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Le conté a don Juan mis dos recuerdos con todos los detalles, sin omitir nada. No hizo ningún comentario. Inclinó la cabeza afirmativamente un par de veces.

– En ambos recuerdos, don Juan -dije, sintiendo en mí mismo la urgencia con la que hablaba-, estaba totalmente histérico. Me temblaba el cuerpo. Tenía náusea. No quiero decir que era como si estuviera viviendo la experiencia, porque no es verdad. Estaba dentro de las experiencias mismas, las dos veces. Y cuando ya no pude soportarlo, salté a mi vida de ahora. Para mí, ése fue un salto hacia el futuro. Tuve el poder de pasar sobre el tiempo. Mi salto hacia el pasado no fue súbito; el suceso se desenvolvió lentamente tal como sucede con los recuerdos. Fue al final que sí salté de pronto hacia el futuro: mi vida de ahora.

– Algo en ti ha empezado a desmoronarse, no cabe duda -dijo finalmente-. Se ha estado desmoronando todo este tiempo, pero se reponía muy pronto cada vez que le fallaban las bases que lo sostenían. Mi sensación es que ya se está desmoronando totalmente.

Después de otro largo silencio, don Juan explicó que los chamanes del México antiguo creían, como ya me había dicho, que tenemos dos mentes y que sólo una de ellas es la nuestra. Yo siempre había comprendido que nuestras mentes tenían dos partes, y que una de ellas se mantenía en silencio porque la fuerza de la otra parte le negaba poder expresarse. Fuera lo que dijera don Juan, siempre lo había tomado como un medio metafórico para quizás explicar el dominio aparente del hemisferio izquierdo del cerebro sobre el derecho, o algo por el estilo.

– La recapitulación contiene una opción secreta-dijo don Juan-. Tal como te dije que la muerte contiene una opción secreta, una opción que sólo los chamanes utilizan. En el caso de la muerte, la opción secreta es que los seres humanos pueden retener su fuerza vital y renunciar solamente a su consciencia, el resultado de sus vidas. En el caso de la recapitulación, la opción secreta que sólo los chamanes eligen es la de acrecentar sus verdaderas mentes.

»La inquietante memoria de tus recuerdos -prosiguió- sólo puede venir de tu mente verdadera. La otra mente que todos tenemos y compartimos es, diría yo, un modelo barato; económico, de igual tamaño para todos. Pero éste es un tema para más tarde. Lo que ahora tenemos delante es el principio de una fuerza desintegrante. Pero no es una fuerza que te está desintegrando, no quiero decir eso. Está desintegrando lo que los chamanes llaman la instalación foránea que existe en ti y en cada ser humano. El efecto de la fuerza que se te viene encima, que está desintegrando la instalación foránea, es que saca a los chamanes de su sintaxis.

Había estado atento a lo que me decía don Juan, pero no podía decir que lo hubiera comprendido. Por alguna extraña razón, para mí tan desconocida como la causa de mis vivas memorias, no pude hacerle ninguna pregunta.

– Comprendo lo difícil que es para ti -dijo don Juan de pronto- el tener que lidiar con esta faceta de tu vida. Todos los chamanes que conozco han pasado por esto. Al experimentarlo, los machos sufren infinitamente más daño que las hembras. Supongo porque la mujer es por naturaleza más duradera. Los chamanes del México antiguo, actuando en grupo, hicieron lo posible por sostener el impacto de esta fuerza desintegrante. Hoy día, no tenemos los medios para actuar en grupo, así es que tenemos que fortalecernos para enfrentar a solas la fuerza que nos va a llevar más allá del lenguaje, porque no hay otra manera adecuada para describir lo que está pasando.

Don Juan tenía razón porque en verdad no podía explicar o no encontraba manera de describir los efectos de esos recuerdos sobre mí. Don Juan me había dicho que los chamanes se enfrentan a lo desconocido a través de los incidentes más banales que se pueda uno imaginar. Cuando se enfrentan a ello y no pueden interpretar lo que están percibiendo, tienen que apoyarse en un recurso exterior para saber por dónde ir. Don Juan llamaba a ese recurso el infinito, o la voz del espíritu, y había dicho que si los chamanes no se esfuerzan por ser racionales con algo que no puede ser racionalizado, el espíritu les dice lo que ocurre, sin falla.

