Don Juan se maravillaba de que dichas circunstancias no parecen tener efecto en las guerreras de un grupo; el desorden las deja imperturbables. Nos dijo que ya había advertido esto, en el grupo de su benefactor; las mujeres nunca se mostraron tan preocupadas ni tan abatidas como los hombres. Parecía que, simplemente le llevaban la corriente a su benefactor y lo seguían sin mostrar signos de desgaste emocional. Si estaban de algún modo confundidas, parecían ser indiferentes a esto. Estar atareadas era todo lo que contaba para ellas. Era como si solamente los hombres hubieran hecho una oferta por la libertad y sintieran el impacto de una oferta contraria.
Don Juan observó el mismo contraste en su propio grupo. Las mujeres estuvieron inmediatamente de acuerdo cuando él se convenció de que sus recursos eran insuficientes. Don Juan sólo pudo concluir que las mujeres, aunque jamás lo decían, nunca habían creído tener recurso alguno. En consecuencia, no había manera de que se sintieran frustradas o desalentadas al toparse con su impotencia: desde un principio ya sabían que eran así.
Don Juan nos dijo que la razón por la que el Águila exigía un número doble de guerreras era precisamente debido a que las mujeres tienen un equilibrio innato que no existe en los hombres. En un momento crucial, son los hombres los que se ponen histéricos y se suicidan si es que consideran que todo está perdido. Una mujer podrá matarse por falta de dirección y de propósitos, pero no debido al fracaso de un sistema al cual pertenece.
Después de que don Juan y su grupo de guerreros perdieron toda esperanza o, más bien, como decía don Juan, después de que él y los hombres tocaron fondo y las mujeres hallaron maneras apropiadas de llevarles la cuerda-, don Juan finalmente encontró un hombre doble al cual se podía aproximar. Yo era ese hombre doble. Me dijo que como nadie en su sano juicio se ofrece de voluntario para algo tan absurdo como la lucha por la libertad, tuvo que seguir las enseñanzas de su benefactor y, en fiel estilo de acechador, me encarriló como había encarrilado a los miembros de su propio grupo. Necesitaba estar a solas conmigo en un lugar donde pudiera aplicar presión física en mi cuerpo, y era necesario que yo fuese allí por mi propia cuenta. Me atrajo a su casa con gran facilidad: como decía, obtener a un hombre doble no es gran problema. La dificultad estriba en hallar uno que esté disponible.
La primera visita a su casa fue, desde el punto de vista de mi conciencia de todos los días, una sesión sin acontecimientos. Don Juan se comportó de una manera encantadora conmigo. Condujo la conversación hacia la fatiga que experimenta el cuerpo después de largos viajes en automóvil. A mí, que era estudiante de antropología, este tema me pareció absolutamente fuera de propósito. Después, don Juan comentó que mi espalda parecía desalineada, y sin decir más me puso una mano en el pecho, me irguió la barbilla y me dio una fuerte palmada en la espalda. Me tomó tan desprevenido que perdí el conocimiento. Cuando volví a abrir los ojos sentí un dolor agudísimo, como si me hubieran partido la espina dorsal, pero también sentí que yo era diferente. Era otro, y no el yo que siempre había sido. A partir de ese momento, cada vez que veía a don Juan, éste me hacía cambiar niveles de conciencia y después procedía a revelarme la regla.
Casi inmediatamente después de encontrarme, don Juan descubrió a una mujer doble. No la puso en contacto conmigo siguiendo una estratagema tal como su benefactor había hecho con él, pero concibió un ardid, tan efectivo y elaborado como los de su benefactor, mediante el cual él mismo atrajo y obtuvo a la mujer doble. Don Juan asumió esa carga porque creía que el deber del benefactor es obtener a los dos seres dobles tan pronto como se les encuentra, y luego, ponerlos juntos como socios de una empresa inconcebible.
