Литмир - Электронная Библиотека

– Esto es de ése dice el guardián que ha cacheado, cogiendo un cuchillo y designando al propietario.

– Es verdad, es mío.

– Muy bien ~-dice Barrot-. Hará el viaje en una celda sobre las máquinas.

Cada uno es designado, sea por los clavos, sea por el saca corchos, sea por los cuchillos, y cada uno reconoce ser el propietario de los objetos hallados. Cada uno de ellos, siempre en cueros, sube las escaleras, acompañado por dos guardianes. En el suelo queda un cuchillo y el estuche de oro; un hombre solo para los dos objetos. Es joven, de veintitrés o veinticinco años, bien proporcionado, metro ochenta por lo menos, de cuerpo atlético, ojos azules.

– Es tuyo eso, ¿verdad? -dice el guardián, señalándole el estuche de oro.

– Sí, es mío.

– ¿Qué contiene? -pregunta el comandante Barrot, que lo ha cogido.

– Trescientas libras inglesas, doscientos dólares y dos diamantes de cinco quilates.

– Bien, veámoslo.

Lo abre. Como el comandante está rodeado por los otros, no se ve nada, pero se le oye decir:

– Exacto. ¿Tu nombre?

– Salvidia Romeo.

– ¿Eres italiano?

– Sí, señor.

– No serás castigado por el estuche, pero sí por el cuchillo.

– Perdón, el cuchillo no es mío.

– Vamos, no digas eso, lo he encontrado en tus zapatos -dice el guardián.

– El cuchillo no es mío.

– ¿Así que soy un embustero?

– No, pero se equivoca usted.

– Entonces, ¿de quién es este cuchillo? -pregunta el comandante Barrot-. Si no es tuyo, de alguien será.

– No es mío, eso es todo.

– Si no quieres que te metamos en un calabozo, donde te cocerás, pues está situado sobre las calderas, di de quién es el cuchillo.

– No lo sé.

– ¿Me estás tomando el pelo? ¿Encuentran un cuchillo en tus zapatos y no sabes de quién es? ¿Crees que soy un imbécil? O es tuyo, o sabes quién lo ha puesto ahí. Contesta.

– No es mío, y no me toca a mí decir de quién es. No soy ningún chivato. ¿Acaso me ve usted con cara de cabo de vara, por casualidad?

– Vigilante, póngale las esposas a ese tipo. Pagarás cara esta manifestación de indisciplina.

Los dos comandantes, el del barco y el del convoy, hablan entre sí. El comandante del barco, da una orden a un contramaestre, que sube a cubierta. Algunos instantes después, llega un marino bretón, un verdadero coloso, con un cubo de madera seguramente lleno de agua de mar y una soga del grosor de un puño. Atan al hombre al último peldaño de la escalera, de rodillas. El marino moja la soga en el cubo y, luego, golpea despacio, con todas sus fuerzas, las nalgas, los riñones y la espalda del pobre diablo. Ni un grito sale de sus labios, pero la sangre le mana de nalgas y costillas. En este silencio sepulcral, se eleva un grito de protesta de nuestra jaula:

– ¡Hatajo de canallas!

Era todo lo que hacía falta para desencadenar los gritos de todo el mundo: “¡Asesinos! ¡Asquerosos! ¡Podridos!” Cuanto más nos amenazan con dispararnos si no callamos, más chiflamos, hasta que, de pronto, el comandante grita:

– ¡Dad el vapor!

Unos marineros giran unas ruedas y caen sobre nosotros unos chorros de vapor con tal potencia, que en un abrir y cerrar de ojos todo el mundo está cuerpo a tierra. Los chorros de vapor eran lanzados a la altura del pecho. Un miedo colectivo se apoderó de nosotros. Los quemados no se atrevían a quejarse. Aquello no duró ni siquiera un minuto, pero aterrorizó a todo el mundo.

– Espero que habréis comprendido, los que tenéis tantos arrestos. Al más pequeño incidente, haré que os echen vapor. ¿Entendido? ¡Levantaos!

