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– Estamos atascados -me susurró de nuevo Sho Velez al oído-. No hay manera de que pase la balsa, y no hay manera de regresar.

La corriente estaba demasiado fuerte para intentar un viaje de regreso. Decidimos que teníamos que encontrar salida. Me di cuenta de que si nos parábamos encima de la balsa podíamos alcanzar el techo de la cueva, lo cual significaba que el agua estaba represada casi hasta el techo. La entrada se parecía a una catedral, y tenía unos quince metros de tamaño. Mi conclusión fue que estábamos encima de un estanque como de quince metros de profundidad.

Atamos la balsa a una roca y empezamos a nadar hacia abajo, buscando movimiento de agua, una corriente. Todo estaba húmedo y caluroso en la superficie, pero muy frío hacia abajo. Mi cuerpo sintió el cambio de temperatura y me asusté, un extraño terror animal que nunca había experimentado. Sho Velez debió haber sentido lo mismo. Chocamos al llegar a la superficie.

– Creo que nos acercarnos a la muerte -me dijo con solemnidad.

No compartía yo ni su solemnidad ni su deseo de morir. Frenéticamente, busqué una apertura. Las aguas de las inundaciones debían haber llevado rocas que formaron la represa. Encontré un agujero de suficiente apertura para que pasara mi cuerpo de diez años. Agarré a Sho Velez y se lo mostré. Era imposible que pasara por allí la balsa. Sacamos la ropa de la balsa, la hicimos una bola y nadamos hacia abajo cargándola hasta que volvimos a encontrar el agujero y pasamos por él.

Terminamos en un tobogán de agua, como los que hay en los parques de diversión. Rocas cubiertas de alga y musgo nos permitieron deslizarnos por una enorme distancia sin hacernos daño. Entonces llegamos a una cueva como catedral, donde continuaba fluyendo el agua hasta el nivel de la cintura. Vimos la luz del cielo al final de la cueva y salimos a pie. Sin decir ni una palabra, extendimos la ropa al sol para que se secara, y regresamos al pueblo. Sho Velez estaba casi inconsolable por haber perdido la balsa de su padre.

– Mi padre hubiera muerto allí -reconoció finalmente-. Su cuerpo nunca hubiera podido pasar por el agujero por donde pasamos nosotros. Es demasiado grande. Mi padre es un hombre gordo y grande -dijo-. Pero hubiera sido suficientemente fuerte para volver caminando a la entrada.

Lo dudaba. Mi recuerdo era que por momentos, a causa de la inclinación, la corriente era brutalmente fuerte. Reconocí que, posiblemente, un hombre grande y desesperado podría haber caminado hacia fuera finalmente con la ayuda de cables y un gran esfuerzo.

La cuestión de si el padre de Sho Velez hubiera muerto allí o no no se resolvió entonces, pero no me importaba. Lo que me importó por primera vez en mi vida, es que sentí el veneno de la envidia. Sho Velez era la primera persona a quien había envidiado yo en toda mi vida. Él tenía alguien por quien dar la vida y me había comprobado que lo haría. Yo no tenía a nadie, y no había comprobado nada.

De forma simbólica, le otorgué todos los laureles a Sho Velez. Su triunfo era total. Yo me retiré. Ése era su pueblo, ésa era su gente, y él era el mejor de todos ellos. Cuando nos despedimos ese día, di voz a una banalidad que resultó ser la profunda verdad cuando dije:

– Sé el rey de todos ellos, Sho Velez. Eres el mejor.

Nunca volví a hablar con él. A propósito terminé con nuestra amistad. Sentía que era el único gesto con que podía demostrar cuán profundamente él me había afectado.

Don Juan creía que mi deuda con Sho Velez era imperecedera porque él era el único que me había enseñado que tenemos que tener algo por qué morir antes de pensar que tenemos algo por qué vivir.

– Si no tienes nada por qué morir -me dijo don Juan una vez-, ¿cómo puedes sostener que tienes algo por qué vivir? Los dos van mano a mano y la muerte lleva el timón.

La tercera persona con quien don Juan pensaba que estaba yo endeudado más alla de mi vida y mi muerte era mi abuela por parte de mi madre. En mi afecto ciego por mi abuelo, el macho, me había olvidado de que la verdadera fuente de fuerza en esa casa era mi muy excéntrica abuela.

