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Me reí nerviosamente al recordar la vez que iba en coche con don Juan por el barrio industrial de Los Ángeles, donde sólo había bodegas y hoteles desvencijados para transeúntes. Uno sobre todo atrajo la atención de don Juan por su nombre rimbombante, «Eduardo Séptimo». Nos detuvimos en frente para verlo un momento.

– Ese hotel -dijo don Juan, señalándolo con el dedo-, es para mí la verdadera representación de la vida en esta tierra para la persona común y corriente. Si tienes suerte o eres despiadado, conseguirás un cuarto con vista a la calle, donde podrás ver este desfile interminable de la miseria humana. Si no tienes tanta suerte o no eres tan despiadado, tendrás un cuarto adentro, con ventanas que dan a la muralla del edificio contiguo. Piensa en pasar toda una vida entre esas dos vistas, envidiando la vista a la calle si estás adentro, y envidiando la vista a la muralla si estás afuera, cansado de mirar la calle.

La metáfora de don Juan me molestó terriblemente, porque la comprendía perfectamente.

Ahora, enfrentando la posibilidad de tener que alquilar un cuarto en un hotel comparable al «Eduardo Séptimo», no sabía qué decir o por dónde continuar.

– ¿Qué quiere que haga allí, don Juan?-pregunté.

– Un chamán utiliza un lugar de ésos para morir -me dijo, mirándome sin pestañear.

»Nunca has estado solo en tu vida. Éste es el momento de hacerlo. Te quedarás en ese cuarto hasta que te mueras.

Su petición me asustó, pero a la vez me hizo reír.

– No es que lo vaya a hacer, don Juan -dijo-, pero ¿cuál sería el criterio para saber que estoy muerto (a menos que quiera que me muera físicamente)?

– No -dijo-, no quiero que tu cuerpo muera físicamente. Quiero que muera tu persona. Son dos asuntos muy distintos. En esencia, tu persona tiene muy poco que ver con tu cuerpo. Tu persona es tu mente, y créeme, tu mente no es tuya.

– ¿Qué tontería es esta, don Juan, de que mi mente no es mía? -oí que decía con un gangueo nervioso en la voz.

– Algún día te lo diré -dijo-, pero no mientras estés protegido por tus amigos.

– El criterio que indica que un chamán ha muerto -siguió- es cuando no le importa si tiene compañía o si está solo. El día que ya no busques la compañía de tus amigos que usas como escudo, ése es el día en que tu persona ha muerto. ¿Qué dices? ¿Juegas o no juegas?

– No puedo hacerlo, don Juan -dije-. Es inútil que le mienta. No puedo dejar a mis amigos.

– Está bien, no te preocupes -dijo sin perturbarse. Mi declaración parecía no haberle afectado en lo mínimo-. Ya no podré hablarte, pero no podemos negar que durante nuestro tiempo juntos has aprendido muchísimo. Has aprendido cosas que te van a fortalecer, no importa si regresas o si te vas para siempre.

Me dio una palmadita en la espalda y se despidió. Dio la vuelta y simplemente desapareció entre la gente de la plaza como si se hubiera convertido en uno con ellos. Por un instante tuve la extraña sensación de que la gente de la plaza era como un telón que él había abierto para desaparecer detrás. El final había llegado como todo lo demás en el mundo de don Juan: imprevisible y velozmente. De pronto estaba sobre mí, yo estaba en medio de él, y ni siquiera sabía cómo había llegado allí.

Debería haber estado deshecho. Pero no. No sé por qué, pero estaba feliz. Me maravillé de la facilidad con que todo había terminado. Don Juan era en verdad un ser elegante. No hubo enojos ni reproches ni nada por el estilo. Me subí a mi coche y conduje, más alegre que unas pascuas. Estaba exuberante. Qué extraordinario que todo terminó tan velozmente, pensé, sin angustias.

Mi viaje de regreso fue sin novedad. En Los Ángeles, ya en mi ambiente familiar, me fijé en que había derivado una enorme cantidad de energía de mi último encuentro con don Juan. Estaba muy contento, muy relajado, y retomé lo que consideraba mi vida normal con mayor ánimo. Todas mis tribulaciones con mis amigos y mis comprensiones acerca de ellos, todo lo que le había dicho a don Juan con referencia a esto, había sido olvidado por completo. Era como si algo hubiera borrado todo eso de mi mente. Me maravillé unas cuantas veces de la facilidad con que había olvidado algo tan significativo, y de haberlo olvidado tan completamente.

