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Entré en un estado de profunda tristeza. Era un sentimiento extraño, indiferente, un anhelo que se extendía y que venía de esa penumbra, o quizá de la sensación de sentirme atrapado. Estaba tan cansado que quería irme, pero a la vez y con la misma fuerza, quería quedarme.

La voz de don Juan me trajo cierta mesura. Parece que él sabía la causa y la profundidad de mi confusión, y adaptó su voz a la ocasión. La seriedad de su tono me ayudó a recobrar el dominio sobre algo que fácilmente podría haberse convertido en una reacción histérica a la fatiga y al estímulo mental.

– El recontar sucesos es mágico para los chamanes -dijo-. No se trata simplemente de contar un cuento. Es ver la tela sobre la que se basan los sucesos. Es por eso que el recuento es tan vasto y tan importante.

Al pedírmelo, le conté a don Juan el suceso que había recordado.

– Qué apropiado -dijo con una risita de deleite-. Lo único que puedo comentar es que los guerreros-viajeros se tienen que dejar llevar. Van a donde los lleva el impulso. El poder de los guerreros-viajeros es estar alerta para conseguir el máximo efecto con el mínimo impulso. Y sobre todo, su poder está en no interferir. Los sucesos tienen una fuerza, una gravedad propia, y los viajeros son simplemente viajeros. Todo lo que los rodea es sólo para sus ojos. De esta manera, los viajeros construyen el significado de cada situación, sin preguntar nunca cómo fue que pasó así o asá.

»Hoy recordaste un suceso que resume tu vida entera -continuó-. Te enfrentas siempre con una situación que es la misma que nunca resolviste. Nunca tuviste que decidir si aceptabas o rechazabas el trato embustero de Falelo Quiroga. El infinito siempre nos pone en la terrible posición de tener que escoger -siguió-. Queremos el infinito, pero a la vez queremos huir de él. Tú quieres decirme que me vaya al carajo, pero a la vez te sientes obligado a quedarte. Sería infinitamente más fácil para ti si simplemente estuvieses obligado a quedarte.

LA INTERACCIÓN DE ENERGÍA EN EL HORIZONTE

La claridad del acomodador trajo un nuevo ímpetu a mi recapitulación. Un nuevo humor reemplazó el anterior. Desde ese momento, empecé a recordar sucesos de mi vida con una claridad enloquecedora. Era exactamente como si una barrera hubiera sido construida dentro de mí, que me mantenía rígidamente atado a recuerdos magros y borrosos, y el acomodador la había derribado. Mi facultad para recordar, antes de ese suceso, había sido una vaga manera de referirme a cosas que habían pasado, pero que casi siempre quería olvidar. Básicamente, no tenía interés alguno en recordar nada de mi vida. En verdad, no veía ningún valor en este ejercicio inútil de la recapitulación que don Juan casi me había impuesto. Para mí, era una tarea que instantáneamente me cansaba, y lo único que ganaba era darme cuenta de mi incapacidad para concentrarme.

No obstante, yo había escrito obedientemente la listas de personas y me había involucrado en un esfuerzo fortuito de cuasi-recordar mis interacciones con ellas. Mi falta de claridad en poder enfocarme en esas personas no me disuadió. Cumplí lo que consideraba mi deber, a pesar de mis verdaderos sentimientos. Con la práctica, la claridad de mis recuerdos mejoró muchísimo a mi parecer. Podía, por así decirlo, descender sobre ciertos sucesos claves con cierta agudeza a la vez pavorosa y gratificante. Sin embargo, después de que don Juan me presentó con la idea del acomodador, el poder de mis recuerdos se convirtió en algo que no tenía nombre.

El seguir mi lista de personas hizo que la recapitulación fuera muy formal y exigente, tal como lo quería don Juan. Pero de vez en cuando, algo en mí se soltaba, algo exigía que me enfocara en sucesos que no tenían nada que ver con mi lista, sucesos cuya claridad era tan enloquecedora que terminaba atrapado y sumergido en ellos, quizá más intensamente que durante la experiencia misma. Cada vez que recapitulaba de esa manera, tenía un grado de desapego que me permitía ver cosas que había descuidado cuando realmente había estado de lleno en ellas.

