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– No tengo la menor intención de dar un solo chelín para ese compatriota trastornado que se llama Adolf Hitler.

II

Pronunció aquellas palabras en el mismo tono de voz con que podía haber pedido un café o preguntado la hora. Sin embargo, resonaron en el interior del Café Central como un trallazo. De hecho, Eric pudo ver cómo los clientes abrían los ojos igual que si fueran platos e incluso alguna mujer sacaba un pañuelo y lo mordía con gesto de auténtico pavor. Entre los camareros, el calvo había comenzado a enjugarse el copioso sudor con una impoluta servilleta, lo que, se viera como se viera, no dejaba de ser una gravísima incorrección en un establecimiento como aquel.

Los camisas pardas también las habían escuchado y, tras un primer momento de estupor, comenzaron a aproximarse con pasos inseguros hacia la mesa. No dijeron una sola palabra, pero bastaba con ver sus rostros para imaginarse lo que iba a suceder.

– Bien mirado, el que naciera en Austria es una suerte -dijo el hombre que había estado escribiendo, a la vez que los encamisados formaban una especie de media luna en torno a la mesa-. Aquí no le hizo nadie caso y tuvo que marcharse a Alemania.

El que parecía el jefe apretó la mandíbula como si deseara triturar entre los dientes la cólera que le corroía. Con un gesto repetido seguramente en centenares de ocasiones, empezó a golpearse la palma de la mano izquierda con el extremo de la porra.

El corazón de Eric latía con tanta fuerza que hubiera jurado que chocaba directamente contra la tabla del pecho. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué pretendía con exactitud? ¿Acaso no se había dado cuenta de la catadura moral de aquellos sujetos de camisa parda?

– Dios quiera en su infinita misericordia que no regrese jamás por aquí -dijo inesperadamente el desconocido, como si intentara proporcionar un colofón a sus provocativas afirmaciones.

El jefe de los camisas pardas avanzó un paso hacia la mesa y Eric cerró los ojos de forma instintiva, porque no deseaba ver cómo le partían la cabeza a aquel extraño cliente. Entonces un sonido agudo, tanto que parecía capaz de taladrar los tímpanos, rasgó el aire. Abrió los párpados y vio que los camisas pardas se habían quedado inmóviles. Hubiérase dicho que un brujo invisible había pronunciado un poderoso conjuro que los había congelado, convirtiéndolos en una simple fotografía de colores desvaídos a causa de la penumbra del local.

Eric parpadeó para asegurarse de que veía bien y no era víctima de alguna ilusión óptica. En ese mismo instante, aquel sonido, metálico e insoportablemente agudo, volvió a arañarle los oídos.

– ¡Es la poli! ¡Es la poli! -gritó uno de los camisas pardas más cercanos a la entrada del café.

– ¡Hay que darse el piro! ¡Rápido! -respondió el jefe del pelotón.

El rostro de Eric avanzó hasta casi golpearse contra las metálicas patas de la mesa en un intento de contemplar mejor aquella escena tan inesperada. Como si temieran que el cielo pudiera desplomarse sobre sus cabezas, los camisas pardas se apresuraron en llegar a la entrada y así evadirse de la acción de la policía. No debían de estar muy acostumbrados a llevar a cabo aquellas retiradas, porque provocaron una aglomeración en la puerta y, a continuación, comenzaron a repartirse patadas y manotazos para abrirse camino. Por un momento, dio la impresión de que no podrían salir pero, de repente, uno de ellos tropezó, cayó al exterior tan largo como era y todos los demás se vieron obligados a saltar sobre él para llegar a la calle.

Mientras notaba un insoportable dolor en las articulaciones, Eric se puso en pie, corrió hacia una de las ventanas situadas a su izquierda e intentó abarcar con la mirada el camino seguido por los fugitivos. Para sorpresa suya, pudo ver que, lejos de mantener algo que se pareciera mínimamente al orden, se habían desperdigado cada uno por su lado, intentando evitar la detención.

