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– Estás viendo las emanaciones del Aguila y la fuerza que las agrupa y las mantiene separadas. -pensó don Juan-.

En el momento que capté sus pensamientos, los filamentos de luz parecieron consumir toda mi energía. La fatiga me abrumó. Borró mi visión y me hundió en la oscuridad.

Al abrir los ojos de nuevo, sentí algo muy familiar a mi alrededor. A pesar de no saber dónde me encontraba, pensé haber regresado a mi estado de conciencia normal. Don Juan dormía a mi lado, su hombro recargado contra el mío.

Me di cuenta de que la oscuridad que nos rodeaba era tan intensa que yo no podía ver mis propias manos. Deduje que la niebla debía haber cubierto la saliente rocosa, entrando a la cueva. O tal vez estábamos cubiertos por las nubes bajas que descendían en las noches nubladas desde las altas montañas como silenciosa avalancha. Pero aún en esa total negrura, vi como don Juan abrió los ojos tan pronto como yo abrí los míos, aunque no me miraba. En ese instante, comprendí que el verlo no era el resultado de la luz que afectaba mi retina, sino una sensación corporal.

Me quedé tan absorto observando a don Juan, sin la ayuda de mis ojos, que no presté atención a cuanto me estaba diciendo. Al fin dejó de hablar y volteó la cara hacia mí, como si quisiera mirarme a los ojos.

Tosió un par de veces para aclararse la garganta y comenzó a hablar en voz muy baja. Dijo que su benefactor acostumbraba ir a la cueva con él y con sus otros discípulos muy a menudo, pero más a menudo aún iba solo. En esa cueva fue donde su benefactor vio la misma pradera que acabábamos de ver. Esa visión le dio la idea de describir al espíritu como el flujo de las cosas.

Don Juan reiteró que su benefactor no pensaba muy bien, de otro modo, se hubiera dado cuenta en un instante que lo que él había visto y creía ser el flujo de las cosas, era el intento, la fuerza que impregna todo. Don Juan agregó que si su benefactor llegó a entender la naturaleza de su visión, nunca lo reveló. Personalmente, don Juan creía que su benefactor nunca lo supo. Creyó simplemente haber visto el flujo de las cosas, lo cual era la absoluta verdad, pero no en el sentido que él le daba.

Don Juan puso tanto énfasis en esto que quise preguntarle la razón de ello, pero no pude hablar. Mi garganta parecía estar congelada. Don Juan no dijo nada más. Nos sentamos en silencio e inmovilidad completos durante horas. Con todo y eso, no experimenté ninguna incomodidad. Mis músculos no se cansaron, mis piernas no se adormecieron, la espalda no me dolió.

Cuando don Juan volvió a hablar, ni siquiera noté la transición y me abandoné rápidamente al sonido de su voz. Era un sonido melodioso y rítmico que provenía de la negrura que me rodeaba.

Dijo que en ese momento yo no me encontraba ni en mi estado normal de conciencia, ni en la conciencia acrecentada, sino suspendido en un intervalo, suspendido en la negrura de la no percepción. Mi punto de encaje se había alejado del sitio donde ocurre la percepción del mundo cotidiana, pero no había alcanzado el sitio que lo haría iluminar un haz nuevo de campos de energía. Dicho con propiedad, mi punto de encaje estaba atrapado entre dos mundos, entre dos posibilidades perceptuales. Ese estado intermedio, ese intervalo de la percepción había sido alcanzado gracias a la influencia de la misma cueva; una influencia guiada por el intento de los brujos que la esculpieron.

Don Juan me pidió prestar mucha atención a lo que iba a decir. Dijo que hacía miles de años, por medio de su capacidad de ver, los brujos descubrieron que la tierra es un ser vivo y consciente, cuya conciencia puede afectar la conciencia de los seres humanos. Al buscar los medios adecuados para utilizar la influencia de la tierra sobre la conciencia humana, encontraron que ciertas cuevas eran bastante efectivas. Don Juan dijo que la búsqueda de cuevas se transformó, para esos brujos, en una tarea que requería la totalidad de sus esfuerzos y que a través de ellos fueron capaces de descubrir una variedad de usos para los diferentes tipos de cuevas que encontraron. Añadió que, de todo aquel trabajo, lo único que interesaba a los brujos modernos era esa cueva en particular y su capacidad de mover el punto de encaje hasta hacerlo llegar a un intervalo de la percepción

Mientras don Juan hablaba, sentí la inquietante sensación de que mi mente se aclaraba. Era como si algo estuviera dirigiendo mi conciencia de ser a convergir en un largo y estrecho túnel, donde se expulsaba todos los pensamientos y sentimientos incompletos de mi conciencia normal.

