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Nadie habla. Julot ha abierto su cuchillo y se. corta el pantalón en la rodilla, destrozando los bordes de las costuras. Hasta que esté en cubierta no debe rajársela, para no dejar rastros de sangre. Los vigilantes abren la puerta de la jaula y nos hacen formar de tres en tres. Estamos en la cuarta fila, Julot entre Dega y yo. Subimos a cubierta. Son las dos de la tarde y un sol de fuego me lastima la cabeza pelada y los ojos. Alineados en cubierta, nos conducen hacia la escalerilla. Aprovechando un titubeo de la columna, provocado por la entrada de los primeros en la escalerilla, sostengo el saco de Julot sobre su hombro y él, con ambas manos, arranca su rodillera, hinca el cuchillo y corta de un golpe siete u ocho centímetros de carne. Me pasa el cuchillo y aguanta solo el seco. En el, momento que bajamos la escalerilla, se deja caer y rueda hasta abajo. Le recogen y, al verle herido, llaman a los camilleros. Todo se ha realizado conforme lo había previsto: se lo llevan dos hombres en una camilla.

Un gentío abigarrado nos mira, curioso. Negros, mulatos, indios, chinos, guiñopos blancos (esos blancos deben de ser presidiarios liberados) examinan a cada uno de los que ponen pie en tierra y se alinean detrás de los demás. Al otro lado de los vigilantes, civiles bien vestidos, mujeres con ropas veraniegas, chiquillos, todos con el casco colonial en la cabeza. También ellos miran a los recién llegados. Cuando somos doscientos, el convoy arranca. Caminamos aproximadamente diez minutos y llegamos ante una puerta de tablones, muy alta, donde está escrito: “Penitenciería" de Saint-Laurent-du-Maroni. Capacidad 3000 hombres.” Abren la puerta y entramos por filas de a diez. “Un, dos; un, dos, ¡marchen!” Numerosos presidiarios nos miran llegar, encaramados a las ventanas o de pie sobre grandes pedruscos, para vernos mejor.

Cuando llegamos al centro del patio, alguien grita:

– ¡Alto! Dejad los sacos delante de vosotros. Y vosotros, distribuid los sombreros!

Nos dan un sombrero de paja a cada uno, lo necesitábamos: dos o tres, ya han caído a consecuencia de la insolación. Dega y yo nos miramos, pues un guardián con galones tiene una lista en la mano. Pensamos en lo que nos había dicho Julot. llaman al Guittou: “¡Por aquí!› Encuadrado por dos vigilantes, se va. Con Suzini ocurre igual, y lo mismo con Girasol.

– Jules Pignard!

Jules Pignard -Julat- se ha herido, está en el hospital.

– Bien.

Son los internados en Las Islas. Luego, el vigilante continúa:

– Escuchad con atención. Cada hombre que sea nombrado saldrá de filas con, su saco al hombro e irá a alinearse frente a ese barracón amarillo, el N.

Fulano, presente, etc. Dega, Carrier y yo nos encontramos entre los otros que forman ante el barracón. Nos abren la puerta y entramos en una sala rectangular de veinte metros aproximadamente. En medio, un pasillo de dos metros de ancho; a derecha e izquierda, una barra de hierro que va de un extremo a otro de la sala. Lonas que sirven de coys están tendidas entre la barra y la pared, cada 1~ con su manta. Cada cual se instala donde quiere. Dega, Pierrot el Loco, Santori, Grandet y yo nos ponemos juntos e, inmediatamente, se forman las chabolas. Voy al fondo de la sala: a la derecha, las duchas; a la izquierda, los retretes, sin agua corriente. Agarrados a los barrotes de las ventanas, presenciamos la distribución de los que han llegado después de nosotros. Louis Dega, Pierrot el Loco y yo estamos radiantes; no nos han internado, puesto que nos encontramos juntos en un barracón. Si no, ya estaríamos en una celda, según explicara Julot. Todo el mundo está contento, hasta que, cuando la distribución ha finalizado, sobre las cinco de la tarde, Grandet dice:

– ¡Qué raro que en ese convoy no hayan llamado a ningún internado! Es extraño. Tanto mejor a fe mía.

Grandet es el hombre que robó la caja de caudales de una central, un caso que hizo reír a toda Francia.

