Don Juan le había hecho la misma advertencia que su benefactor le hizo a él.
– No la desees, ni pienses en ella -su benefactor le había dicho-. Simplemente, espera hasta que venga. No trates de imaginar cómo es la muerte. Quédate quieto hasta que llegue a ti y te atrape en su flujo irresistible.
El tiempo pasado en silencio los fortaleció mentalmente, pero no en lo físico; sus cuerpos enflaquecidos hablaban de una batalla casi perdida.
Sin embargo, un día don Juan pensó que su suerte comenzaba a cambiar. Halló un empleo transitorio, pero con buena paga, con un grupo de trabajadores en época de la cosecha. El espíritu, empero, tenía otros designios para él. Un par de días después de comenzar a trabajar, alguien le robó el sombrero. A él le era imposible comprar uno nuevo, pero necesitaba tener uno para trabajar bajo el sol abrasador.
Se protegió de algún modo, cubriéndose la cabeza con trapos y puñados de paja. Sus compañeros de trabajo comenzaron a reír y a burlarse de él. Don Juan no les prestó atención. Comparado con la vida de las tres personas que dependían de su trabajo, su aspecto tenía poca importancia. Pero los hombres no pararon. Se rieron y le hicieron tanta burla, que el capataz, temiendo un motín, despidió a don Juan.
Una rabia salvaje acabó con la serenidad y la cautela de don Juan. Lo que le estaban haciendo era una injusticia. El derecho moral estaba de su parte. Soltó un grito escalofriante y agarrando a uno de los peones lo levantó por sobre sus hombros, con intención de quebrarle la espalda. Pero pensó en esos niños hambrientos, acompañándolo noche tras noche, a esperar a la muerte. Puso, al hombre de pie en el suelo y se marchó.
Don Juan dijo que se sentó al borde del campo donde los hombres trabajaban, y dejó que estallara toda la desesperación que se había acumulado en él.
Era una ira silenciosa, pero no contra la gente, sino contra sí mismo.
– Allí sentado, a la vista de toda esa gente, me eché a llorar -continuó don Juan-. Me miraban como si estuviera loco. Y así era, estaba loco, pero eso ya no me importaba nada. Había sobrepasado toda preocupación.
"El capataz se compadeció de mí y se acercó a darme consejos, creyendo que lloraba por mí mismo. No podía saber que yo lloraba por el espíritu.
Don Juan dijo que un protector silencioso llegó a él cuando su ira se desvaneció. Una inexplicable oleada de energía lo dejó con la nítida sensación de que su muerte era inminente. Supo que no tendría tiempo de ver otra vez a su familia adoptiva. Les pidió disculpas, nombrándolos en voz alta, por no haber tenido la fortaleza y la sabiduría necesarias para salvarlos de su infierno terrenal.
Los peones continuaban riendo y burlándose de él. Don Juan apenas los oía. Las lágrimas se le agolparon en el pecho, al dirigirse al espíritu para darle gracias por haberlo puesto en el camino del nagual, otorgándole esa inmerecida posibilidad de ser libre. Oía las risotadas de los hombres, que nada comprendían. Oía sus insultos y sus alaridos como desde dentro de sí mismo. Tenían derecho a ridiculizarlo: él había estado en los portales de la libertad, y no se había dado cuenta.
– Entendí entonces cuánta razón había tenido mi benefactor -dijo don Juan-. Mi estupidez era un monstruo y ya me había devorado. En cuanto tuve ese pensamiento comprendí que cuanto pudiera decir o hacer era inútil. Había perdido mi oportunidad. Había perdido todo. Ahora era sólo el payaso de esa gente. El espíritu no podía interesarse en mi desesperación. Somos tantos los que sufrimos, los que tenemos nuestro infierno privado y particular, nacido de nuestra estupidez, que el espíritu no puede prestarnos atención.
"Me arrodillé de cara al sudeste. Di gracias otra vez a mi benefactor y le dije al espíritu que estaba tan avergonzado… tan avergonzado. Y con mi último aliento me despedí de un mundo que hubiera podido ser maravilloso si yo hubiese tenido sabiduría. Una ola inmensa vino hacia mí entonces. Primero, la sentí. Después, la oí. Por fin la vi acercarse a mí desde el sudeste, por sobre los campos, Llegó a mí y su negrura me cubrió. Y la luz de mi vida se apagó. Mi infierno había terminado. ¡Por fin estaba muerto! ¡Por fin era libre!
