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Entonces don Genaro ejecutó un acto de intento mágico para mi beneficio. Acostado sobre el estómago, hizo una serie de movimientos deslumbrantes. Se convirtió en un globo de luminosidad que parecía estar nadando como si la tierra fuera una alberca. Don Juan dijo que era la manera en que Genaro abrazaba la inmensa tierra y a pesar de la diferencia de tamaño, la tierra reconocía ese gesto de Genaro. La visión de los movimientos de Genaro y la explicación de don Juan transformaron mi soledad en una felicidad sublime.

– No soporto la idea de que se vaya, don Juan -me oí decir-. El sonido de mi voz y lo que había dicho me avergonzó. Cuando empecé a sollozar involuntariamente, debido a mi autocompasión, me sentí aún peor. -¿Qué me pasa don Juan? -murmuré-. No soy así de costumbre.

– Lo que te pasa es que tu conciencia está de nuevo al nivel de tus talones -me replicó, riéndose.

Entonces perdí el último ápice de dominio y me entregué por completo a mis sentimientos de decaimiento y desesperanza.

– Me voy a quedar solo -dije en una voz chillante-. ¿Qué va a pasar conmigo?

– Veámoslo de esta manera -dijo don Juan tranquilamente-. Para que yo deje esta tierra y me enfrente a lo desconocido, necesito de toda mi fuerza, de todo mi dominio, de toda mi suerte; pero sobre todo, necesito cada ápice de los cojones de acero de un guerrero-viajero. Para quedarte aquí y batallar como un guerrero-viajero necesitas todo lo que yo mismo necesito. Aventurarse allí afuera adonde vamos nosotros no es broma, pero tampoco lo es quedarse aquí.

Tuve un arranque de emoción y le besé la mano.

– ¡So, so, so! -me dijo-. ¡No más falta les vas a hacer un altar a mis guaraches!

La angustia que me sobrevino cambió mi estado de autocompasión a un sentimiento de pérdida sin igual.

– ¡Se va usted! -murmuré-. ¡Se va para siempre!

En aquel momento don Juan me hizo algo que me había hecho repetidas veces desde el día en que lo conocí. Se le infló la cara como si el profundo suspiro que tomaba lo hubiera inflado. Me dio un toque fuerte en la espalda, con la palma de su mano izquierda y dijo:

– ¡Levántate de tus talones! ¡Levántate!

Al instante, estaba yo de nuevo coherente, completo, con total dominio. Sabía lo que me esperaba. Ya no había vacilación por mi parte, ni preocupación por mí mismo. No me importaba lo que me iba a pasar cuando se fuera don Juan. Sabía que su partida era inminente. Me miró, y en esa mirada me lo dijo todo.

– Nunca más estaremos juntos -me dijo calladamente-. Ya no necesitas mi ayuda; y no te la ofrezco, porque si vales como guerrero-viajero, me escupirás en la cara por ofrecértela. Más allá de ciertos parámetros, la única felicidad de un guerrero-viajero es su estado solitario. No quisiera que tú trataras de ayudarme tampoco. Una vez que me vaya, estaré ido. No pienses más en mí porque yo no voy a pensar más en ti. Si eres un guerrero-viajero que vale lo que pesa, ¡sé impecable! Cuida tu mundo. Hónralo; vigílalo con tu vida.

Se alejó de mí. El momento estaba más allá de la autocompasión o de las lágrimas o de la felicidad. Movió la cabeza como para despedirse o como si reconociera lo que yo sentía.

– Olvídate del Yo y no temerás nada, no importa el nivel de conciencia en que te encuentres -me dijo.

Tuvo un arranque de levedad. Me hizo una última broma sobre esta tierra.

– ¡Ojalá encuentres amor! -me dijo.

Levantó su palma hacia mí y estiró los dedos como un niño, contrayéndolos luego contra la palma.

– Ciao -dijo.

Sabía que era inútil sentir tristeza o lamentarme y que era tan difícil quedarme como para don Juan irse. Los dos estábamos dentro de una maniobra energética irreversible que ninguno de los dos podía detener. Sin embargo, quería unirme con don Juan, seguirlo a donde fuera. Se me ocurrió la idea de que si me moría él me llevaría con él.