Muchos años antes de que yo llegara a su casa, ella había salvado de ser linchado a un indio del lugar. Lo habían acusado de ser brujo. Unos jóvenes coléricos ya lo tenían colgado de un árbol del terreno de mi abuela. Ella los vio y los paró. Todos los linchadores, al parecer, eran sus ahijados y no se hubieran atrevido a desafiarla. Bajó al hombre y lo llevó a casa a curarle las heridas. La soga ya le había dejado una profunda herida en el cuello.

Se sanó de sus heridas pero nunca dejó a mi abuela. Sostenía que su vida terminó el día del linchamiento y que cualquier nueva vida que tenía ya no era de él; le pertenecía a ella. Como hombre de palabra, dedicó su vida a servir a mi abuela. Era su camarero, su mayordomo, su consejero. Mis tías decían que él le había aconsejado a mi abuela que recogiera como suyo a un huérfano recién nacido y a criarlo como su propio hijo, algo que resentían amargamente.

Cuando llegué a la casa de mis abuelos, el hijo adoptivo de mi abuela ya lindaba en los finales de los treinta. Lo había mandado a estudiar a Francia. Una tarde, inesperadamente, un hombre recio, sumamente elegante, se bajó de un taxi delante de la casa. El chófer llevó sus maletas de piel al patio. El hombre recio le dio una buena propina. Me fijé de inmediato que las facciones del hombre recio eran de gran atractivo. Tenía pelo rizado y largo, las pestañas rizadas. Era muy guapo sin ser físicamente bello. Su mejor característica, sin embargo, era su radiante sonrisa abierta con que se dirigió a mí.

– ¿Puedo saber su nombre, joven? -me dijo con la voz de actor de teatro más bella que jamás había escuchado.

El hecho de que me dijera «joven» le ganó mi simpatía de inmediato.

– Me llamo Carlos Aranha, señor -le dije-. ¿Y me permite saber a quién tengo el gusto de saludar?

Hizo un gesto de disimulada sorpresa. Abrió los ojos y saltó hacia atrás como si alguien lo hubiera atacado. Entonces se echó una enorme carcajada. Al oír la carcajada, mi abuela salió al patio. Cuando vio al recio hombre, gritó como una niña y lo abrazó con enorme afecto. Él la levantó como si no pesara nada y le dio de vueltas. Entonces me di cuenta de que era muy alto. Su peso escondía su altura. Tenía el físico de un peleador profesional. Se dio cuenta de que lo estaba mirando. Dobló los bíceps.

– Conozco algo de boxeo, señor -dijo plenamente consciente de lo que yo pensaba.

Mi abuela me lo presentó. Dijo que era su hijo, Antoine, su bebé, la luz de sus ojos; dijo que era dramaturgo, director de teatro, escritor, poeta.

El hecho de ser buen atleta era lo que me importaba. No comprendí al principio que era hijo adoptivo. Me di cuenta, sin embargo, de que no se parecía a los demás familiares. Mientras que los otros de la familia eran cadáveres ambulantes, él estaba vivo con una vitalidad que venía desde adentro. Nos llevamos muy bien. Me gustaba que entrenara todos los días, dándole de puñetazos a un saco de arena. Me gustaba inmensamente que no sólo le daba puñetazos sino también patadas, una mezcla asombrosa de boxeo y patada. Tenía el cuerpo duro como una roca.

Un día Antoine me confesó que su único ferviente deseo en la vida era ser un escritor notable.

– Lo tengo todo -dijo-. La vida ha sido sumamente generosa conmigo. Lo único que no tengo es lo único que deseo: genio. Las musas no me quieren. Tengo aprecio por lo que leo, pero no puedo crear nada que me guste leer. Ése es mi tormento; me falta la disciplina o la simpatía para atraer a las musas, así es que mi vida está tan vacía que no se lo puede uno imaginar.

Antoine continuó diciéndome que la única realidad que tenía era su madre. Dijo que mi abuela era su apoyo, su baluarte, su alma gemela. Terminó diciéndome algo muy perturbador:

– Si no tuviera a mi madre -dijo- no podría vivir.

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