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– Sí, claro -había aceptado la muchacha-, lo de la poesía es importante, pero sobre todo se ve que la quiere por la manera en que habla de ella.

– Pues a mí lo de la poesía me parece esencial -había insistido Eric, mientras apretaba en el interior de su bolsillo el papel que le había entregado Lebendig-. A fin de cuentas, hablar… hablar lo hace cualquiera.

– No, Eric -le había contradicho Rose-. Poca gente puede hablar como ese hombre.

Eric había estado a punto de añadir que incluso se podía hablar mucho y ser un perfecto imbécil, como era el caso de Sepp, pero había recordado a tiempo el consejo de Lebendig y decidido mantener la boca cerrada. Así, escuchando las opiniones de Rose sobre el arte, había llegado hasta el portal del edificio donde vivía.

– Bueno -había dicho la muchacha, mientras subía el escalón que llevaba hasta el interior de la casa-. Tengo que darte las gracias por esta velada. De verdad que ha sido fantástica.

– ¿Te… te apetecería salir mañana a dar un paseo…? -había comenzado a preguntar el estudiante, para añadir enseguida-: ¿… por algún lugar bonito… como… como el Prater?

Rose había reflexionado un momento que a su acompañante le había parecido eterno y, finalmente, había dicho:

– Sí, te espero a las once.

El sí de Rose había dejado tan paralizado a Eric que, cuando quiso añadir algo, la muchacha ya había desaparecido, tragada por las penumbras que cubrían el portal.

Cuando llegó el estudiante a la pensión de Frau Schneider, estaba poseído por la sensación de haber ido volando durante el camino de vuelta. Las calles, las casas, las farolas le habían parecido dotadas de una aureola especial, similar a la que desprenden los objetos mágicos que aparecen en los cuentos de hadas. Por lo que a Eric se refería, si sus sensaciones se hubieran correspondido con la realidad nadie habría puesto en duda que se hallaba bajo el influjo de un poderoso, gratísimo e inexplicable hechizo. Sometido a aquel estado, había subido las escaleras de la pensión, entrado en su cuarto tras anunciar que no tenía ganas de cenar e intentado descansar un poco. No lo había conseguido y entonces había decidido copiar la poesía de Lebendig. Así había ido pasando el tiempo y, cuando se había querido dar cuenta, el reloj ya marcaba las tres. Descubrir la hora que era y sentir una inquietud agobiante fue todo uno.

– ¡Dios mío, tengo que dormirme ya! -se dijo, mientras comenzaba a despojarse de la ropa con la intención de meterse en la cama-. Si no me duermo pronto, mañana tendré un aspecto terrible y Rose pensará que soy más feo de lo que soy. ¡Lo que me faltaba! ¡Y, encima, Sepp es más alto que yo!

Logró dormirse, totalmente exhausto, a las cuatro y media de la mañana, y cuando el despertador sonó a las nueve tuvo la sensación de que acababa de echarse en la cama. Se levantó tambaleándose y, tras verter agua en la jofaina, se lavó la cara y las manos y se miró al espejo.

– ¡Aaaaaaah! -gritó espantado-. ¡Si parezco un oso panda! ¡Dios, qué ojeras!

Mientras se arreglaba, pasaron por la mente de Eric las ideas más peregrinas para mejorar su aspecto, pero, al final, decidió no acometer ninguna, por temor a que el remedio resultara peor que la enfermedad.

Cuando salió a la calle, sentía un desagradable peso en la boca del estómago. La falta de sueño y los nervios se unían en su organismo provocándole incluso un ligero mareo; la situación no mejoró cuando se detuvo a comprar unas flores para Rose. Para conservar su lozanía, tuvo que sujetar el ramo erguido y cerca de la cara, y el aroma, lejos de resultarle grato, aún se sumó a la sensación de náusea que le invadía. Cuando llegó a la esquina de la calle donde vivía Rose, Eric se encontraba verdaderamente enfermo, tanto que, de no haber contado con la perspectiva de pasear con la chica de sus sueños, el lugar donde hubiera estado mejor habría sido su cama en la pensión de Frau Schneider.

