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El viejo, al parecer lleno de júbilo, dio un paso por encima de la línea y le dijo que para él todo lo que estaban haciendo eran puras necedades indias, pero que había que seguirle la corriente al bailarín, quien se hallaba mirándolos desde el interior de la. casa, si es que ella quería verlo bailar.

La mujer nagual me contó que repentinamente tuvo tanto miedo que no podía moverse para cruzar la línea. El viejo hizo un esfuerzo por persuadirla, diciendo que cruzar ese lindero era benéfico para todo el cuerpo. Él, al cruzarlo, no sólo se había sentido más joven, sino que en realidad se había vuelto más joven, pues tal era el poder que tenía ese lindero. Para demostrar lo que decía, volvió a cruzar la raya en retroceso y en el acto sus hombros se desplomaron, las esquinas de su boca se inclinaron hacia abajo, sus ojos perdieron el brillo. A la mujer nagual le era imposible negar las diferencias que generaba el cruce.

Don Juan volvió a cruzar la raya por tercera vez. Respiró hondamente, expandiendo el pecho; se movía con energía y seguridad. La mujer nagual dijo que le pasó por la mente la idea de que si don Juan se sentía tan joven hasta le llegaría a hacer proposiciones sexuales. Su automóvil se hallaba demasiado lejos para correr a él. Lo único que le quedaba era decirse a sí misma que era estúpido tenerle miedo a ese viejecillo.

Después el viejo trató de hacerle ver el chiste que todo aquello tenía. En un tono de conspirador, como si renuentemente le revelara un secreto, le dijo que solamente se hallaba fingiendo ser más joven para satisfacer al bailarín, y que si ella no lo ayudaba cruzando la raya se iba a desmayar en cualquier momento debido al esfuerzo de caminar con la espalda derecha. Volvió a cruzar de un lado al otro de la línea para mostrarle el inmenso esfuerzo que implicaba su pantomima.

La mujer nagual me dijo que los ojos suplicantes de don Juan revelaban los dolores que su cuerpo estaba pasando al fingir juventud. Cruzó la línea para ayudarlo y para terminar el espectáculo; quería irse a casa:

En el momento en que cruzó la línea, don Juan dio un salto prodigioso y planeó por encima del techo de la casa. La mujer nagual me dijo que don Juan voló como si fuera un inmenso bumerang. Cuando aterrizó a su lado, ella se cayó de espaldas. Su espanto era el más grande que había experimentado en su vida, pero lo mismo ocurría con su emoción de haber presenciado semejante maravilla. Sus sentimientos eran tan confusos que ni siquiera le preguntó cómo había llevado a cabo esa extraordinaria proeza. Quería regresar corriendo a su auto e irse a su casa.

El viejo la ayudó a incorporarse y se disculpó por haberla engatusado. Le dijo que él era en realidad el bailarín y su vuelo por encima de la casa había sido su baile. Le preguntó si se había fijado en la dirección del vuelo. La mujer nagual hizo un círculo con su mano de derecha a izquierda. Don Juan le palmeó la cabeza paternalmente y dijo que había sido muy propicio que ella hubiese estado atenta. Después añadió que quizá ella se había lastimado al caer, y que de ninguna manera podía dejarla ir sin asegurarse de que estaba bien. Sin más ni más, don Juan le irguió los hombros y le alzó la barbilla, como si la dirigiera a que estirara la espina dorsal. Después le dio un fuerte golpe entre los omóplatos, y literalmente le sacó todo el aire de los pulmones. Durante unos instantes ella no pudo respirar y sé desmayó.

Cuando volvió en sí, se hallaba dentro de la casa. Su nariz sangraba, sus oídos zumbaban; su respiración estaba acelerada y no podía enfocar la vista. Don Juan le indicó que hiciera inhalaciones profundas mientras contaba hasta ocho, Mientras más respiraba, más se aclaraba todo. Me contó ella que, en un momento dado, el cuarto se volvió incandescente; todo destelleaba con una luz ámbar. Quedó estupefacta y ya no pudo seguir respirando profundamente. Para entonces la luz ámbar era tan densa que parecía neblina. Después la niebla se convirtió en telarañas de color ámbar. Por último, se disipó, pero el mundo continuó uniformemente ámbar durante un largo rato.