Don Juan parecía saber perfectamente lo que me estaba sucediendo. Escuché su entrecortada risa de satisfacción. Anunció súbitamente que ahora podíamos hablar con más soltura y que nuestra conversación sería más profunda.

En ese momento recordé una multitud de cosas que don Juan ya me había explicado antes. Supe, por ejemplo, que yo estaba ensoñando. En realidad estaba profundamente dormido, pero perfectamente consciente de mí mismo gracias a mi segunda atención, la contraparte de mi atención normal. Estaba seguro de estar dormido, primeramente porque tenía la sensación corporal de estarlo y, luego, por una deducción racional basada en las afirmaciones que don Juan había hecho en el pasado. Don Juan había dicho que es imposible para los brujos tener una visión continua de las emanaciones del Aguila, a no ser a través del ensueño; y yo acababa de ver las emanaciones del Aguila, las hebras luminosas que irradiaban por doquier, por lo tanto yo debía estar profundamente dormido y ensoñando.

Don Juan me había explicado varias veces que el universo está formado por campos de energía que desafían las descripciones o el escrutinio, y que por ello los brujos las llaman las emanaciones del Aguila. Había dicho que parecen filamentos de luz ordinaria, pero que la luz ordinaria carece de vida comparada con las emanaciones del Aguila, las cuales exudan conciencia de ser. Hasta esa noche, nunca fui capaz de verlas de manera continua; don Juan siempre sostuvo que mi conocimiento y control del intento no eran adecuados para resistir el impacto de esa visión y, en verdad, tenía razón, era una visión inaudita de luz que irradiaba vida.

Otra explicación de don Juan que recordé fue que la percepción normal ocurre cuando el intento, el cual es energía pura, enciende una porción conocida de los filamentos luminosos dentro de nuestro capullo y, al mismo tiempo, enciende una extensión de los mismos filamentos luminosos que se extienden hasta el infinito fuera de nuestro capullo. La percepción extraordinaria, el ver, ocurre cuando se enciende un grupo no conocido de campos de energía. Todo esto me lo había explicado en términos del brillo del punto de encaje. Solamente después de ver esos filamentos de luz con vida, creí yo comprender las explicaciones de don Juan acerca de la percepción. Comprendí que ese brillo no es otra cosa que la fuerza del intento y al punto de encaje se debía llamar el punto del intento.

En otra ocasión, don Juan me había hablado del desarrollo del pensamiento racional de los antiguos brujos. Me dijo que primeramente los brujos creyeron haber descubierto que el alineamiento era la fuente misma de la conciencia de ser. Mediante el ver, los brujos encontraron que el estar consciente de ser aparece cuando un grupo de los campos de energía encerrados dentro de nuestro capullo luminoso se alinea, por así decirlo, con los mismos campos de energía fuera de él.

No obstante, al examinar todo eso con más cuidado, se les hizo evidente que lo que ellos llamaban el alineamiento de las emanaciones del Aguila no era suficiente para explicar lo que estaban viendo. Veían que sólo una porción muy pequeña del número total de filamentos luminosos dentro del capullo estaba encendida, el resto no lo estaba. El ver encendido a ese pequeño grupo de filamentos había creado un falso sentido de descubrimiento. Los filamentos no necesitaban estar alineados, porque los que estaban encerrados dentro del capullo eran los mismos que los que estaban fuera. Lo que necesitaban era estar encendidos. El capullo luminoso es simplemente una cápsula transparente que encierra una minúscula porción de unas hebras luminosas de infinita extensión. Lo que las iluminaba debía ser, en definitiva, una fuerza independiente. Consideraron entonces que lo importante era el acto de encender los filamentos luminosos. Como no podían llamarlo alineamiento, lo llamaron voluntad o la fuerza encendedora.

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