La historia de don Juan me dejó devastado. Guardamos silencio por un largo rato.
– Los brujos luchan por tener continuidad -dijo, de pronto- y esa es la lucha más dramática del mundo. Es dolorosa y cara. Muchas, pero muchas veces, le ha costado la vida a los brujos.
Explicó que, para que un brujo tuviera completa certeza acerca de sus acciones, o acerca de su posición en el mundo de los brujos, o acerca de su capacidad de utilizar inteligentemente su nueva continuidad, debe invalidar la continuidad de su vida cotidiana.
– Los brujos videntes de los tiempos modernos -prosiguió don Juan- llaman a ese proceso de invalidar la vida cotidiana "el boleto para ir a la impecabilidad" o la muerte simbólica, pero muy definitiva, del brujo. Yo, personalmente, conseguí mi boleto para ir a la impecabilidad en aquel campo de Sinaloa. Lo tenue de mi nueva continuidad me costó la vida.
– Pero ¿murió, usted don Juan, o sólo se desmayó? -pregunté, tratando de no mostrarme cínico.
– Me morí en ese campo -dijo don Juan-. Sentí que mi conciencia salía flotando de mí y se encaminaba hacia el Aguila, y como había recapitulado mi vida, el Aguila no se tragó mi conciencia; me escupió como una pepa de ciruela. Puesto que mi cuerpo estaba muerto en el campo, y un brujo no puede dejar el cuerpo atrás, al Aguila no me dejó pasar a la libertad. Fue como si me indicara regresar y tratar otra vez.
"Ascendí a las cumbres de la negrura y descendí otra vez a la luz de la tierra. Y me encontré en una tumba superficial en el borde del sembrado. Estaba yo cubierto de piedras y tierra.
Don Juan dijo que supo de inmediato lo que debía hacer. Después de salirse de entre las piedras, reacomodó la tumba como si su cuerpo aún estuviera allí y se marchó. Se sentía fuerte y decidido. Sabía que tenía que volver a casa de su benefactor. Pero antes de iniciar el viaje de retorno, deseaba ver a su familia y explicarles que era brujo y, por ese motivo, no podía quedarse con ellos. Quería explicarles que su perdición había sido no saber que los brujos jamás pueden tener un puente para reunirse con la gente del mundo. Pero, si la gente desea hacerlo, pueden tender un puente para reunirse con los brujos.
– Fui a la casa -continuó don Juan-, estaba vacía. Los espantados vecinos me contaron que unos peones habían llegado con la noticia de que yo había caído muerto mientras trabajaba; mi mujer y los niños se habían marchado.
– ¿Cuánto tiempo estuvo usted muerto, don Juan? -pregunté.
– Al parecer, todo un día -dijo.
A don Juan le jugaba una sonrisa en los labios. Sus ojos parecían hechos de obsidiana brillante. Observaba mis reacciones, a la espera de mis comentarios.
– ¿Y qué fue de su familia, don Juan? -pregunté.
– Ah, la pregunta de un hombre sensato -comentó-. Por un momento pensé que me ibas a preguntar acerca de mi muerte.
Confesé que había estado a punto de hacerlo, pero como sabía que él estaba viendo mi pregunta al tiempo que la formulaba en mi mente, le pregunté otra cosa, sólo para llevarle la contraria. No lo dije como broma, pero él se echó a reír.
– Mi familia desapareció ese día -dijo-. Mi mujer estaba hecha para sobrevivir. Era forzoso, dadas las condiciones en que vivíamos. Puesto que yo había estado esperando la muerte, seguramente creyó que había conseguido al fin lo que deseaba. Y como no le quedaba nada que hacer allí, se fue.
"Eché de menos a los niños y me consolé pensando que no era mi destino estar con ellos. Los brujos tienen una inclinación peculiar. Viven exclusivamente a la sombra de un sentimiento cuya mejor descripción serían las palabras "y sin embargo…" Cuando todo se les viene abajo, los brujos aceptan la situación. "Es algo terrible, dicen, pero inmediatamente escapan a la sombra del, y sin embargo…"