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EL PUNTO DE RUPTURA

Don Juan definió el silencio interno como un estado peculiar de ser en que los pensamientos se cancelan y uno puede funcionar a un nivel distinto al de la conciencia cotidiana. Hizo hincapié en que el silencio interno consistía en suspender el diálogo interno -el compañero perenne del pensamiento- y debido a eso, era un estado de profunda quietud.

– Los antiguos chamanes -dijo don Juan- le llamaron silencio interno porque es un estado en el cual la percepción no depende de los sentidos. Lo que funciona durante el silencio interno es otra facultad que posee el hombre, una facultad que hace de él un ser mágico, la misma facultad que ha sido restringida, no por el hombre mismo, sino por una influencia extranjera.

– ¿Cuál es esa influencia extranjera que restringe la facultad mágica del hombre? -pregunté.

– Ése es tema para una próxima explicación -contestó don Juan-, no el tema de discusión actual, aunque es, indudablemente, el aspecto más serio de la brujería de los chamanes del México antiguo.

»El silencio interno -continuó- es la postura de donde proviene todo en el chamanismo. En otras palabras, todo lo que hacemos conduce a esa postura, que como todo lo demás en el mundo de los chamanes no se revela hasta que algo gigantesco nos sacude.

Don Juan dijo que los chamanes del México antiguo concibieron interminables modos de sacudirse a ellos mismos, o a otros practicantes del chamanismo, hasta los cimientos para llegar a ese estado codiciado del silencio interno. Consideraban los actos más estrafalarios, que parecen estar de lo más aislados de la búsqueda del silencio interno, como el saltar a una caída de agua, o pasar la noche colgado cabeza abajo de una rama de un árbol, como factores claves que lo hacían aparecer.

Siguiendo los racionalismos de los chamanes del México antiguo, don Juan declaró categóricamente que el silencio interno se amontonaba, se acumulaba. En mi caso, luchaba para guiarme a construir un núcleo de silencio interno dentro de mí, y luego añadir a él, segundo a segundo, cada vez que lo practicara. Me explicó que los chamanes del México antiguo descubrieron que cada individuo tenía un umbral diferente de silencio interno en cuanto a tiempo, es decir, que el silencio interno debe ser mantenido por cada uno de nosotros durante el período de tiempo de nuestro umbral específico antes de que funcione.

– ¿Qué consideraban los chamanes, como la señal de que el silencio interno estaba funcionando, don Juan? -pregunté.

– El silencio interno funciona desde el momento en que empiezas a acumularlo -contestó-. Los chamanes andaban detrás del dramático resultado final, el de alcanzar ese umbral individual de silencio. Algunos practicantes muy talentosos necesitan sólo unos cuantos minutos de silencio para llegar a esa codiciada meta. Otros, menos talentosos, necesitan largos períodos de silencio, quizás más de una hora de quietud completa, antes de llegar al resultado tan deseado. El resultado deseado es lo que los antiguos chamanes llamaban detener el mundo, el momento en que todo lo que nos rodea cesa de ser lo que siempre ha sido.

»Ése es el momento en que los chamanes regresan a la verdadera naturaleza del hombre -siguió don Juan-. Los antiguos chamanes también le llamaban libertad total. Es el momento en que el hombre esclavo se convierte en el hombre, el ser libre, capaz de proezas de percepción que son un desafío a nuestra imaginación linear.

Don Juan me aseguró que el silencio interno es una avenida que conduce a la verdadera suspensión del juicio, a un momento en que los datos sensoriales que emanan del universo dejan de ser interpretados por los sentidos; el momento en que la cognición deja de ser la fuerza que, a través de uso y repetición, decide la naturaleza del mundo.

– Los chamanes necesitan un punto de ruptura para que el funcionamiento del silencio interno empiece -dijo don Juan-. El punto de ruptura es como el mortero que mete el albañil entre los ladrillos. Es sólo cuando se endurece el mortero que los ladrillos sueltos se vuelven una estructura.

