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Años antes de haber conocido a don Juan, había trabajado pintando anuncios para edificios. Mi jefe se llamaba Luigi Palma. Un día, Luigi consiguió un contrato para pintar un anuncio en la pared trasera de un edificio viejo, de venta y alquiler de fracs y trajes de novias. El dueño del edificio quería atraer toda la clientela posible con un gran anuncio. Luigi iba a pintar a la novia y al novio y yo iba a pintar el letrero. Fuimos al techo plano del edificio y pusimos los andamios.

Sin razón aparente, yo me sentía bastante inquieto. Había pintado docenas de anuncios en edificios altos. Luigi pensó que había empezado a tener miedo a las alturas, pero que se me iba a pasar. Cuando llegó el momento de empezar a trabajar, él bajó el andamio unos cuantos pies del techo, y saltó sobre las tablas planas. Él se fue a un lado mientras yo me quedé al otro para no vedarle el paso. Él era el artista.

Luigi comenzó a hacer alarde de su talento. Al pintar, sus movimientos se volvieron tan irregulares y tan agitados que el andamio comenzó a moverse de lado a lado. Me mareé. Quise regresar al techo con el pretexto que necesitaba más pintura y otros trastos. Me agarré de la orilla de la pared que bordeaba el techo y traté de levantarme, pero las puntas de los pies se me metieron entre las tablas del andamio. Intenté liberar mis pies y a la vez atraer el andamio hacia la pared; pero entre más tiraba, más alejaba el andamio de la pared. En vez de ayudarme a desenredar los pies, Luigi se sentó y se abrazó a las cuerdas que ataban el andamio al techo. Hizo la señal de la cruz mientras me miraba horrorizado. Desde esa posición se arrodilló y, sollozando, empezó a recitar el Padre Nuestro.

Me agarré de la orilla de la pared con todo lo que tenía; lo que me dio la fuerza desesperada para aguantar fue la certeza de que si yo me controlaba, podría evitar que el andamio se alejara más y más. No iba soltar mi agarre y caer trece pisos a mi muerte. Luigi, compulsivo y dominante hasta el final, me gritó en medio de sus lágrimas que debía rezar. Juró que los dos íbamos a caer y a morir y lo único que nos quedaba era rezar por la salvación de nuestras almas. Por un momento, reflexioné acerca de si valía la pena rezar. Decidí gritar en vez. La gente en el edificio debe haber oído mis gritos, pues llamaron a los bomberos. Con toda sinceridad, pensé que habían pasado apenas dos o tres segundos desde que empecé a gritar, hasta que los bomberos subieron al techo, agarraron a Luigi y a mí y aseguraron el andamio.

En realidad, yo había pasado veinte minutos colgado del costado del edifico. Cuando los bomberos finalmente me subieron al techo, perdí todo vestigio de control. Vomité sobre el piso duro del techo, mi estómago revuelto de terror y del fétido olor de la brea derretida. Hacía mucho calor; la brea entre las grietas de las hojas rasposas que cubrían el techo se derretía con el calor. La experiencia había sido tan penosa que no quería recordarla y terminé alucinando que los bomberos me habían metido en un cuarto amarillo y acogedor; me habían acostado en una cama sumamente cómoda y me había dormido plácidamente, en mis pijamas, libre de todo peligro.

El segundo recuerdo fue otra explosión de fuerza inconmensurable. Estaba en amena conversación con un grupo de amigos, cuando de repente, y sin razón alguna, se me fue el aliento bajo el impacto de un pensamiento, un recuerdo vago por un instante y que se convirtió luego en una experiencia que me absorbió por completo. Su fuerza fue tan intensa que tuve que excusarme para retirarme un momento y estar a solas. Mis amigos parecieron comprender mi reacción; se retiraron sin hacer comentario. Me estaba acordando de un incidente que me había ocurrido el último año de la escuela preparatoria.