¿Cuántos policías llegaron tras aquellos dos pitidos inesperados? No sabría decirlo Eric, pero en cualquier caso estaba seguro de que eran menos que los camisas pardas y, a pesar de todo, éstos no les habían opuesto la menor resistencia. De hecho, corrían con tanta velocidad por la Herrengasse y las calles aledañas que prácticamente habían desaparecido de la vista.

Durante unos instantes, clientes y camareros se mantuvieron sumidos en un silencio absoluto, el mismo que se había creado mientras aquel hombre se permitía no entregar el menor donativo a los ahora huidos. Luego, como si se hubiera producido una extraña explosión, todos comenzaron a dar voces, a agitar los brazos y a intercambiar acaloradas impresiones sobre lo que acababan de vivir. Todos. Bueno, no, todos no. El hombre que había seguido escribiendo durante la primera parte del incidente se había puesto en pie y, tras cerrar su cuaderno y dejar unas monedas sobre la mesa de mármol blanco, había comenzado a caminar hacia la salida.

Si le hubieran preguntado la razón, Eric no habría sabido darla pero, de repente, sintió una imperiosa necesidad de hablar con aquel extraño personaje. Buscó con la mirada el lugar donde había depositado su maleta al entrar en el café y comprobó con alivio que allí seguía, como si estuviera esperándole, tranquila y adormilada. Se aproximó a ella, la agarró, la levantó de un tirón y apretó el paso hacia la salida.

No llegó. El camarero calvo se cruzó en su camino y, mientras se llevaba la diestra al bigote, le dijo con la excepcional cortesía de los vieneses que trabajan en su gremio:

– Servus, su consumición…

Eric sintió que enrojecía hasta la raíz del cabello. No había tenido la menor intención de marcharse sin pagar. Simplemente, es que se le había olvidado con todo aquel jaleo.

– Sí, claro -balbuceó-. Tiene usted toda la razón. ¿Qué le debo?

El camarero calvo dijo una cantidad que Eric rebuscó todo lo deprisa que pudo en sus bolsillos, a la vez que miraba por la ventana para asegurarse de que no perdía la pista del hombre. Cuando, finalmente, logró salir a la calle, ya se había convertido en un punto lejano a punto de doblar una esquina.

Apretó el paso con la intención de acortar la distancia. No tardó en darse cuenta de que no era todo lo fuerte que habría deseado, de que la maleta pesaba mucho más de lo que recordaba y de que el costado comenzaba a dolerle.

Dobló la esquina por la que acababa de desaparecer el hombre y entonces pudo verlo con nitidez a una decena escasa de metros. Se había detenido ante unos cajones de libros situados en la acera. Con gesto de interés, ojeaba uno de los ejemplares. Visto de perfil, se notaba que su abdomen, ceñido con un chaleco rojo, era demasiado voluminoso para su estatura, y que su coronilla había comenzado a clarear. Precisamente, esa ligera gordura y esa calvicie incipiente le conferían un aspecto de sorprendente serenidad. Sí, no parecía muy inquieto a pesar de todo lo que había sucedido.

Eric habría podido alcanzarlo, saludarlo y entablar conversación con él. Sin embargo, en esos momentos se apoderó de todo su ser una insoportable sensación de timidez. De repente, le pareció que lo que estaba haciendo no era del todo lícito, que no tenía ninguna razón para dirigirse a aquel hombre y que, sobre todo, corría el riesgo de que éste le dijera que debía meterse en sus asuntos. A punto estaba de desistir, cuando su perseguido depositó el libro en el cajón del que lo había tomado y reemprendió la marcha. El que se pusiera nuevamente en movimiento y Eric sintiera la necesidad de alcanzarlo fue todo uno.

Lo siguió durante un centenar de metros más hasta que dobló otra esquina. Eric apretó de nuevo el paso y, para alivio suyo, volvió a localizarlo. Estaba ahora detenido ante un comercio donde compró algo que parecía un cartucho de papel. Sí, eso debía de ser, porque había sacado algo del cucurucho y había comenzado a comérselo.

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