Entonces vi cómo don Juan Matus, el nagual, conducía a sus quince compañeros videntes, sus protegidos, sus deleites, a desaparecer uno por uno en la bruma de aquella meseta hacia el norte. Vi cómo cada uno de ellos se convertía en un globo luminoso y juntos ascendían y flotaban encima de la cima de la montaña como luces fantasmas en el cielo. Dieron una vuelta sobre la cima de la montaña tal como había dicho don Juan que lo harían; su última vista, la que es sólo para sus ojos; su última vista de esta tierra maravillosa. Y luego se desvanecieron.

Supe lo que tenía que hacer. Se me había acabado el tiempo. Eché a correr a toda velocidad hacia el precipicio y salté al abismo. Sentí el viento en mi cara por un momento, y luego, la negrura más piadosa me tragó como un pacífico río subterráneo.

EL VIAJE DE REGRESO

Tenía vaga conciencia del fuerte ruido de un motor que parecía correr una carrera estacionado. Pensé que los empleados del estacionamiento que estaba detrás del edificio de mi despacho/apartamento estaban componiendo un auto. El ruido se hizo tan intenso que finalmente me despertó por completo. Los maldije en silencio, por hacer sus composturas debajo de mi ventana. Tenía calor, cansancio, y estaba sudando. Me senté en la orilla de mi cama, y sentí los calambres más dolorosos en las pantorrillas. Me masajeé por un momento. Estaban tan contraídas que temía que el resultado serían unos horrendos moretones. Automáticamente, me dirigí al baño a buscar ungüento. No podía caminar. Estaba mareado. Me caí, algo que nunca me había sucedido anteriormente. Cuando recuperé un mínimo de control, me di cuenta de que ya no me preocupaban los calambres. Siempre había estado al borde de ser hipocondríaco. Un dolor como el que sentía en las pantorrillas usualmente resultaba en un estado caótico de ansias.

Me acerqué a la ventana para cerrarla, aunque ya no oía el ruido. Me di cuenta de que estaba cerrada con llave y de que afuera estaba oscuro. ¡Era de noche! El cuarto estaba cerrado. Abrí las ventanas. No podía comprender por qué las había cerrado. El aire de la noche estaba fresco. El estacionamiento estaba vacío. Se me ocurrió que el ruido había venido de algún coche que aceleraba en el callejón entre el estacionamiento y mi edificio. Dejé de pensar en ello y regresé a mi cama para dormirme. Me acosté a través de la cama, los pies en el suelo. Quería dormirme así para ayudar a la circulación en las pantorrillas que estaban tan doloridas, pero no estaba seguro si sería mejor tenerlas hacia abajo o quizás levantarlas sobre una almohada.

Empezaba a descansar cómodamente y a dormirme de nuevo, cuando me vino un pensamiento con tanta fuerza que me puse de pie de un simple movimiento. ¡Había saltado a un abismo en México! En seguida, llegué a una deducción casi lógica. Como había saltado al abismo deliberadamente para morir, tenía que ser un fantasma. Qué extraño, pensé, que regresara como fantasma a mi despacho/apartamento en la esquina de Westwood y Wilshire en Los Ángeles después de muerto. Con razón mis sentimientos no eran los mismos. Pero si era fantasma, razoné, ¿por qué sentía la ráfaga de aire fresco en la cara, o el dolor en las pantorrillas?

Toqué las sábanas de la cama; eran reales. También el armazón de hierro. Entré en el baño. Me miré al espejo. Mi semblante sí podía ser de fantasma. Me veía como el mismo demonio. Tenía los ojos hundidos, con círculos negros alrededor. Estaba deshidratado, o muerto. En una reacción automática, bebí agua directamente de la llave. La tragué. Tomé trago tras trago, como si no hubiera tomado agua durante días. Sentí mis profundas inhalaciones. ¡Estaba vivo! ¡Por Dios, estaba vivo! Lo sabía sin la menor duda, pero no estaba rebosante de gusto como debiera haber estado.

Un pensamiento raro cruzó mi mente: había muerto y revivido antes. Estaba acostumbrado a eso; no significaba nada para mí. La intensidad del pensamiento, sin embargo, lo hizo un cuasi-recuerdo. Era un cuasi-recuerdo que no se originaba en las situaciones en que mi vida había estado en peligro. Era algo muy distinto. Era, más bien, el conocimiento nebuloso de algo que nunca había sucedido y que no tenía razón ninguna de estar en mis pensamientos.

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