Литмир - Электронная Библиотека

Abrazándolo, le dijo: «No puedo ayudarte esta vez, muchacho. Ahora sí tienes que temer, porque Rodrigo padre ya se fue”.

Quise desesperadamente sentirme uno con mi amigo, sentir su drama como siempre lo había hecho, pero no pude. Sólo me enfoqué en la declaración del padre. Parecía de una finalidad que me galvanizó.

Busqué ávidamente la compañía de don Juan. Dejé todo pendiente en Los Ángeles para hacer el viaje a Sonora. Le conté del humor extraño en que me encontraba con mis amigos. Llorando de remordimiento, le dije que había empezado a juzgarlos.

– No te aloques por nada -me dijo don Juan calmadamente-. Ya sabes que una era entera de tu vida está por terminar, pero la era no termina hasta que muera el rey.

– ¿Qué quiere decir con eso, don Juan?

– Tú eres el rey y tú eres exactamente como tus amigos. Ésa es la verdad que te tiene sacudiéndote en tus pantalones. Una cosa que puedes hacer es aceptar las cosas como son, que claro, no lo puedes hacer. La otra, es decir: «Yo no soy así, yo no soy así», y repetir que tú no eres así. Pero te prometo que va a llegar el momento en que te vas a dar cuenta de que sí eres así.

LA CITA INEVITABLE

Había algo que me molestaba en lo más recóndito del pensamiento: tenía que contestar una carta importantísima que me había llegado y tenía que hacerlo a toda costa. Lo que me frenaba era una mezcla de indolencia y un deseo profundo de complacer. Mi amigo antropólogo, el responsable de que conociera a don Juan Matus, me había escrito una carta hacía dos meses. Quería saber cómo me iba en mis estudios antropológicos, y me animaba a que lo visitara. Compuse tres largas cartas. Al volver a leer cada una las rompí, pues me parecieron obsequiosas y triviales. No podía expresar en ellas la profundidad de mi agradecimiento, la profundidad del sentimiento que tenía para él. Racionalicé mi tardanza en contestar con la resolución genuina de ir a verlo y decirle personalmente lo que estaba haciendo con don Juan Matus, pero seguí atrasando mi inminente viaje porque no estaba seguro de qué estaba haciendo con don Juan. Quería mostrarle algún día a mi amigo verdaderos resultados. Tal como iban las cosas, tenía apenas vagos bosquejos de posibilidades, que a sus ojos exigentes no hubieran podido considerarse de todas maneras trabajo de campo antropológico.

Un día me enteré de que había muerto. Su muerte me trajo uno de esas peligrosas depresiones silenciosas. No había manera de expresar lo que sentía porque lo que sentía no estaba del todo formulado en mi mente. Era una mezcla de abatimiento, desaliento y odio por mí mismo por no haberle contestado la carta, por no haberlo visitado.

Al poco tiempo de lo sucedido, le hice una visita a don Juan. Al llegar a su casa, me senté sobre una de las cajas bajo su ramada, buscando palabras que no sonaran banales para expresar mi sentimiento de abatimiento por la muerte de mi amigo. Por razones incomprensibles para mí, don Juan sabía el origen de mi confusión y la velada razón de mi visita.

– Sí -dijo don Juan secamente-. Sé que tu amigo, el antropólogo que te sirvió de guía para que me conocieras, ha muerto. Por la razón que fuera, supe exactamente el momento en que murió. Lo vi.

Sus declaraciones me sacudieron hasta los cimientos.

– Lo veía venir desde hacía mucho tiempo. Hasta te lo dije. Pero tú no prestaste atención. Estoy seguro de que ni siquiera te acuerdas.

Me acordaba de cada palabra que me había dicho, pero no tenía ninguna importancia para mí en el momento en que las había dicho. Don Juan había declarado que un suceso profundamente relacionado con nuestro encuentro, pero que no formaba parte de ello, era el hecho de que había visto a mi amigo antropólogo moribundo.

– Vi la muerte como fuerza externa ya abriendo a tu amigo -me había dicho-. Cada uno de nosotros tiene una apertura energética, una grieta energética debajo del ombligo. Esa grieta que los chamanes llaman el boquete, está cerrada cuando un hombre está en perfecto estado.

