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Néstor se rió de ella y todos los demás le hicieron coro.

– Ya nunca más nos vas a engatusar con tu aire de mando -criticó Néstor-. Ya nos liberamos de ti. Anoche transbordamos los linderos.

La Gorda siguió imperturbable, pero los demás estaban enojadísimos. Tuve que intervenir. Dije en voz alta que quería saber más acerca de los linderos que habíamos transbordado la noche anterior. Néstor explicó que ésos les pertenecían sólo a ellos. La Gorda estuvo en desacuerdo. Parecía que ya iban a empezar a pelearse. Llevé a Néstor a un lado y le ordené que me hablara de los linderos.

– Nuestros sentimientos establecen límites alrededor de cualquier cosa -expuso-. Mientras más queremos algo, más fuerte es el cerco. En este caso nosotros queríamos a nuestra casa, y antes de irnos tuvimos que deshacernos de ese sentimiento. Los sentimientos por nuestra tierra llegaban hasta la cumbre de las montañas que están al oeste de nuestro valle. Ese fue el lindero, y cuando cruzamos la cima de esas montañas, sabiendo que ya nunca regresaríamos, los rompimos.

– Pero yo también sabía que no iba a regresar -dije.

– Es que tú no amabas esas montañas igual que nosotros -replicó Néstor.

– Eso está por verse -terció la Gorda, crípticamente.

– Estábamos bajo su influencia -intervino Pablito, poniéndose en pie y señalando a la Gorda-. Esta nos tenía del pescuezo. Ahora me doy cuenta de lo estúpido que fui por culpa de ella. No tiene caso llorar por lo que ya pasó, pero nunca me volverá a suceder lo mismo.

Lidia y Josefina se unieron a Néstor y a Pablito. Benigno y Rosa observaban todo como si ese altercado ya no les incumbiese más.

En ese momento experimenté otro instante de certeza y de conducta autoritaria. Me levanté y, sin ninguna volición consciente de mi parte, anuncié que yo me hacía cargo y que relevaba a la Gorda de cualquier obligación ulterior de hacer comentarios o de presentar sus ideas como única solución. Cuando terminé de hablar me asombré de mi audacia. Todos, inclusive la Gorda, estaban contentísimos.

La fuerza que generó mi explosión fue primero la sensación física de que mis fosas nasales se abrían, y después la certeza de que yo sabía lo que don Juan quería decir y dónde se hallaba con exactitud el lugar al que teníamos que ir para poder ser libres. Cuando mis fosas nasales se abrieron tuve una visión de la casa que me había intrigado.

Les dije a dónde íbamos a ir. Todos aceptaron mis instrucciones, sin discutir e incluso sin comentarios. Pagamos en la pensión y nos fuimos a cenar. Luego, paseamos por la plaza hasta las once de la noche. Fuimos a mi auto, se apilaron ruidosamente dentro de él, y nos encaminamos a ese misterioso pueblo. La Gorda se quedó despierta para hacerme compañía, mientras los demás dormían. Después, Néstor manejó y la Gorda y yo dormimos.

V. UNA HORDA DE BRUJOS IRACUNDOS

Nos hallábamos en el pueblo cuando despuntó el alba. En ese momento tomé el volante y manejé hacia la casa. La Gorda me pidió que me detuviera un par de cuadras antes de llegar. Salió del auto y empezó a caminar por la alta banqueta. Todos salieron, uno a uno. Siguieron a la Gorda. Pablito vino a mi lado y dijo que debía estacionar el auto en el zócalo, el cual se hallaba a una cuadra de allí. Eso hice.

En el momento en que vi que la Gorda daba la vuelta a la esquina supe que algo le ocurría. Se hallaba extraordinariamente pálida. Vino a mí y me susurró que iba a ir a oír la primera misa. Lidia también quería hacer lo mismo. Las dos atravesaron el zócalo y entraron en la iglesia.

Nunca había visto tan sombríos a Pablito, Néstor y Benigno. Rosa estaba asustada, con la boca abierta, los ojos fijos, sin pestañear, mirando hacia la casa. Solamente Josefina resplandecía. Me dio una amistosa y jovial palmada en la espalda.

– Orate, hijo de la patada -exclamó-. ¡Ya les diste en la mera torre a estos hijos de la chingada!

Rió hasta que casi perdió el aliento.