Llegó al portal justo en el momento en que Rose salía de él. Llevaba un abrigo beige, sobre cuyo cuello se deslizaban sus ondulados cabellos castaños. Sin embargo, a Eric le habría dado lo mismo que la muchacha hubiera ido ataviada con un uniforme de aviador o con un traje de payaso. Situada a unos pasos de él, la contempló tan bella como Botticelli había visto a Venus saliendo del mar.

– Eres muy puntual -dijo Rose con un tono de voz que a Eric le sonó como si fuera un coro de ángeles, y luego añadió:

– Me gusta la gente puntual.

Mientras sentía como se le sonrojaban las mejillas, Eric tendió el ramo a la muchacha.

– Te traje estas flores -dijo con acento tímido-. No sabía tu gusto pero…

– Son muy bonitas, Eric, pero no tenías que haberte molestado.

– No ha sido ninguna molestia -respondió el muchacho-. En realidad, ¿a quién podían adornar mejor esas flores que a ti?

Las cejas de Rose se enarcaron al escuchar aquellas palabras. Hubiera podido esperar muchas cosas de Eric, y de éstas incluso algunas buenas, pero aquella frase poética… bueno, la verdad es que no se le hubiera pasado por la cabeza. Aún se sorprendió más cuando el estudiante le dijo que había escrito algo para ella y así, sumida en el mayor de los estupores, llegó con él hasta la Praterstrasse.

Situada en la zona norte de la denominada Ciudad interior, la Praterstrasse descendía desde el canal del Danubio hasta la plaza Praterstern, un espacio que, como su propio nombre indicaba, tenía la forma de una estrella. En las distintas casas de la calle se habían dado cita algunos de los episodios más hermosos de la historia vienesa, como la redacción del Danubio Azul en el número 54, o la residencia de Joseph Lanner, el gran rival de los Strauss, en el número 28. Sin embargo, aquella mañana Eric no sentía el menor interés por la historia y Rose, que comenzaba a intuir que quizá se había equivocado con su primera opinión sobre el estudiante, tampoco parecía inclinada hacia las curiosidades locales.

El trazado de la Praterstrasse era prolongado pero, sumergidos en una conversación en la que se mezclaban el dibujo, la música y los sentimientos, los dos estudiantes llegaron hasta su conclusión casi sin darse cuenta. Ante ellos se abrió entonces como un astro arquitectónico la Praterstern, cuyos siete brazos eran, en realidad, el inicio de otras tantas avenidas.

Pasaron sin levantar la mirada ante el monumento al almirante Tegetthof, el héroe nacional que había vencido en inferioridad de condiciones a daneses e italianos, y se encaminaron ya directamente hacia el Prater.

– ¿Sabías que «prater» es una palabra española? -dijo de repente Rose, interrumpiendo la conversación que habían mantenido hasta ese momento.

Eric se vio obligado a reconocer que lo ignoraba y que había pensado si quizá su origen no se encontraba en el latín.

– No, no -insistió Rose-. Deriva de «prado». Muchos reyes de la dinastía austríaca de los Habsburgo conocían el español. Lo hablaban Carlos V, que fue rey de España, y su hermano, Fernando I, y Carlos VI y muchos nobles y cortesanos.

– Bueno, yo sabía que en España reinó una dinastía austríaca durante un par de siglos, pero que además nuestros reyes hablaran español…

– España debe de ser un país maravilloso -continuó Rose-. Siempre lo he pesando así y lo que Herr Lebendig contó el otro día no hizo más que confirmar mi opinión. Ahora esa nación se encuentra en guerra pero un día espero poder viajar y ver las pinturas que se conservan en el museo del Prado. Creo que nadie puede aspirar a pintar bien sin haber estudiado a Goya y a Velázquez.

Un bullicio alegre cargado de tonos infantiles interrumpió las palabras de Rose. Acababan de llegar al Prater y ante ellos se extendía una inacabable suma de tenderetes, en los que comerciantes simpáticos y diligentes vendían café, helados y dulces. Criadas, madres y abuelas vigilaban a niños ansiosos de correr y gritar, a la vez que algunas parejas paseaban acompañadas de las oportunas carabinas, generalmente alguna mujer soltera o viuda de la familia.

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