Desde el principio de nuestra asociación, don Juan me había inculcado el valor, la necesidad, de acumular el silencio interno segundo a segundo. Yo no tenía los medios para medir el efecto de esta acumulación, ni tampoco tenía ningún medio de juzgar si había llegado a algún umbral. Aspiraba obstinadamente a acumularlo, no simplemente para complacer a don Juan, sino porque el acto de acumularlo se había convertido en sí en un desafío.

Un día, don Juan y yo nos estábamos paseando en la plaza mayor de Hermosillo. Era temprano por la tarde de un día nublado. Hacía un calor seco y cómodo. Había mucha gente. Había tiendas alrededor de la plaza. A pesar de las muchísimas veces que había estado en Hermosillo, nunca me había fijado en aquellas tiendas. Sabía que estaban allí, pero su presencia no era algo de lo cual estaba consciente. No hubiera podido hacer un plano de esa plaza aunque de ello dependiera mi vida. Ese día, al pasear con don Juan, traté de identificar y localizar las tiendas. Buscaba algo que podría utilizar como medio mnemónico que suscitara luego mi recuerdo.

– Como te he dicho anteriormente y repetidas veces -dijo don Juan sacudiéndome de mi concentración-, cada chamán que conozco, hombre o mujer, en un momento u otro llega al punto de ruptura de su vida.

– ¿Quiere usted decir que sufren algo así como una crisis mental? -pregunté.

– No, no -dijo, riéndose-. Las crisis mentales son para aquellas personas que se entregan a sí mismas. Los chamanes no son personas. Lo que quiero decir es que, en un momento dado, la continuidad de sus vidas tiene que romperse para que se establezca el silencio interno y se haga una parte activa de sus estructuras.

»Es muy, muy, importante -siguió don Juan-, que tú mismo deliberadamente llegues a ese punto de ruptura, o que lo crees, artificiosamente, inteligentemente.

– ¿Qué quiere decir con eso, don Juan? -le pregunté, atrapado por su intrigante razonamiento.

– Tu punto de ruptura -dijo-, es descontinuar tu vida tal como la conoces. Has hecho todo lo que te he dicho, acertada y obedientemente. Si tienes talento, nunca lo demuestras. Ése parece ser tu estilo. No eres lento, pero te comportas como si lo fueras. Estás muy seguro de ti mismo, pero te comportas como si fueras inseguro. No eres tímido y sin embargo, te comportas como si le tuvieras miedo a la gente. Todo apunta a un solo lugar: tu necesidad de romper con todo eso, despiadadamente.

– Pero, ¿cómo, don Juan? ¿Qué propone usted? -pregunté genuinamente frenético.

– Creo que todo se reduce a un acto -dijo-. Tienes que dejar a tus amigos. Tienes que despedirte de ellos para siempre. No es posible que continúes en el camino del guerrero, cargando contigo tu historia personal, y a menos que descontinúes tu manera de vida, no voy a poder seguir con mi instrucción.

– Momento, momento, momento, don Juan -dije-. Tengo que frenarlo. Me pide usted que haga algo demasiado difícil. Para serle muy sincero, no creo que pueda hacerlo. Mis amigos son mi familia, mis puntos de referencia.

– Precisamente, precisamente -comentó-. Son tus puntos de referencia. Por consecuencia, tienen que irse. Los chamanes tienen un solo punto de referencia; el infinito.

– ¿Pero cómo quiere que proceda, don Juan? -pregunté en voz plañidera. Su petición me estaba volviendo loco.

– Simplemente tienes que marcharte-dijo, como si nada-. Márchate de la manera que puedas.

– Pero, ¿adónde me voy? -pregunté.

– Mi recomendación es que alquiles una habitación en uno de esos hoteles baratos que conoces -dijo-. Cuanto más feo el lugar, mejor. Si tiene alfombras pardas verduscas con cortinas del mismo color, y paredes de un verde pardo tanto mejor: un hotel comparable al que te mostré aquella vez en Los Ángeles.

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