La primera vez que el recuerdo de un suceso me sacudió hasta los cimientos fue después de haber dado una conferencia en una universidad de Oregón. Los estudiantes encargados de organizar la conferencia, me llevaron a mí y a otro antropólogo amigo mío a una casa a pasar la noche. Iba a hospedarme en un motel, pero insistieron en llevarnos a la casa para nuestra mayor comodidad. Dijeron que estaba en el campo y que no había ruidos, el lugar más tranquilo del mundo, sin teléfonos y sin posibilidad de contactos con el mundo exterior. Yo, como el tonto que era, acepté ir con ellos. Don Juan no sólo me había advertido ser siempre un ave solitaria, sino que había exigido que observara su recomendación, algo que yo hacía la mayoría de las veces, aunque en ocasiones la criatura gregaria que había en mí me dominaba.

El comité nos llevó a la casa de un profesor que estaba en sabático, y que quedaba bastante lejos de la ciudad de Portland. Muy rápidamente, encendieron las luces por dentro y por fuera de la casa, que de hecho estaba sobre una colina rodeada de faros. Encendidas las luces, la casa debe haber sido visible a una distancia de diez kilómetros.

El comité se fue tan rápido como pudo, algo que me sorprendió porque pensaba que se quedarían a conversar. La casa era de madera, en forma de «A», pequeña, pero muy bien construida. Tenía una sala enorme y un entrepiso encima donde estaba el dormitorio. Justamente en el ángulo del marco en forma de «A» había un crucifijo de tamaño natural que colgaba de una extraña bisagra rotatoria, perforado en la cabeza. Era una vista bastante impresionante, especialmente cuando el crucifijo rotaba, chirriando como si necesitara aceite.

El baño de la casa era todo un espectáculo. Tenía azulejos de espejo en el techo, sobre las paredes y sobre el piso y estaba iluminado con una luz rojiza. No había manera de ir al baño sin verse desde todos los ángulos posibles. Disfruté todas estas características de la casa; me parecían estupendas.

Cuando llegó la hora de dormirme, sin embargo, me encontré con un serio problema, pues había una sola cama angosta, dura, monástica, y mi amigo antropólogo estaba a punto de caer enfermo de pulmonía, resollando y escupiendo flemas cada vez que tosía. Se fue directamente a la cama y se quedó seco. Busqué un rincón para dormirme. No encontraba ninguno. Esa casa carecía totalmente de comodidades. Además hacía frío. El comité había encendido las luces, pero no la calefacción. La busqué. Mi búsqueda fue inútil, como lo fue también el tratar de encontrar el contacto para apagar los faros o siquiera las luces de la casa. Los contactos estaban allí sobre las paredes, pero parecían regidos por un contacto central. Las luces estaban encendidas y no había manera de apagarlas.

El único rincón que encontré para dormir fue sobre un tapete delgado, y la única cobija que había era la piel curtida de un gigantesco perro lanudo francés. Evidentemente, había sido la mascota de la casa y lo habían preservado. Tenía brillantes ojos negros y le colgaba la lengua del hocico abierto. Puse la cabeza del perro sobre mis piernas. Me tenía que tapar con la parte trasera, que me daba al cuello. La cabeza embalsamada era como un duro objeto entre mis rodillas, lo que resultaba algo incómodo. Si hubiera estado oscuro, podría haber aguantado. Recogí un montón de toallas de mano y las usé como almohada. Usé la mayor cantidad posible de la mejor manera que pude para cubrir la piel del animal. No pude pegar un ojo en toda la noche.

Fue entonces, recostado allí, mientras me maldecía por haber sido tan bestia y no haber seguido las recomendaciones de don Juan, cuando experimenté el primer recuerdo enloquecedoramente claro de toda mi vida. Me había acordado del suceso que don Juan llamó el acomodador con la misma claridad, pero mi tendencia siempre había sido de semi-dejar de lado lo que me pasaba cuando estaba con don Juan, porque a mi parecer en su presencia todo era posible. Sin embargo, esta vez estaba solo.

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