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– Hay tantas cosas que sé -dijo-, sin embargo ni siquiera sé qué es lo que sé. Recuerdo tantas cosas, que al final termino sin recordar nada. Creo que tú te encuentras en la misma situación.

Le aseguré que, si eso era así, no me daba cuenta. Ella se negó a creerme.

– En verdad, a veces creo que no sabes nada -dijo-. Otras veces creo que estás jugando con nosotros. El nagual me dijo que él mismo no lo sabía. Ahora me estoy volviendo a acordar de muchas cosas que me dijo de ti.

– ¿Qué es lo que significa que mi cuerpo ha comenzado a recordar? -insistí.

– No me preguntes eso -contestó con una sonrisa-. Yo no sé qué será lo que se supone que debes recordar, o cómo se recuerda. Nunca lo he hecho, de eso estoy segura.

– ¿Hay alguno entre los aprendices que me lo podría decir? -pregunté.

– Ninguno -enfatizó-. Creo que yo soy como un mensajero para ti, un mensajero que en esta ocasión sólo puede darte la mitad del mensaje.

Se puso de pie y me suplicó que la llevara de nuevo a su pueblo. En ese momento, yo me hallaba muy alborozado como para irme. A sugerencia mía caminamos un poco por la plaza. Por último nos sentamos en otra banca.

– ¿No se te hace extraño que hayamos podido ver juntos con tanta facilidad? -preguntó la Gorda.

No sabía qué se traía ella en la cabeza. Titubeé en responder.

– ¿Qué dirías si yo te dijera que creo que desde antes hemos visto juntos? -inquirió la Gorda, eligiendo con cuidado cada palabra.

No podía comprender qué quería decir. Me repitió la pregunta una vez más y, sin embargo, seguí sin poder comprender el significado.

– ¿Cuándo pudimos haber visto juntos antes? -refuté-. Tu pregunta no tiene sentido.

– Ahí está la cosa -replicó-. No tiene sentido y no obstante tengo la sensación de que ya hemos visto juntos antes.

Sentí un escalofrío y me incorporé. De nuevo recordé la sensación que tuve durante la mañana en aquel pueblo. La Gorda abrió la boca para decir algo, pero se interrumpió a media frase. Se me quedó viendo, perpleja, me puso una mano en los labios y después prácticamente me arrastró al automóvil.

Manejé toda la noche. Quería hablar, analizar, pero ella se quedó dormida como si a propósito quisiera evitar toda discusión. Estaba en lo correcto, por supuesto. De nosotros dos, ella era la que conocía bien el peligro de disipar un estado anímico analizándolo con exceso.

Cuando bajó del auto, al llegar finalmente a su casa, me dijo que no podríamos hablar, en lo más mínimo, de lo que nos había ocurrido en Oaxaca.

– ¿Y eso por qué, Gorda? -pregunté.

– No quiero que desperdiciemos nuestro poder -replicó-. Esa es la costumbre del brujo. Nunca desperdicies tus ganancias.

– Pero si no hablamos de eso, nunca sabremos qué fue lo que realmente nos pasó -protesté.

– Podemos quedarnos callados, cuando menos nueve días -dijo.

– ¿Y no podemos hablar de ello solamente entre tú y yo? -pregunté.

– Una conversación entre tú y yo es precisamente lo que debemos evitar -contradijo-. Somos vulnerables. Tenemos que procurarnos tiempo para curarnos.

III. LOS CUASIRRECUERDOS DEL OTRO YO

– ¿Nos puedes decir qué es lo que está pasando? -me preguntó Néstor cuando todos nos reunimos esa noche-. ¿A dónde fueron ustedes dos ayer?

Se me había olvidado la recomendación de la Gorda. Empecé a decirles que primero fuimos al pueblo vecino y que allí encontramos una casa de lo más intrigante.

Pareció como si a todos los sacudiera un repentino temblor. Se avivaron, se miraron el uno al otro y después a la Gorda, como si esperasen que ella les hablara de eso.

– ¿Qué tipo de casa era? -quiso saber Néstor.

Antes de que pudiera responder, la Gorda me interrumpió. Empezó a hablar de una manera apresurada y casi incoherente. Era obvio que estaba improvisando. Incluso usó frases y palabras en mazateco. Me dirigió miradas furtivas que implicaban una súplica silenciosa para que yo no dijera nada.

