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Oí a la distancia el galope del caballo del señor Acosta. Oí que gritaba:

– ¡Suéltalo, chico, suéltalo, que te va a llevar volando!

El buitre rey ciertamente o iba a llevarme con él o iba a hacerme pedazos con la fuerza de sus garras. No me pudo agarrar del todo porque su cabeza estaba metida entre la víscera y la armadura. Sus garras se resbalaban sobre los intestinos y no llegaban a tocarme. Otra cosa que me salvó fue que la fuerza del buitre estaba concentrada en liberarse de mi agarre, y no podía mover las garras hacia adelante lo suficiente para herirme. En seguida, en el momento preciso en que se me zafaron los guantes de cuero, el señor Acosta aterrizó encima del buitre.

Estaba rebosante de alegría.

– ¡Lo logramos, chico, lo logramos! -me dijo-. La próxima vez ponemos estacas más largas para que el buitre no dé un tirón y te atamos a la armadura.

Mi asociación con el señor Acosta había durado lo suficiente para cazar un buitre. Luego, mi interés en seguirlo desapareció tan misteriosamente como había aparecido al principio, y nunca tuve la oportunidad de agradecerle por todo lo que me había enseñado.

Don Juan dijo que me había enseñado la paciencia del cazador en el mejor momento para aprenderla; y sobre todo, me había enseñado a sustraer de la soledad todo el alivio que necesita el cazador.

– No puedes confundir la soledad con estar solo -me explicó don Juan una vez-. La soledad para mí es psicológica, es un estado mental. El estar solo es físico. Uno debilita, el otro da alivio.

Por todo esto, don Juan había dicho, tenía yo una gran deuda para siempre con el señor Acosta, comprendiera o no el estar agradecido de la manera que lo comprende un guerrero-viajero.

La segunda persona con la cual don Juan pensaba que tenía que estar agradecido era con un niño de mi misma edad que conocí a los diez años. Se llamaba Armando Velez. Tal como su nombre, era extremadamente elegante, tieso, en resumen, un niño viejo. Me gustaba porque era seguro en lo que hacía y a la vez muy amigable. Era alguien a quien no se lo podía intimidar fácilmente. Se metía a pelearse con cualquiera si era necesario y sin embargo no era para nada un bravucón.

Los dos salíamos a pescar juntos. Pescábamos peces muy pequeños, de los que vivían bajo las piedras, y teníamos que agarrarlos con las manos. Los poníamos a secar al sol y nos los comíamos crudos, algunas veces todo el día.

Me gustaba además el hecho de que era muy ingenioso y listo, a la vez que ambidiestro. Podía lanzar una piedra con la izquierda más lejos que con la derecha. Sabía de incontables juegos competitivos en los que, para mi desilusión, siempre me ganaba. Me ofrecía una especie de disculpa, diciéndome: «Si voy más lento y te dejo ganar, me vas a odiar. Lo verás como un insulto a tu hombría. Así es que esfuérzate más”.

Debido a su comportamiento extremadamente digno, lo llamábamos «Señor Velez», pero el «Señor» se abreviaba a «Sho», una costumbre típica de la región de Sudamérica de donde vengo.

Un día Sho Velez me preguntó algo fuera de lo común. Empezó como siempre, desde luego, como un desafío.

– Te apuesto lo que quieras -me dijo-, que yo sé algo que no te atreverías a hacer.

– ¿De qué hablas, Sho Velez?

– ¿A que no te atreves a bajar por el río en una balsa?

– Por supuesto que lo haría. Lo hice una vez en un río acrecentado. Me quedé varado una vez durante ocho días. Tuvieron que flotarme alimentación.

Era la verdad. Mi otro mejor amigo era un niño que llevaba el mote de Pastor Loco. Nos quedamos varados en una inundación sobre una isla sin que hubiera manera de rescatarnos. La gente del pueblo esperaba que el agua subiera y nos matara a los dos. Flotaron cestas de alimentación por el río con la esperanza de que llegaran a la isla y así fue. Así nos mantuvieron vivos hasta que bajó el agua lo suficiente para que llegaran a nosotros con una balsa y nos subieran a la ribera del río.

– No, esto es otro asunto -continuó Sho Velez con su aire de erudito-. Esto implica bajar en balsa a un río subterráneo.