Mi compañero y yo, al caminar al colegio, solíamos pasar delante de un enorme caserón con rejas de hierro negras de unos cinco metros de altura que terminaban en afiladas puntas. Detrás de la reja había un enorme jardín, verde y bien cuidado, y un perro, un gigantesco y feroz pastor alemán. Todos los días fastidiábamos al perro y dejábamos que se nos abalanzara. Frenaba físicamente al llegar a la reja de hierro, pero su furia parecía cruzarla y llegar hasta nosotros. A mi amigo le encantaba entretener al perro diariamente en una competencia de mente sobre materia. Se paraba a unos centímetros del hocico del perro, el cual salía por las barras de la reja hasta extenderse unos ocho centímetros a la calle, y le enseñaba los dientes, igual que el perro.

– ¡Entrégate! ¡Entrégate! -gritaba mi amigo-. ¡Obedece! ¡Obedece! ¡Yo soy más poderoso que tú!

Sus muestras diarias de proeza mental que duraban por lo menos cinco minutos, nunca tuvieron efecto sobre el perro, fuera de dejarlo más fúrico que nunca. Mi amigo me aseguraba a diario, como parte de su rito, que el perro o le iba a obedecer, o iba a morirse delante de nosotros de un ataque cardíaco como resultado de su furia. Su convicción era tal, que yo creía que el perro iba a morir en cualquier momento.

Una mañana, al llegar a la casa, el perro no estaba. Esperamos un momento, pero no apareció; cuando lo vimos, estaba al final del enorme jardín. Parecía estar muy ocupado, así es que empezamos a alejarnos. Por el rabillo del ojo, vi que el perro venía hacia nosotros a toda velocidad. A una distancia de cuatro o cinco metros de la reja, dio un salto. Estaba segurísimo de que se iba a desgarrar la panza con las puntas de la reja. Pero las evitó apenas y cayó en la calle como un costal de papas.

Por un momento, pensé que estaba muerto, pero sólo estaba atontado. De pronto se levantó, y en vez de correr detrás del que lo había enfurecido, vino tras de mí. Salté al techo de un auto, pero el auto no era nada para ese perro. Saltó y casi se abalanzó encima de mí. Bajé y me trepé al primer árbol que estaba a mi alcance, un arbolito tierno que apenas soportaba mi peso. Estaba seguro de que lo iba a quebrar, de que caería y moriría descuartizado en los dientes del perro.

Estaba casi fuera de su alcance en el árbol. Pero saltó otra vez, agarrándome del pantalón y rasgándola. Hasta llegó a sacarme sangre en las nalgas con los dientes. Pero al ver que estaba yo fuera de su alcance encima del árbol, se fue. Corrió calle arriba, quizás en busca de mi amigo.

En el colegio, la enfermera me dijo que tenía que pedirle un certificado de vacuna contra la rabia al dueño del perro.

– Tienes que investigar esto -me dijo en tono severo-. A lo mejor ya te contagiaste. Si el dueño se niega a mostrarte el certificado de vacuna, tienes derecho a acudir a la policía.

Hablé con el mayordomo de la casa donde vivía el perro. Me acusó de haber atraído al perro a la calle, un perro de raza de gran valor.

– ¡Ten cuidado, muchacho! -me dijo enojado-. El perro se extravió. El dueño te va meter a la cárcel si nos sigues dando lata.

– Pero a lo mejor tengo rabia -le dije en una voz sinceramente aterrada.

– ¡Me vale mierda que te haya dado plaga bubónica! -me gritó-. ¡Vete al carajo!

– Llamo a la policía -le dije.

– Llama a quien quieras -me contestó-. Si llamas a la policía, los volvemos contra ti. En esta casa podemos hacer lo que nos dé la gana.

Le creí y le mentí a la enfermera diciéndole que el perro andaba perdido y que no tenía dueño.

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó-. Prepárate para lo peor. Lo más probable es que tenga que mandarte con el médico.

Me dio una larga lista de síntomas que podían manifestarse. Me dijo además que las inyecciones contra la rabia eran extremadamente dolorosas y que se administraban subcutáneamente en la región abdominal.

– No se lo desearía a mi peor enemigo -dijo, hundiéndome en una horrible pesadilla.

Lo que siguió fue mi primera depresión verdadera. Me quedé en cama, sintiendo cada uno de los síntomas que me había enumerado la enfermera. Terminé por ir a la enfermería para rogarle a esa mujer que me hiciera el tratamiento, por muy doloroso que fuera. Hice un escándalo. Me puse histérico. No tenía rabia, pero había perdido todo dominio sobre mí mismo.

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