En los trópicos, la noche y el día llegan sin crepúsculo ni amanecer. Se pasa de una cosa a otra de golpe, todo el año a la misma hora. Y, a las seis y media, dos viejos presidiarios traen dos linternas de petróleo que cuelgan de un garfio del techo y alumbran poco. Tres cuartos de la sala están en plena oscuridad. A las nueve, todo el mundo duerme, pues, una vez pasada la excitación de la llegada, se está muerto de calor. Ni un soplo de aire, todo el mundo va en calzoncillos. Tumbado entre Dega y Pierrot el Loco, charlo quedamente con ellos y, luego, nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente, es oscuro aún cuando suena la corneta. Todos nos levantamos, lavamos, vestimos. Nos dan café y un chusco. En la pared, hay una tabla para poner el pan, la escudilla y demás trastos. A las nueve, entran dos vigilantes y un presidiario, joven él, vestido de blanco, sin listas. Los dos guardianes son corsos y hablan en corso con presidiarios de su tierra. Mientras tanto, el enfermero se pasea por la sala. Al llegar a mi altura, me dice:

– ¿Qué tal, Papi? ¿No me conoces?

– No.

– Soy Sierra el Argelino, te conocí en casa de Dante, en París.

– Ah, sí, ahora te reconozco. Pero tú subiste en el 29, y estamos en el 33. ¿Y sigues aquí?

– Sí, uno no se va tan de prisa como quiere. Hazte dar de baja por enfermo. Y ése, ¿quién es?

– Dega, un amigo.

– Le inscribo también para la visita. Tú, Papi, tienes disentería. Y tú, viejo, crisis de asma. Os veré en la visita de las once, tengo que hablaros.

Prosigue su camino y dice en voz alta:

– ¿Quién está enfermo aquí?

Va hacia los que levantan el dedo y los inscribe. Cuando pasa de nuevo ante nosotros, le acompaña uno de los vigilantes, un hombre curtido por el sol y muy viejo:

– Papillon, te presento a mi jefe, el vigilante enfermero Bartiloni. Monsieur Bartiloni, éstos son los amigos de quienes le he hablado.

– Está bien, Sierra, ya lo arreglaremos en la visita, contad conmigo.

A las once, vienen a buscarme. Somos nueve enfermos. Cruzamos el campamento a pie entre los barracones. Llegamos ante un barracón más nuevo, el único que está pintado de blanco y con una cruz roja, entramos y pasamos a una sala de espera donde aguardan unos sesenta hombres. En cada rincón de la sala, dos vigilantes. Aparece Sierra, vistiendo una inmaculada bata de médico. Dice: “Usted, usted y usted, pasen.” Entramos en una estancia que en seguida reconocemos como el despacho del doctor. Se dirige a uno de nosotros en español. A ese español, le reconozco en seguida: es Fernández, el que mató a tres argentinos en el “Café de Madrid”, en París. Una vez han cruzado algunas palabras, Sierra le hace pasar a un retrete que da a la sala, y, luego, viene hacia nosotros:

– Papi, deja que te abrace. Estoy muy contento de poder hacerte un favor a ti y a tu amigo: los dos estáis internados… ¡Oh! ¡Dejadme hablar! Tú, Papillon, de por vida, y tú, Dega, por cinco años. ¿Tenéis pasta?

– Sí.

– Entonces, dadme quinientos francos cada uno y, mañana por la mañana, estaréis hospitalizados. Tú por disentería. Y tú, Dega, esta noche llama a la puerta o, mejor, que cualquiera de vosotros llame al guardián y reclame al enfermero diciendo que Dega se está asfixiando. Del resto me encargo yo. Papillon, sólo te pido una cosa: si te das el piro, avísame con tiempo, que estaré en la cita. En el hospital, por cien francos cada uno a la semana, podrán teneros un mes. Hay que darse prisa.

Fernández sale del retrete y entrega delante de nosotros quinientos francos a Sierra. Luego, soy yo quien entra en el retrete y, cuando salgo, le entrego no mil, sino mil quinientos francos. Rehúsa los quinientos francos. No quiero insistir. Me dice:

– Esa pasta que me das es para el guardián. Para mí, no quiero nada. ¿Somos amigos, o qué?

El día siguiente, Dega, yo y Fernández estamos en una vasta celda del hospital. Dega ha sido hospitalizado en plena noche. El enfermero de la sala es un hombre de treinta y cinco años, le llaman Chatal. Tiene todas las instrucciones de Sierra para nosotros tres. Cuando pase el doctor, presentará un análisis de deposiciones en el que yo apareceré podrido de amibas. Para Dega, diez minutos antes de la visita, quema un poco de azufre que le han facilitado y le hace respirar los gases con una toalla en la cabeza. Fernández tiene una mejilla enorme: se ha pinchado la piel en el interior de la mejilla y ha soplado todo cuanto ha podido durante una hora. Lo ha hecho tan concienzudamente, se le ha hinchado tanto la mejilla, que le cierra un ojo. La celda está en el primer piso de un edificio, hay unos setenta enfermos muchos de disentería. Pregunto al enfermero dónde está Julot. él dice:

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