– ¿Cómo va tu ensoñar, nagual? -me preguntó con el alivio de alguien que ha encontrado una salida-. Nos gustaría saber todo lo que haces. Es muy importante que nos platiques.

Se apoyó en mí y en el tono más casual que pudo me susurró que a causa de lo que nos había ocurrido en Oaxaca tenia que contarles todo lo referente a mi ensueño.

– ¿Qué tienen ustedes que ver con mi ensueño? -pregunté en voz fuerte.

– Creo que ya estamos muy cerca del final -dijo la Gorda, solemnemente-. Todo lo que digas o hagas es de importancia vital ahora.

Les conté entonces lo que yo consideraba mi verdadero ensoñar. Don Juan me había dicho que no tenía caso enfatizar las pruebas por las que uno pudiera pasar. Me dio una regla definitiva: si yo llegaba a tener la misma visión tres veces, tenía que concederle una importancia extraordinaria; de otra manera, los intentos de un neófito sólo eran un apoyo para construir la segunda atención.

Una vez ensoñé que despertaba y que saltaba del lecho sólo para enfrentarme a mi propio cuerpo que dormía en la cama. Me vi dormir y tuve el autocontrol de recordar que me hallaba ensoñando. Seguí entonces las instrucciones que don Juan me había dado, y que consistían en evitar sacudidas o sorpresas repentinas, y en tomar todo con un grano de sal. El ensoñador tiene que envolverse, declaraba don Juan, en experimentos desapasionados. En vez de examinar su cuerpo que duerme, el ensoñador sale del cuarto caminando. De repente me descubrí, sin saber cómo, fuera de mi habitación. Tenía la sensación absolutamente clara de que me habían colocado allí instantáneamente. En el primer momento que me hallé parado afuera de mi cuarto, el pasillo y la escalera parecían monumentales. Si hubo algo que de verdad me aterró esa noche fue el tamaño de esas estructuras, que en la vida real son de lo más comunes y corrientes; el pasillo tiene unos veinte metros de largo, y la escalera, dieciséis escalones.

No podía concebir cómo recorrer las enormes distancias que estaba percibiendo. Titubeé, y entonces algo me hizo moverme. Sin embargo, no caminé. No sentía mis pasos. De repente me hallé agarrándome al barandal. Podía ver mis manos y mis antebrazos, pero no los sentía. Me estaba sosteniendo mediante la fuerza de algo que no tenía nada que ver con mi musculatura, tal como la conozco. Lo mismo sucedió cuando traté de bajar las escaleras. No sabía cómo caminar. Simplemente no podía dar un solo paso. Era como si me hubieran soldado las piernas. Podía verlas si me inclinaba, pero no podía moverlas hacia delante o lateralmente, ni elevarlas hacia el pecho. Era como si me hubiesen pegado al escalón superior. Me sentí como uno de esos muñecos inflados, de plástico, que pueden inclinarse en cualquier dirección hasta quedar horizontales, sólo para erguirse nuevamente por el peso de sus bases redondeadas.

Hice un esfuerzo supremo por caminar y reboté de escalón en escalón como torpe pelota. Me costó un increíble esfuerzo de atención llegar a la planta baja. No podría describirlo de otra manera. Se requería algún tipo de atención para conservar los linderos de mi visión y evitar que ésta se desintegrase en las fugaces imágenes de un sueño ordinario.

Cuando finalmente llegué a la puerta de la calle no pude abrirla. Lo traté desesperadamente, pero sin éxito; entonces recordé que había salido de mi cuarto deslizándome, flotando como si la puerta hubiese estado abierta. Con sólo recordar esa sensación de flotación, de súbito ya estaba en la calle. Se veía oscuro: una peculiar oscuridad gris-plomo que no me permitía percibir ningún color. Mi interés fue atrapado al instante por una inmensa laguna de brillantez que se hallaba exactamente frente a mí, al nivel de mi ojo. Deduje, más que divisé, que se trataba de la luz de la calle, puesto que yo sabía que en la esquina había un farol de siete metros de altura. Supe entonces que me era imposible hacer los arreglos perceptivos requeridos para juzgar lo que estaba arriba, abajo, aquí, allá. Todo parecía hallarse extraordinariamente presente. No disponía de ningún mecanismo, como en la vida cotidiana, para acomodar mi percepción. Todo estaba allí, enfrente, y yo no tenía volición para construir un procedimiento adecuado que filtrara lo que veía.

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