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Durante una de las sesiones, cuando abrí los ojos deliberadamente para ver a Zuleica, me dejó estupefacto encontrar a la Gorda al igual que a Josefina asomándose sobre mí junto con Zuleica. La faceta final de su enseñanza comenzó entonces. Zuleica nos enseñó a los tres a viajar con ella. Nos dijo que nuestra primera atención se hallaba enganchada en las emanaciones de la tierra, y que la segunda atención estaba enganchada en las emanaciones del universo. Lo que quería decir con eso es que un ensoñador, por definición está afuera de los linderos de las preocupaciones de la vida cotidiana. Como viajera del ensueño, la última tarea de Zuleica con la Gorda, Josefina y conmigo consistía en templar nuestra segunda atención para poder seguirla en sus viajes por lo desconocido.

En sesiones sucesivas, la voz de Zuleica me dijo que su "obsesión" me guiaría a un lugar de cita, que en asuntos de la segunda atención la obsesión del ensoñador sirve como guía, y que la suya se hallaba concentrada en un lugar real más allá de esta tierra. Desde allí me llamaría y yo tendría que usar su voz como si fuera una cuerda con la cual jalarme.

Nada ocurrió en dos sesiones; la voz de Zuleica resultaba más tenue conforme hablaba, y a mí me preocupaba no poder seguirla. No me había dicho lo que debía de hacer. También experimenté una pesadez desacostumbrada. No podía romper una estridente fuerza a mi alrededor que me sujetaba y que me impedía salir del estado de vigilia en reposo.

Durante la tercera sesión, de repente abrí los ojos sin haberlo siquiera intentado. Zuleica, la Gorda y Josefina me observaban. Yo estaba de pie, con ellas. Inmediatamente me di cuenta de que nos hallábamos en algún lugar desconocido para mí. El rasgo más obvio era una brillante luz directa. Toda la escena estaba inundada de una poderosa luz blanca, como de neón. Zuleica sonreía como invitándome a ver en torno a mí. La Gorda y Josefina parecían tan cautelosas como yo. Zuleica nos indicó que nos moviéramos. Nos hallábamos a campo abierto, de pie en el centro de un círculo deslumbrador. El suelo parecía ser roca dura, oscura, y sin embargo reflejaba mucho de la cegadora luz blanca que venia de arriba. Lo extraño era que aunque, yo sabía que la luz era excesivamente intensa para mis ojos, no me lastimé en lo mínimo cuando alcé la cabeza y descubrí su fuente. Era el sol. Yo estaba mirando directamente al sol, el cual, quizá a causa de que yo estaba ensoñando, era intensamente blanco.

La Gorda y Josefina también miraban directamente al sol, aparentemente sin ningún efecto dañino. De repente, me sentí ausentado. La luz era demasiado extraña. Era una luz implacable; parecía estancarme creando un viento que yo podía sentir. Pero no podía sentir nada de calor. Creía que la luz era maligna. Al unísono, la Gorda, Josefina y yo nos acurrucamos como niños asustados, en tomo a Zuleica. Ella nos agrupó. Después la deslumbrante luz blanca empezó a disminuir gradualmente hasta que desapareció por completo. En su lugar quedó una apacible luz amarillenta.

Me di total cuenta entonces de que no nos hallábamos en la tierra. El suelo era de color terracota mojada. No había montañas, pero donde nos encontrábamos tampoco era tierra plana. Era un suelo asolanado, lleno de grietas y manchas. Parecía un enfurecido mar seco de terracota. Lo podía ver a todo mi alrededor, como si me hallara en medio del océano. Miré arriba: el cielo había perdido su estridente resplandor. Era oscuro, pero no azul. Una estrella brillante, incandescente, se encontraba cerca del horizonte. Tuve la certeza entonces de que estábamos en un mundo con dos soles, dos estrellas. Una era enorme y se había ya ocultado; la otra era más pequeña o quizá más distante.

Quise hacer preguntas, caminar por ahí y ver cosas. Con una seña, Zuleica nos ordenó que nos quedáramos quietos. Pero algo parecía jalarnos. De repente, la Gorda y Josefina no estuvieron más; y yo me desperté.

Desde esa vez no regresé más a casa de Zuleica. Don Juan me hacía cambiar de niveles de conciencia en su propia casa o donde estuviéramos, y yo empezaba a ensoñar. Zuleica, la Gorda y josefina siempre me esperaban. Regresamos a la misma escena una y otra vez, hasta que nos fuera completamente conocida. Cada vez que podíamos, evitábamos el resplandor, la luz del día, y llegábamos cuando era de noche, justo a tiempo para presenciar la salida de un astro colosal: algo de tal magnitud que cuando erupcionaba sobre la dentada línea del horizonte, cubría más de la mitad del plano de ciento ochenta grados frente a nosotros. El astro era hermosísimo, y su ascenso sobre el horizonte era algo tan inaudito que yo hubiera podido quedarme allí una eternidad sólo para presenciar esa vista.

El astro llenaba casi todo el firmamento cuando llegaba al cenit. Invariablemente nosotros nos tendíamos de espaldas para contemplarlo. Tenía configuraciones consistentes, que Zuleica nos enseñó a reconocer. Advertí que no era una estrella. Reflejaba la luz; tenía que haber sido un cuerpo opaco porque la luz que reflejaba era débil en relación con el monumental tamaño. Había enormes manchas marrón, que eran permanentes en su superficie de color amarillo-azafrán.

Zuleica nos llevó sistemáticamente a viajes que rebasaban las palabras. La Gorda decía que Zuleica llevó a Josefina aún más lejos, más profundo en lo desconocido, porque Josefina, al igual que Zuleica, estaba loca; ninguna de las dos poseía ese centro de racionalidad que proporciona sobriedad al ensoñador; por lo tanto, no tenían barreras ni interés en buscar causas racionales para ninguna cosa.

Lo único que Zuleica me dijo acerca de nuestros viajes, que parecía una explicación, era que el poder que los ensoñadores tienen de concentrarse en su segunda atención los convertía en bandas vivientes de goma elástica. Mientras más fuertes e impecables eran los ensoñadores más lejos podían proyectar su segunda atención en lo desconocido y más tiempo podían mantener esta proyección.

Don Juan decía que mis viajes con Zuleica no eran ilusión, y que cada cosa que yo había hecho con ella era un paso hacia el control de la segunda atención; en otras palabras, Zuleica me estaba enseñando la predisposición perceptual de ese otro dominio. Sin embargo, él no podía explicar la naturaleza exacta de esos viajes. O quizá no quería hacerlo. Me dijo que si él se aventuraba a explicar la predisposición perceptual de la segunda atención en términos de la primera atención, quedaría irremediablemente atrapado en palabras. Quería que yo encontrara mi propia explicación, y mientras más pensaba yo en ello más claro se volvía para mí que era imposible hacerlo. La renuncia de don Juan era funcional.

Bajo la guía de Zuleica llevé a cabo verdaderas visitas a misterios que ciertamente se hallan más allá del marco de mi razón, pero obviamente dentro de las posibilidades de mi conciencia normal. Aprendí a viajar hacia algo incomprensible y terminé, como Emilito y Juan Tuma, copilando mis propios cuentos de la eternidad.

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