XIV. FLORINDA
La Gorda y yo estábamos totalmente de acuerdo en que al mismo tiempo en que Zuleica nos había enseñado la complejidad del ensueño, nosotros habíamos aceptado tres hechos innegables: que la regla es un mapa, que oculta en nosotros yace otra conciencia y que es posible penetrar en esa conciencia. Don Juan había logrado lo que la regla prescribía.
La regla determinaba que el siguiente paso de don Juan consistía en presentarme a Florinda, la única de su grupo que yo no había conocido. Don Juan me dijo que debía ir a casa de Florinda yo solo, porque lo que aconteciera entre Florinda y yo no tenía nada que ver con otros. Me dijo que Florinda sería mi guía personal, exactamente como si yo fuera un nagual como él. El había tenido ese tipo de relación con la guerrera del grupo de su benefactor comparable a Florinda.
Don Juan me dejó un día a la puerta de la casa de Nélida. Me dijo que entrara, que Florinda me esperaba en el interior.
– Es un honor conocerla -le dije a la mujer que me esperaba en el corredor.
– Yo soy Florinda -dijo.
Nos miramos en silencio. Quedé estupefacto. Mi estado de conciencia era más agudo que nunca. Y jamás he vuelto a experimentar una sensación comparable.
– Qué nombre tan bello -pude decir, pero quería decir mucho más que eso.
El nombre no me era raro, simplemente no había conocido a nadie, hasta ese día, que fuera la esencia de ese nombre.
A la mujer que se hallaba frente a mí le quedaba como si lo hubieran hecho para ella, o quizás era como si ella hubiese hecho que su persona encajara en el nombre.
Físicamente era idéntica a Nélida, a excepción de que Florinda parecía tener más confianza en sí misma, y más autoridad. Era bien alta y esbelta. Tenía la piel clara de la gente del Mediterráneo; de ascendencia española, o quizá francesa. Era ya de edad, y sin embargo no era débil ni avejentada. Su cuerpo era ágil, flexible y delgado. Piernas largas, rasgos angulares, boca pequeña, una nariz bellamente esculpida, ojos oscuros, cabello trenzado y completamente blanco. Ni papada ni piel colgante en el rostro y cuello. Era vieja como si la hubieran arreglado para parecer vieja.
Al recordar, retrospectivamente, mi primer encuentro con ella, me viene a la mente algo completamente sin relación pero a propósito. Una vez vi en una revista una fotografía tomada veinte años atrás de una actriz de Hollywood entonces joven, que había tenido que caracterizarse para representar el papel de una mujer que envejecía. Junto a la fotografía, la revista había publicado una foto de la misma actriz tal como se veía después de veinte verdaderos años de vida ardua. Florinda, en mi juicio subjetivo, era como la primera imagen de la actriz de cine, una muchacha maquillada para verse vieja.
– ¿Qué es lo que tenemos aquí? -me dijo, pellizcándome-. No pareces gran cosa. Flojo. Lleno de pecadillos chiquitos y unos cuantos grandes, ¿eh?
Su franqueza me recordó la de don Juan, al igual que la fuerza interna de su mirada. Se me había ocurrido, revisando mi vida con don Juan, que sus ojos siempre estaban en reposo. Era imposible ver agitación en ellos. No era que los ojos de don Juan fueran bellos. He visto ojos deslumbrantes, pero nunca he descubierto que digan algo. Los ojos de Florinda, como los de don Juan, me daban la sensación de que habían visto todo lo que se puede ver; eran serenos, pero no dulces. La excitación en esos ojos se había hundido hacia dentro y se había convertido en algo que sólo puedo describir como vida interna.
Florinda me llevó a través de la sala hasta un patio techado. Nos sentamos en unos cómodos sillones. Sus ojos parecían buscar algo en mi cara.
– ¿Sabes quién soy yo y lo que se supone que debo hacer contigo? -preguntó.
Le dije que todo lo que sabía acerca de ella, y su relación conmigo, era lo que don Juan había bosquejado. En el curso de mi explicación la llamé doña Florinda.
– No me llames doña Florinda -me pidió con un gesto infantil de irritación y embarazo-. Todavía no estoy tan vieja, y ni siquiera tan respetable.
