¡Oh, vaya si le eran familiares! ¡Pertenecían a dos de los camisas pardas que habían irrumpido en el café el mismo día que había llegado a Viena! Apenas se había percatado de ello, a su izquierda sonó una frase clara e impregnada en una nota de optimismo:

– El Führer pronto estará entre nosotros.

Sin poderlo evitar, se había vuelto Eric hacia el lugar de donde procedía la voz y a tiempo había estado de ver cómo el parado había levantado levemente la mano con la que sujetaba el pan a la vez que decía:

– Heil Hitler.

– ¿Qué quieres, camarada? -había escuchado entonces Eric y, al mover la cara, había descubierto frente a él al camisa parda que había amenazado a Karl con una porra.

Era cierto que no llevaba uniforme y que, vestido de civil, hubiera podido pasar por un dependiente endomingado o un estudiante, pero no le había cabido ninguna duda de que se trataba del mismo personaje.

– Busco la calle…

No terminó la frase porque hasta sus oídos había llegado de nuevo el sonido ritual de «el Führer pronto estará entre nosotros», respondido por el no menos litúrgico «Heil Hitler».

– ¿Qué calle, camarada?

Había dicho una Eric y luego había fingido escuchar las instrucciones que le daba el camisa parda. Al final, tras tartamudear un gracias, se había alejado todo lo rápidamente que había podido de aquel lugar.

Mientras se alejaba y sentía que los ojos de los camisas pardas se le clavaban en la nuca, Eric reflexionó acerca de la especial astucia de los nacionalsocialistas. A diferencia de lo que había sucedido en Alemania antes de su llegada al poder, en Austria eran ilegales y sólo de tarde en tarde se les podía ver uniformados y asaltando algún lugar. Sin embargo, eso no significaba que estuvieran inactivos. De momento, resultaba obvio que estaban aprovechando el hambre de millares de personas para anunciarles la buena nueva de que Hitler pronto llegaría al país para redimirlos de sus males.

Si Eric hubiera sido un muchacho interesado por la política, aquel episodio no sólo habría acabado con sus cabriolas sino que le habría llevado a pensar más a fondo sobre lo contemplado, pero al estudiante la política le resultaba indiferente y si aquella noche le había costado dormirse, no se había debido a los seguidores de Hitler, sino a su adorada compañera de curso. A causa de la emoción nacida de las recientes expectativas, Eric había padecido serias dificultades para conciliar el sueño y antes de que fuera la hora de levantarse había saltado de la cama, como si así pudiera adelantar el momento de encontrarse con su amada. Se había lavado, vestido y desayunado más deprisa que nunca y, presa de una euforia incontenible, se había encaminado hacia la Academia de Bellas Artes.

Hasta entonces, su comportamiento en el interior de aquel edificio siempre había resultado prudente y comedido, pero aquel día entró corriendo y corriendo cubrió el camino que llevaba al aula. Se encontraba cerrada y, mientras esperaba a que la abriera un bedel, estuvo recorriendo el pasillo una y otra vez. Se había sorprendido el conserje al ver a aquel alumno tan madrugador y por un instante incluso había pensado en someter a un riguroso examen la bolsa de libros y el cartapacio del estudiante. Si al final no lo había hecho, se había debido a que el aspecto de Eric era lo más alejado al que hubiera podido presentar un delincuente.

Había esperado un buen rato a que llegara otro alumno a la clase y después otro y otro más. Cuando finalmente la muchacha de los cabellos castaños había hecho acto de presencia en el aula, la impaciencia de Eric se había transformado en una aceleración desbocada del corazón. Había aguardado a que llegara a su sitio habitual y entonces se había levantado de su asiento para acercarse hasta ella.

– Buenos días -había dicho, mientras sentía que seguramente hasta en la calle debían de estar oyendo los latidos de su corazón-. Tengo una sorpresa para ti.

La muchacha no había parecido entusiasmada por aquellas palabras pero, aun así, le dirigió una mirada atenta.

– Estuve ayer viendo a mi amigo, el escritor Karl Lebendig -había dicho, recalcando la palabra «amigo»-. Nos ha invitado a visitar su casa el viernes y…

– ¿Qué está diciendo éste, Rose? -había intervenido entonces una voz poco amigable.

Eric había dirigido la mirada hacia el lugar del que procedía la pregunta y sus ojos habían chocado con los del inaguantable muchacho rubio. En otras circunstancias, aquel individuo, que casi le sacaba veinte centímetros de estatura y que le contemplaba con mirada de pocos amigos, le habría intimidado, pero en esos momentos Eric se sentía especialmente fuerte. Incluso temerario.

– ¿Te interesa la literatura? -había dicho con un no poco habitual dominio de la situación-. Lo digo porque podrías acompañarnos a ver a un escritor realmente importante.

El recién llegado había sentido una poderosa tentación de propinar un empujón al estudiante que lo enviara al otro extremo del aula. ¿Quién se había creído que era aquel pequeñajo para decirle que «podía» acompañarles? Aún estaba pensando donde asestarle el golpe, cuando la muchacha había dicho:

– Sí, Sepp. Es una buena idea. Vente con nosotros.

Aquel «vente con nosotros» había molestado aún más al tal Sepp, que no veía razón alguna para permitir que semejante renacuajo se interpusiera en su relación con la muchacha. Le hubiera encantado decirle que no tenía la menor intención de ir a ninguna parte con ese idiota canijo y que, además, ella tampoco lo iba a hacer. Sin embargo, ya tenía la suficiente experiencia con chicas como para saber que actuar de esa manera seguramente sólo hubiera servido para colocarle en mala posición. Y así fue como los tres habían llegado aquella tarde de viernes ante la puerta del piso de Karl Lebendig.

Eric llamó al timbre con una apariencia de seguridad similar a la que tiene el que entra en su propia casa. Sin embargo, mientras lo hacía, por su mente revoloteaban como dardos de pesimismo algunas desagradables posibilidades. ¿Y si a Lebendig se le había olvidado la invitación y no se encontraba en casa? ¿Y si su desordenadísimo habitáculo causaba en la muchacha una reacción negativa? ¿Y si al final Sepp aprovechaba aquella ocasión para burlarse de él y asegurarse para siempre, siempre, siempre, a la muchacha? Todo aquello y mucho más le cruzó la cabeza y, por primera vez, dudó de la sensatez de sus maniobras.

– ¡Ah, ya estáis aquí -dijo Lebendig al abrir la puerta, y el sonido amable de su voz trajo a Eric de regreso del universo de las inquietudes-. Pasad, pasad, os estaba esperando.

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