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– Para cuando llegamos a la brujería nuestra personalidad ya está formada -dijo-, encogiéndose de hombros como para indicar resignación-; y solamente nos resta practicar el desatino controlado y reírnos de nosotros mismos.

Sentí un arrebato de empatía y le aseguré que, en mi modesta opinión, él no era ni tortuoso ni mezquino en lo absoluto.

– Pero ésa es mi personalidad básica -insistió-.

Y yo insistí en que no era así.

– Los acechadores que practican el desatino controlado creen que, en cuestiones de personalidad, toda la especie humana cae dentro de tres categorías -dijo, sonriendo como lo hacía cada vez que me tendía una trampa.

– Eso es absurdo -protesté-. La conducta humana es demasiado compleja como para establecer categorías tan simples.

– Los acechadores dicen que no somos tan complejos como creemos -dijo- y también dicen que todos pertenecemos a una de esas tres categorías.

Reí de puro nerviosismo. Por lo común habría tomado esa afirmación como una broma, pero esta vez, debido a la extrema claridad de mi mente y a la intensidad de mis pensamientos, sentí que hablaba en serio.

– ¿Hablaba usted en serio? -pregunté, lo más discretamente que pude.

– Completamente en serio -replicó, y se echó a reír.

Su risa me tranquilizó un poco, y él continuó explicando el sistema de clasificación de los acechadores. Dijo que las personas de la primera categoría son los perfectos secretarios, ayudantes y acompañantes. Tienen una personalidad muy fluida, pero su fluidez no nutre. Sin embargo, son serviciales, cuidadosos, totalmente domésticos, e ingeniosos dentro de ciertos límites; chistosos, de muy buenos modales, simpáticos y delicados. En otras palabras, son la gente más agradable que existe, salvo por un enorme defecto: no pueden funcionar solos. Necesitan siempre que alguien los dirija. Con dirección, por dura o antagónica que pueda ser, son estupendos. Por sí mismos, perecen.

La gente de la segunda categoría no tiene nada de agradable. Los de ese grupo son mezquinos, vengativos, envidiosos, celosos y egocéntricos. Hablan exclusivamente de sí mismos y habitualmente exigen que la gente se ajuste a sus normas. Siempre toman la iniciativa, aunque esto los haga sentir mal. Se sienten totalmente incómodos en cualquier situación y nunca están tranquilos. Son inseguros y jamás están contentos; cuanto más inseguros se sienten, más desagradable es su comportamiento. Su defecto fatal es que matarían con tal de estar al mando.

En la tercera categoría están los que no son ni agradables ni antipáticos. No sirven a nadie, pero tampoco se imponen a nadie. Más bien, son indiferentes. Tienen una idea exaltada de sí mismos basada solamente en sus fantasías. Si son extraordinarios en algo es en la facultad de esperar a que las cosas sucedan. Por regla general esperan ser descubiertos y conquistados; tienen una estupenda facilidad para crear la ilusión de que se traen grandes cosas entre manos; cosas que siempre prometen sacar a relucir, pero nunca lo hacen, porque, en realidad, no tienen nada.

Don Juan dijo que él, decididamente, pertenecía a la segunda clase. Luego me pidió que me clasificara a mí mismo y yo me puse nervioso. Don Juan casi se caía de la risa.

Me instó de nuevo a que me clasificara, y de mala gana sugerí que podía ser una combinación de las tres categorías.

– No me vengas con combinaciones -dijo, sin dejar de reír-. Somos seres simples; cada uno de nosotros pertenece a una de las tres. Y yo diría que tú definitivamente perteneces a la segunda clase. Los acechadores les llaman pedos.

Empecé a gritar, protestando que su sistema de clasificación era denigrante. Pero me detuve justo en el momento en que iba a lanzar una larga diatriba. Comenté en cambio, que, si en verdad sólo había tres tipos de personalidades, todos estábamos atrapados por vida en una de esas tres categorías, sin esperanzas de cambio ni de rendición.