Don Juan le empezó a hablar. La condujo afuera de la casa y le mostró que el mundo se hallaba dividido en dos mitades. La parte izquierda se hallaba clara, pero la derecha estaba velada por una niebla amarilla. Le dijo que es monstruoso pensar que el mundo es comprensible o que nosotros mismos somos comprensibles. Le dijo que lo que se encontraba percibiendo era un enigma, un misterio que sólo se puede aceptar con asombro y humildad.

Después le reveló la regla. Su claridad mental era tan intensa que ella comprendió todo lo que él le decía. La regla le pareció apropiada y evidente.

Don Juan le explicó que los dos lados de un ser humano están totalmente separados y que se requiere una gran disciplina y determinación para romper ese sello e ir de un lado al otro. Los seres dobles tienen una gran ventaja: la condición de ser doble les permite un movimiento relativamente fácil entre los compartimientos del lado derecho. La gran desventaja de los seres dobles consiste en que por virtud de tener dos compartimientos son sedentarios, conservadores, temerosos del cambio.

Don Juan le dijo que su intención había sido desplazarla del compartimiento del extremo derecho a su más lúcido y definido lado derecho-izquierdo, pero, en vez de eso, a causa de un giro inexplicable, el golpe la había enviado a través de toda su doblez, de la extrema derecha cotidiana a la extrema izquierda. Cuatro veces la golpeó en los omóplatos a fin de reubicarla en el estado normal de conciencia, pero sin éxito. Los golpes la ayudaron, sin embargo, a hacer que su percepción de la pared de niebla obedeciera a su voluntad. Aunque no había sido su intención, don Juan había estado en lo cierto al decir que cruzar la línea era un viaje sin retorno. Una vez que ella lo cruzó, al igual que Silvio Manuel, ya nunca regresó.

Cuando don Juan nos puso cara a cara a la mujer nagual y a mí, ninguno de los dos sabía nada de la existencia del otro, y sin embargo, al instante sentimos una intensa familiaridad. Don Juan sabía, a través de su propia experiencia, que el alivio que los seres dobles experimentan el uno en el otro es indescriptible, y demasiado breve. Nos dijo que fuerzas incomprensibles a nuestra razón, nos habían colocado juntos y que lo único que no teníamos era tiempo. Cada minuto podía ser el último; por tanto, tenía que ser vivido con el espíritu.

Una vez que don Juan nos reunió, todo lo que le restó a él y a sus guerreros fue encontrar cuatro acechadoras, tres guerreros y un propio para completar nuestro grupo. Para ese fin, don Juan encontró a Lidia, Josefina, la Gorda, Rosa, Benigno, Néstor, Pablito y Eligio. Cada uno de ellos era una réplica incipiente de los miembros del grupo de don Juan.

XII. LOS NO-HACERES DE SILVIO MANUEL

Don Juan y sus guerreros hicieron una pausa a fin de dar campo a que la mujer nagual y yo pudiéramos cumplir con la regla: esto es, mantener, engrandecer y conducir a los ocho guerreros a la libertad. Todo parecía perfecto, y sin embargo, algo estaba mal. Las primeras cuatro guerreras que don Juan había encontrado eran ensoñadoras, cuando debían haber sido acechadoras. Don Juan no sabía cómo explicar esta anomalía. Sólo podía concluir que el poder había puesto a esas mujeres en su camino de tal manera que fue imposible rehusarlas.

Había otra patente irregularidad que era aún más sorprendente para don Juan y su grupo; tres de las mujeres y los tres guerreros no podían entrar en un estado de conciencia acrecentada, a pesar de los esfuerzos titánicos de don Juan. Estaban como atontados, vacilantes, al parecer no podían romper el sello, la membrana que separa los dos lados. Los apodaban los borrachos, porque se tambaleaban por doquier sin coordinación muscular. Eligio y la Gorda eran los únicos que disponían de un grado extraordinario de conciencia, especialmente Eligio, quien se hallaba a la par de la misma gente de don Juan.

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