Don Juan me guió a aceptar la idea de que el infinito era una fuerza que tenía voz y que estaba consciente de sí misma. A consecuencia, me había preparado para estar atento a esa voz y siempre actuar con eficacia, pero sin antecedentes, usando cuanto menos posible el apoyo del «a priori». Esperé impacientemente a que la voz del espíritu me dijera el sentido de mis memorias, pero no pasó nada.

Estaba en una librería un día cuando una joven me reconoció y se acercó para hablar conmigo. Era alta y delgada y tenía la voz insegura de una nena. Estaba tratando de hacerla sentir cómoda cuando de pronto me acosó un cambio energético instantáneo. Era como si una alarma se hubiera encendido dentro de mí, y sin ninguna volición de mi parte, tal como había sucedido antes, recordé otro suceso de mi vida que había olvidado por completo. La memoria de la casa de mis abuelos me inundó. Era una avalancha intensa y devastadora, y otra vez tuve que meterme en un rincón. Me sacudía el cuerpo como si me hubiera resfriado.

Debo de haber tenido ocho años. Mi abuelo me estaba hablando. Había comenzado por decir que era su mayor obligación decirme las cosas tal como eran. Tenía dos primos de mi misma edad: Alfredo y Luis. Mi abuelo insistió, despiadadamente, que le admitiera que mi primo Alfredo era verdaderamente bello. En mi visión, oía la voz rasposa y contenida de mi abuelo.

– Alfredo no necesita ninguna presentación -me había dicho en aquella ocasión-. Con sólo estar presente, se le abren las puertas porque todos practican el culto de la belleza. A todos les gusta la gente bella. Los envidian, pero siempre los buscan. Créemelo. Yo soy guapo, ¿no te parece?

Estaba totalmente de acuerdo con mi abuelo. Era ciertamente un hombre guapo, de huesos finos, de alegres ojos azules, de facciones exquisitas y de pómulos elegantes. Todo en su semblante estaba en perfecto equilibrio: su nariz, su boca, sus ojos, su mentón puntiagudo. Tenía pelo rubio que le salía por las orejas, característica que le daba un aire de duende. Sabía todo acerca de sí mismo y explotaba sus dotes al máximo. Las mujeres lo adoraban; primero, según él, por su belleza, y segundo, porque no lo veían como una amenaza. Desde luego, él se aprovechaba de todo esto al máximo.

– Tu primo Alfredo es un campeón -siguió mi abuelo-; nunca va a tener que entrar en una fiesta a la fuerza porque siempre será el primero en la lista de invitados. ¿Te has fijado cómo se para la gente en la calle a contemplarlo y cómo lo quieren tocar? Es tan bello que temo que va a salir un idiota, pero eso es otra historia. Diremos que es el idiota más bienvenido que has conocido.

Mi abuelo comparó a mi primo Luis con Alfredo. Dijo que Luis era feíto y un poco tonto, pero que tenía un corazón de oro. Y luego empezó conmigo.

– Si vamos a seguir con nuestra explicación -continuó-, tienes que admitir con toda sinceridad que Alfredo es bello y Luis es bueno. Ahora, a lo que viene a ti, tú no eres ni bello ni bueno. Eres un verdadero hijo de puta. Nadie te va a invitar a la fiesta, vas a tener que meterte a la fuerza. Tienes que acostumbrarte a la idea de que si quieres estar en la fiesta, tiene que ser a la fuerza. Las puertas nunca se te van a abrir como se le abren a Alfredo por ser bello y a Luis por ser bueno, así es que vas a tener que entrar por la ventana.

Su análisis de sus tres nietos era tan acertado que me hizo llorar por la finalidad de lo que había dicho. Cuanto más lloraba, más contento estaba él. Terminó el caso con una advertencia de lo más perjudicial.

– No hay por qué sentirse mal -dijo- porque no hay nada más excitante que entrar por la ventana. Para hacerlo, tienes que ser listo y atento. Tienes que vigilar por todos lados y estar preparado para pasar por humillaciones interminables.

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