– ¿Este es el lugar, Josefina? -le pregunté.

– Claro que sí -dijo-. La Gorda siempre iba a la iglesia. Era una verdadera beata en esos tiempos.

– ¿Te acuerdas de esa casa que está ahí? -le pregunté, señalándola.

– Es la casa de Silvio Manuel -respondió.

Todos saltamos al oír ese nombre. Yo experimenté algo similar a una benigna descarga de corriente eléctrica que me pasaba por las rodillas. El nombre definitivamente no me era conocido, y sin embargo mi cuerpo saltó al oírlo. Todo lo que se me ocurrió pensar fue que Silvio Manuel era un nombre sonoro y melodioso.

Los tres Genaros y Rosa se hallaban tan perturbados como yo. Advertí que todos ellos habían palidecido. A juzgar por lo que sentí, yo debía de estar tan pálido como ellos.

– ¿Quién es Silvio Manuel? -finalmente pude preguntarle a Josefina.

– Ahora sí me agarraste -dijo-. No sé.

Josefina reiteró entonces que estaba loca y que nada de lo que dijera debía de tomarse en serio. Néstor le suplicó que nos refiriera todo lo que recordase.

Josefina trató de pensar, pero era del tipo de personas que no funcionan bien bajo presión. Yo sabía que ella podría hacerlo si nadie le preguntaba nada. Propuse que buscáramos una panadería o cualquier lugar dónde comer.

– A mí no me dejaban hacer nada en esa casa; eso es lo único de lo que me acuerdo -dijo Josefina de repente.

Se volvió en torno suyo como si buscara algo, o como si tratara de orientarse.

– ¡Aquí hay algo que falta! -exclamó-. Esto no es exactamente como era.

Traté de ayudarla formulando preguntas que consideré apropiadas, como si eran ciertas casas las que faltaban, o si éstas habían sido pintadas, o si se habían construido otras, pero Josefina no pudo determinar cuál era la diferencia.

Caminamos a la panadería y compramos panes de dulce. Cuando íbamos de regreso al zócalo a esperar a la Gorda y a Lidia, Josefina súbitamente se dio un golpe en la frente como si una idea la hubiera fulminado.

– ¡Ya sé qué es lo que falta! -gritó-: ¡Es esa pinche pared de niebla! Aquí estaba antes. Ahora ya no.

Todos empezamos a hablar al mismo tiempo, haciéndole preguntas acerca de la pared, pero Josefina continuó hablando sin perturbarse, como si no estuviéramos allí.

– Era una pared de niebla que se alzaba hasta el cielo -dijo-. Estaba exactamente aquí. Cada vez que volteaba la cabeza, ahí estaba la pinche pared. Me volvió loca. ¡Hijo de la chingada! Yo andaba bien del coco hasta que esa pared me enloqueció.

"La veía con los ojos abiertos o con los ojos cerrados. Creía que esa pared me andaba siguiendo.

Durante un instante Josefina perdió su vivacidad natural. Una mirada de desesperación apareció en sus ojos. Yo había visto ese tipo de mirada en personas con experiencias psicóticas. Apresuradamente le sugerí que se comiera su pan. Ella se calmo al instante y empezó a comerlo.

– ¿Qué piensas de todo esto, Néstor? -pregunté.

– Tengo miedo -respondió suavemente.

– ¿Te acuerdas de algo?

Negó sacudiendo la cabeza. Interrogué a Pablito y a Benigno con un movimiento de cejas. Ellos negaron con la cabeza.

– ¿Y tú, Rosa? -pregunté.

Rosa saltó cuando oyó que le hablaba. Parecía haber perdido el habla. Tenia un pan en su mano y se le quedó mirando, como si no decidiera qué hacer con él.

– Claro que se acuerda -aseguró Josefina, riendo-, pero está muerta de miedo. ¿A poco no ves que le sale pipí hasta por las orejas?

Josefina parecía creer que su aseveración era broma máxima. Se dobló de la risa y dejó caer el pan al suelo. Lo recogió, le sacudió el polvo y se lo comió.

– Los locos hasta comen mierda -dijo, dándome una palmada en la espalda.

Néstor y Benigno se veían muy azorados con las extravagancias de Josefina. Pero Pablito estaba feliz. Había una mirada de admiración en sus ojos. Sacudía la cabeza y chasqueaba la lengua como si tal gracia fuese inconcebible.

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