Reconoció que ese era exactamente el caso, en cierta medida, pero que sí existía un camino de redención. Los brujos habían descubierto que sólo nuestra imagen de sí caía en una de esas categorías.

– El problema con nosotros es que nos tomamos demasiado en serio -aseguró-. Cualquiera que sea la categoría en que cae nuestra imagen de sí, sólo tiene significado en vista de nuestra importancia personal. Si no tuviéramos importancia personal no nos atañería en absoluto en qué categoría caemos.

"Yo siempre seré un pedo -continuó, riéndose de mí abiertamente-. Y tú, lo mismo. Pero ahora soy un pedo que no se toma en serio, mientras que tú todavía lo haces.

Yo estaba indignado. Quería discutir con él, pero no podía reunir mi energía.

En la plaza desierta, la repercusión de su risa se me hacía casi como un eco.

Cambió luego de tema y procedió a hacer un recuento de los centros abstractos que habíamos discutido: las manifestaciones del espíritu, el toque del espíritu, los trucos del espíritu, el descenso del espíritu, los requisitos del intento y el manejo del intento. Los repitió como si estuviera dando a mi memoria la oportunidad de retenerlos plenamente.

– Usted nunca me ha dicho nada acerca de los requisitos del intento o del manejo del intento -dije.

– Ah, esta vez tendrás que esforzarte tú mismo -respondió-. Te he hablado de la ruptura de la imagen de sí, el alcanzar el sitio donde no hay compasión, y el llegar al conocimiento silencioso; y de los estados de ánimo que les dan seriedad. El manejo del intento es algo más velado, es el arte del acecho en sí, es la impecabilidad.

Comenté que los centros abstractos seguían siendo un misterio para mi. Me sentía muy angustiado con respecto a mi incapacidad de comprenderlos. El me daba la impresión de que iba a dar por finalizado el tema y yo no había captado su significado en absoluto. Insistí en que necesitaba hacerle más preguntas sobre los centros abstractos.

El pareció valorar lo que yo decía; después, en silencio, asintió con la cabeza.

– Este tópico también fue muy difícil para mí -dijo-. Y también yo hice muchas preguntas. Tal vez yo era un poquito más egocéntrico que tú. Y muy desagradable. Mi único modo de hacer preguntas era regañando. Tú, en cambio, eres un inquisidor bastante belicoso. Al final, claro está, tú y yo somos igualmente fastidiosos, pero por diferentes motivos. Lo malo de hacer preguntas es que lo que queremos averiguar nunca se revela cuando uno lo pide.

Don Juan agregó sólo una cosa más antes de cambiar de tema: que los centros abstractos se revelan con suma lentitud.

– Y ahora hablemos de otra historia de brujería -dijo-. No me cansaré de repetir que todo hombre que mueve su punto de encaje puede moverlo aún más. Y la única razón por la cual necesitamos un maestro es para que nos acicatee sin misericordia. De lo contrario, nuestra reacción natural es detenernos a felicitarnos por haber avanzado tanto.

Dijo que ambos éramos buenos ejemplos de nuestra detestable tendencia a tratarnos con demasiada benevolencia. Su benefactor, por suerte, como era un estupendo acechador, lo había tenido siempre en guardia, ayudándolo, cada vez que podía a efectuar un libre movimiento de su punto de encaje.

Don Juan contó que, en el curso de sus excursiones nocturnas a las montañas, el nagual Julián le había dado extensas lecciones sobre la naturaleza de la importancia personal y el movimiento del punto de encaje. Para el nagual Julián, la importancia personal era un monstruo de mil cabezas y había tres maneras en que uno podía enfrentarse a él y destruirlo. La primera manera consistía en cortar una cabeza por vez; la segunda era alcanzar ese misterioso estado de ser llamado el sitio donde no hay compasión, el cual aniquila la importancia personal matándola lentamente de hambre; y la tercera manera era pagar por la aniquilación instantánea del monstruo de las mil cabezas con la muerte simbólica de uno mismo.

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