Todo era como se esperaba. Había un sola inconsistencia en lo que era por lo demás un ordenado paradigma de mi nueva vieja vida: recordaba claramente que don Juan me había dicho que mi partida del mundo de los chamanes era puramente académica y que regresaría. Había recordado y había escrito cada palabra de ese intercambio. Según mi razonamiento y memoria lineal normal, don Juan nunca había hecho esa declaración.

¿Cómo era posible que recordara algo que nunca había sucedido? Cavilé inútilmente. Mi seudo-recuerdo era lo suficientemente extraño como para moverme a hacer algo, pero luego decidí que no tenía caso. En lo que a mí concernía, estaba fuera del ambiente de don Juan.

Siguiendo las sugerencias de don Juan en relación a mi comportamiento con aquellos que me habían hecho favores, había llegado a una decisión de proporciones gigantescas para mí: la de honrar y dar gracias a mis amigos antes de que fuera demasiado tarde. Un caso era el de mi amigo Rodrigo Cummings. Un acontecimiento con mi amigo Rodrigo, sin embargo, tumbó mi nuevo paradigma, conduciéndolo a su destrucción total.

Mi actitud hacia él sufrió un cambio radical al vencer mi competitividad con él. Encontré que era lo más fácil del mundo proyectarme cien por ciento en lo que hiciera Rodrigo. De hecho, yo era exactamente como él, pero no lo supe hasta que dejé de hacerle competencia. Fue cuando surgió la verdad con una intensidad horrenda. Uno de los mayores deseos de Rodrigo era terminar la carrera universitaria. Cada semestre, se inscribía y tomaba cuantos cursos podía. Luego, al progresar el semestre los iba dejando. A veces dejaba por completo la universidad. En otras ocasiones, seguía en un solo curso de tres unidades hasta el final.

Durante su último semestre, se mantuvo en un curso de sociología porque le gustaba. Se acercaba el examen final. Me dijo que tenía tres semanas para estudiar, para leer el texto del curso. Pensaba que era una cantidad de tiempo exorbitante para leer solamente seiscientas páginas. Se consideraba un lector veloz, con un alto nivel de retención; a su parecer, tenía una memoria fotográfica de casi cien por ciento.

Pensaba que tenía muchísimo tiempo antes del examen, así es que me pidió que le ayudara a arreglar su coche que usaba para su trabajo de entregar periódicos. Quería quitarle la puerta de la derecha para poder tirar el periódico directamente sin hacer la maniobra de tirarlo sobre el techo desde la ventanilla izquierda. Le hice notar que era zurdo, y me respondió que entre sus muchas dotes, de las cuales sus amigos no se daban cuenta, estaba la de ser ambidiestro. Tenía razón; nunca lo había yo notado. Después de que lo ayudé a quitar la puerta, decidió quitarle el forro al techo, ya que estaba muy roto. Dijo que su coche estaba en óptimas condiciones mecánicas y que lo llevaría a Tijuana, México (que como buen Angelino de aquel tiempo llamaba TJ), para que le volvieran a poner el forro por unos cuantos pesos.

– Podríamos disfrutar un buen viaje -dijo con gusto. Hasta eligió los amigos que iban a acompañarlo-. En TJ, ya sé que vas a andar buscando libros de segunda porque eres un culo. Los demás vamos a ir a un burdel. Conozco unos cuantos.

Nos tomó una semana para quitar el forro y lijar la superficie de metal para prepararla para el nuevo forro. A Rodrigo le quedaban dos semanas más para estudiar, y todavía lo consideraba demasiado tiempo. Me involucró en ayudarle a pintar su apartamento y barnizar los pisos. Nos tomó más de una semana para pintarlo y lijar los pisos de madera. No quería cubrir el papel tapiz con pintura en una habitación. Tuvimos que alquilar una máquina de vapor para quitar el papel tapiz. Claro que ni Rodrigo ni yo sabíamos cómo usar la máquina, así es que terminamos haciendo una macana de trabajo. Terminamos usando Topping, una mezcla finísima de yeso y otros materiales que le dan una superficie plana a una pared.

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