Me dijo que un día, cuando vivía en Arizona, había ido a una oficina gubernamental para llenar una solicitud. La recepcionista le dijo que fuera con una empleada de la sección adyacente, y, sin levantar la cabeza, señaló hacia su izquierda. Don Juan siguió la dirección del brazo extendido y vio a una mujer doble sentada en un escritorio. Cuando le llevó la solicitud se dio cuenta de que en realidad era una jovencita, quien, le informó que ella no tenía nada que ver con las solicitudes. No obstante, compadecida ante el pobre viejecillo indio, le ofreció ayudarlo.
Se requerían algunos documentos legales, que don Juan llevaba en su bolsillo, pero él fingió total ignorancia y desamparo. Se comportó como si la organización burocrática fuese un enigma para él. Don Juan decía que no le fue nada difícil imitar un estado de completa insensatez; todo lo que tuvo que hacer fue volver a lo que una vez había sido su estado normal de conciencia. Su intención era prolongar el trato con la muchacha el mayor tiempo posible. Su benefactor le había dicho, y él mismo lo había verificado durante su búsqueda, que las mujeres dobles son sumamente escasas. Su benefactor también le había prevenido que tienen recursos internos que las vuelven sumamente volátiles. Don Juan temía que si no manejaba sus cartas expertamente iba a perderla. Para ganar tiempo, se apoyó en la compasión que ella mostraba. Creó mayores dilaciones fingiendo haber perdido los documentos. Casi todos los días le llevaba uno diferente. Ella lo leía y se lamentaba de qué no fuera el adecuado. La muchacha se conmovió tanto por la deplorable condición de don Juan que se ofreció a pagarle un abogado que le prepararía una declaración jurada que supliera los documentos.
Después de tres meses, don Juan pensó que era ya el momento de mostrar los documentos. Para entonces la muchacha se había acostumbrado a él y casi esperaba verlo todos los días. Don Juan fue por última vez a expresarle su agradecimiento y a decirle adiós. Le dijo que le habría gustado llevarle un regalo para mostrarle su gratitud, pero no tenía dinero ni para comer. Ella se conmovió ante este candor y lo invitó a almorzar. Cuando comían, don Juan reflexionó en voz alta que un regalo no tiene que ser, por fuerza, un objeto que se compra. También podía ser algo que fuera únicamente para la vista del testigo. Algo hecho para recordar y no para poseer.
A ella la intrigaron estas palabras. Don Juan le recordó que ella había expresado compasión hacia los indios y su condición miserable. Le preguntó si no le gustaría ver a los indios bajo otra luz: no como seres miserables sino como artistas. Le dijo que conocía a un viejo que era el último descendiente de una línea de bailarines de poder. Le aseguró que ese hombre bailaría para ella si él se lo pedía: y, aún más, le juró que ella jamás en su vida había visto algo semejante y que jamás lo volvería a ver. Se trataba de algo que sólo los indios presenciaban.
A ella le fascinó la idea. Fue por él después de su trabajo en su automóvil y don Juan la guió hacia las colinas donde estaba su propia casa. Hizo que estacionara el auto a una considerable distancia, y siguieron a pie el resto del camino, Antes de llegar a la casa, don Juan se detuvo y trazó una raya con el pie en la tierra seca y arenosa. Le dijo que esa raya era un lindero, y la instó a que lo cruzara.
La mujer nagual me contó que hasta ese momento ella se hallaba intrigadísima ante la posibilidad de ver un genuino bailarín indio, pero que cuando el viejo hizo una raya en el suelo y la llamo un lindero, ella empezó a titubear. Después se alarmó absolutamente cuando él añadió que ese lindero era sólo para ella, y que una vez que lo cruzara ya no habría cómo regresar.
El indio aparentemente vio la consternación de la muchacha y quiso tranquilizarla. Cortésmente le palmeó el hombro y le dio su garantía de que no le ocurriría ningún daño mientras él estuviera allí. Le dijo que el lindero podía explicarse como una forma de pago simbólico al bailarín, quien nunca aceptaba dinero. El ritual reemplazaba al dinero, y el ritual requería que ella cruzara el lindero por su propia cuenta.