Dijo que normalmente, lo único discernible al ojo del chamán es un descolorido tenue en el brillo blancuzco de la esfera luminosa. Pero cuando un hombre está por morirse, el boquete está totalmente abierto.

– ¿Qué significa todo esto, don Juan? -le había preguntado mecánicamente.

– La significancia es mortal -había contestado-. El espíritu me estaba dando un augurio de que algo llegaba a su fin. Pensé que era mi vida la que llegaba a su fin y lo acepté tan elegantemente como pude. Me di cuenta, mucho, mucho más tarde, que no era mi vida la que terminaba, sino mi linaje entero.

No sabía de lo que hablaba. ¿Pero cómo hubiera podido tomarlo en serio? En cuanto a mí, en el momento en que lo dijo era, como todo lo demás en mi vida, pura palabrería.

– Tu amigo mismo te dijo, en cierto modo, que se estaba muriendo -dijo don Juan-. Tú reconociste lo que te dijo lo mismo que reconociste lo que te decía yo, pero en ambos casos, elegiste pasarlo por alto.

No podía hacer ningún comentario. Estaba agobiado por lo que me decía. Quería hundirme en la caja donde estaba sentado, desaparecer, que me tragara la tierra.

– No es tu culpa que pases ciertas cosas por alto -siguió-. Es la juventud. Tienes tanto que hacer, tanta gente a tus alrededores. No estás alerta. De todos modos, nunca has aprendido a estar alerta.

En la vena de defender el último baluarte de mi ser, mi idea de que sí era vigilante, le hice notar a don Juan que había estado en situaciones de vida o muerte en que se requerían mi ingenio y vigilancia. No es que no tuviera la capacidad de ser vigilante, sino que me faltaba la orientación para crear la lista apropiada de prioridades; en consecuencia, todo me era o importante o no importante.

– Estar alerta no significa ser vigilante -dijo don Juan-. Para los chamanes, el estar alerta es estar consciente de la tela del mundo cotidiano que parece extraña a la interacción del momento. En el viaje que hiciste con tu amigo antes de conocerme, te fijaste solamente en los detalles que eran obvios. No te fijaste cómo su muerte lo absorbía, y a la vez, algo en ti lo sabía.

Empecé a protestar, a decirle que eso no era verdad.

– No te escondas detrás de banalidades -dijo en tono acusador-. Levántate. Aunque sea sólo durante el momento en que estás conmigo, asume responsabilidad por lo que sabes. No te pierdas en la tela externa del mundo que te rodea, extraño a lo que pasa. Si no hubieras andado tan preocupado contigo y tus problemas, hubieras sabido que era su último viaje. Hubieras notado que estaba cerrando sus cuentas, viendo a la gente que lo había ayudado, despidiéndose de ellos.

»Tu amigo antropólogo me habló una vez -siguió don Juan-. Lo recordaba tan claramente que no me sorprendió para nada cuando te trajo a mí en la estación de autobuses. No pude ayudarlo cuando me habló. No era el hombre que buscaba. Pero le deseé lo mejor desde mi vacío de chamán, desde mi silencio de chamán. Por esa razón, supe que en ese último viaje estaba expresando su agradecimiento a todos aquellos que habían tenido relevancia en su vida.

Le admití a don Juan que tenía toda la razón, que habían tantos detalles de que estaba consciente, pero que no tenían ningún significado para mí en aquel momento, como por ejemplo el éxtasis de mi amigo en contemplar el paisaje alrededor de nosotros. Detenía el coche para contemplar durante horas las montañas a la distancia, o el cauce del río, o el desierto. Descarté esto como la sentimentalidad idiota de un hombre de mediana edad. Hasta le hice vagas insinuaciones de que bebía demasiado. Me dijo que en casos extremos una copa le permitía a un hombre un momento de paz y de desapego, un momento para saborear algo irrepetible.

– Era, de hecho, un viaje para sus ojos solamente -dijo don Juan-. Los chamanes hacen tales viajes, y en ellos nada importa, excepto lo que puedan absorber sus ojos. Tu amigo estaba desprendiéndose de todo lo superfluo.

22
{"b":"125175","o":1}