Me recordó que una enorme parte del río local pasaba por debajo de un monte. Esa parte subterránea siempre me había intrigado sobremanera. Su entrada al monte era una terrible cueva de buen tamaño, siempre llena de murciélagos y de olor a amoníaco. A los niños de la región se les decía que era la boca del infierno: azufre, humos, calor, olor.

– ¡Te apuesto tu culo pestífero que no me voy a acercar a ese río mientras esté vivo, Sho Velez! -le grité-. Aunque viva diez vidas. Tienes que estar loco del todo para hacer algo así.

La cara seria de Sho Velez se volvió aún más seria.

– Ah -dijo- Entonces tendré que hacerlo yo solo. Pensé por un instante que podía empujarte a ir conmigo. Me equivoqué. La pérdida es mía.

– Ey, Sho Velez, ¿qué te pasa? ¿Por qué demonios quieres ir a ese lugar infernal?

– Tengo que hacerlo -dijo en su vocecita baja y ronca-. Ves, mi padre es tan loco como tú, pero es padre y esposo. Hay seis personas que dependen de él. De otra manera, sería tan loco como una cabra. Mis dos hermanas, mis dos hermanos, mi madre y yo dependemos de él. Él es todo para nosotros.

No sabía quién era el padre de Sho Velez. Nunca lo había visto. No sabía a qué se dedicaba para ganarse la vida. Sho Velez me reveló que su padre era un hombre de negocios y que todo lo que tenía estaba en riesgo.

– Mi padre ha construido una balsa y quiere ir. Quiere hacer esa expedición. Mi madre dice que es puro humo, pero yo no me fío -continuó Sho Velez-. Le he visto esa mirada de loco en los ojos. Uno de estos días lo va a hacer, y estoy seguro de que va a morir. Así es que voy a tomar la balsa para ir al río yo mismo. Sé que voy a morir, pero mi padre no morirá.

Sentí que me pasaba como una corriente eléctrica por el cuello, y me oí decir en el tono más agitado que uno pueda imaginar:

– ¡Lo hago, Sho Velez, lo hago! ¡Sí, sí va a ser estupendo, yo voy contigo!

Sho Velez hizo una mueca. La comprendí como una mueca de alegría porque iba con él, no porque él había conseguido convencerme. Expresó ese sentimiento en su siguiente frase:

– Sé que si tú me acompañas voy a sobrevivir.

No me importaba que sobreviviera Sho Velez o no. Lo que me había galvanizado era su valor. Sabía que Sho Velez tenía tripas de acero para hacer lo que decía. Él y Pastor Loco eran los únicos del pueblo con tripas de acero. Los dos poseían algo que yo consideraba único y desconocido: valor. Nadie más en el pueblo lo tenía. Los había puesto a todos a prueba. A mi manera de ver, todos estaban muertos, incluyendo el amor de mi vida, mi abuelo. Sabía esto sin duda alguna a la edad de diez años. La valentía de Sho Velez fue una comprensión abrumadora para mí. Quería estar con él hasta el fin, fuera como fuera.

Hicimos planes para encontrarnos al primer rayo, que es lo que hicimos, y los dos cargamos la ligera balsa de su padre por cuatro o cinco kilómetros fuera del pueblo, a unas montañas bajas y verdes a la entrada de la cueva, donde el río se volvía subterráneo. El olor a guano era insoportable. Nos subimos a la balsa y empujamos dentro de la corriente. La balsa llevaba linternas eléctricas que tuvimos que encender inmediatamente. Dentro de la montaña todo era negrura, y estaba húmedo y caluroso. La profundidad del agua era suficiente para que la balsa flotara, y la corriente bastante rápida para no tener que remar.

Las linternas creaban sombras grotescas. Sho Velez me susurró al oído que lo mejor sería no ver porque era más que aterrador. Tenía razón; era nauseabundo, opresivo. Las luces despertaron a los murciélagos, que comenzaron a volar alrededor de nosotros, aleteando caóticamente. Al penetrar más profundamente en la cueva, ya ni había murciélagos, sólo un pesado aire fétido, difícil de respirar. Después de lo que me parecieron horas, llegamos a una especie de estanque de gran profundidad; casi no se movía. Parecía como si la corriente mayor hubiera sido represada.

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