Le pregunté cómo quería que la tratase.
– Tan sólo Florinda -dijo-. En cuanto a quién soy, te puedo decir inmediatamente que soy una guerrera que conoce los secretos del acechar. Y en cuanto a lo que se supone que debo de hacer contigo, te puedo decir que voy a enseñarte los primeros siete principios del acecho, los tres primeros principios de la regla para los acechadores, y las tres primeras maniobras del acecho.
Agregó que para cada guerrero lo normal era olvidar lo que acontece cuando las acciones ocurren en el lado izquierdo, y que me llevaría años llegar a comprender lo que iba a enseñarme. Dijo que su instrucción era apenas el principio, y que algún día terminaría sus enseñanzas pero bajo condiciones diferentes.
Le pregunté si le molestaba que le hiciera preguntas.
– Pregunta lo que quieras -dijo-. Todo lo que necesito de ti es que te comprometas a practicar. Después de todo, de una manera u otra ya sabes muy bien lo que vamos a tratar. Tus defectos consisten en que no tienes confianza en ti mismo y en que estás dispuesto a reclamar tu conocimiento como poder. El nagual, siendo hombre, te hipnotizó. No puedes actuar por tu propia cuenta. Sólo una mujer te puede liberar de eso.
‘Empezaré contándote la historia de mi vida, y, al hacerlo, las cosas se te van a aclarar. Tengo que contártela en pedacitos, así es que tendrás que venir seguido aquí.’
Su aparente disposición a hablar de su vida me sorprendió porque era lo contrario a la reticencia que los demás mostraban por revelar cualquier cosa personal. Después de años de estar con ellos, yo había aceptado sus maneras de ser tan indisputablemente que ese intento voluntario de revelarme su vida personal me fue inquietante. La aseveración me puso inmediatamente en guardia.
– Perdón -dije-, ¿dijo usted que piensa revelarme su vida personal?
– ¿Porqué no? -preguntó.
Le respondí con una larga explicación de lo que don Juan me había dicho acerca de la abrumadora fuerza de la historia personal, y de la necesidad que tienen los guerreros de borrarla. Concluí todo diciéndole que don Juan me había prohibido terminantemente hablar de mi vida.
Se rió con una voz muy aguda. Parecía estar encantada.
– Eso sólo se aplica a los hombres -dijo-. Por ejemplo, el no-hacer de tu vida personal consiste en contar cuentos interminables pero ninguno de ellos sobre tu verdadera identidad. Como ves, ser hombre significa que tienes una sólida historia tras de ti. Tienes familia, amigos, conocidos, y cada uno de ellos tiene una idea definida de ti. Ser hombre significa que eres responsable. No puedes desaparecer tan fácilmente. Para poder borrar tu historia necesitas mucho trabajo.
"Mi caso es distinto. Ser mujer me da una espléndida ventaja. No tengo que rendir cuentas. ¿Sabías tú que las mujeres no tienen que dar cuentas?
– No sé qué quiera decir con rendir cuentas -dije.
– Quiero decir que una mujer puede desaparecer fácilmente -respondió-. Una mujer puede, si no hay más, casarse. La mujer pertenece al marido. En una familia con muchos hijos, las hijas se descartan con facilidad. Nadie cuenta con ellas y hasta es posible que ellas un día desaparezcan sin dejar rastro. Su desaparición se acepta con facilidad.
"Un hijo, por otra parte, es algo en lo que uno invierte. A un hijo no le es tan fácil escabullirse y desaparecer. Y aun si lo hace, deja huellas tras de sí. Un hijo se siente culpable por desaparecer. Una hija, no.
"Cuando el nagual te entrenó a no decir una palabra acerca de tu vida personal, lo que él trataba era ayudarte a vencer esa idea que tienes de que le hiciste mal a tu familia y a tus amigos, que contaban contigo de una forma u otra.
"Después de luchar toda una vida, el guerrero termina, por supuesto, borrándose, pero esa lucha deja mellas en el hombre. Se vuelve reservado, siempre en guardia contra sí mismo. Una mujer no tiene que lidiar con esas privaciones. La mujer ya está preparada a esfumarse en pleno aire. Y por cierto, eso es lo que se espera que haga tarde o temprano.