Sólo tres hombres resultaron verdaderamente quemados. Los llevaron a la enfermería. El que había sido azotado volvió con nosotros. Seis años después, moriría en una fuga conmigo.

Durante los dieciocho días que dura el viaje, tenemos tiempo de informarnos o tratar de tener una idea del presidio. Nada será como lo habíamos creído y, sin embargo, Julot habrá hecho todo lo posible para informarnos. Por ejemplo, sabemos que Saint-Laurent-du-Maroni es una población que está a ciento veinte kilómetros del mar, junto al río Maroni. Julot nos explica:

– En esa población se encuentra la penitenciaría, el centro del presidio. En ese centro se efectúa la clasificación por categorías. Los relegados van directamente a ciento cincuenta kilómetros de allí, a una penitenciaría llamada Saint-Jean. Los presidiarios son clasificados inmediatamente en tres grupos:

“Los muy peligrosos, que serán llamados tan pronto lleguen y encerrados en celdas del cuartel disciplinario mientras esperan su traslado a las Islas de la Salvación. Son internados por un tiempo o de por vida. Estas islas están a quinientos kilómetros de Saint-Laurent y a cien kilómetros de Cayena. Se llaman: Royale; la mayor, San José, donde está la cárcel del presidio; y del Diablo, la más pequeña de todas. Los presidiarios no van a la isla del Diablo, salvo muy raras excepciones. Los hombres que están en la del Diablo son presidiarios políticos.

“Luego, los peligrosos de segunda categoría: se quedarán en el campo de Saint-Laurent y serán obligados a hacer trabajos de jardinería y a cultivar la tierra. Cada vez que se les necesita, son enviados a campos muy duros: Camp Forestier, Charvin, Cascade, Crique Rouge, Kílonikitre 42, llamado “Campo de la Muerte”.

“Después, la categoría normal: son empleados en la Administración, las cocinas, limpieza de la población o del campo, o en diferentes trabajos: taller, carpintería, pintura, herrería, electricidad, colchonería, sastrería, lavaderos, etcétera.

“Así, pues, la hora H es la de arribada: si uno es llamado y conducido a una celda, significa que será internado en las Islas, lo cual echa por tierra toda esperanza de evadirse. En todo caso, hay una sola posibilidad: herirse inmediatamente, rajarse las rodillas o el vientre para ir al hospital y, desde allí, fugarse. Es menester a toda costa procurar no ir a las Islas. Y una esperanza: si el barco que debe transportar a los internados a las Islas no está listo para zarpar, entonces hay que sacar dinero y ofrecérselo al enfermero. Este os pondrá una inyección de aguarrás en una articulación, o pasará un pelo empapado de orina por la carne para que se infecte. O te hará respirar azufre y luego dirá al doctor que tienes cuarenta de fiebre. Durante esos días de espera, es menester ir al hospital a toda costa.

“Si no se es llamado y dejado con los otros en barracones del campamento, se tiene tiempo de actuar. En tal caso no debe buscarse empleo dentro del campamento. Hay que dar dinero al contable para obtener un puesto de pocero, barrendero, o ser empleado en la serrería de un contratista civil. Al salir a trabajar fuera de la penitenciaría y volver cada noche al campamento, se tiene tiempo para establecer contacto con presidiarios liberados que viven en la población o con chinos, para que le preparen a uno la fuga. Evitad los campamentos que están en torno de la población: allí todo el mundo la espicha muy pronto; hay campamentos donde ningún hombre ha resistido tres meses. En plena selva, los hombres se ven obligados a cortar un metro cúbico de leña por día.

Todas estas informaciones son valiosas. Julot nos las ha remachado durante todo el viaje. El está preparado. Sabe que irá directamente al calabozo por ser un exfugado. Por lo cual lleva un cuchillo pequeño, más bien un cortaplumas, en su estuche. A la llegada, lo sacará y se abrirá una rodilla. Al bajar del barco, caerá de la escalerilla delante de todo el mundo. Piensa que, entonces, será llevado directamente del muelle al hospital. Por lo demás, es exactamente lo que pasará.

Saint-Laurent-du-Maroni

Los vigilantes se relevan para ir a cambiarse de ropa. Vuelven todos por turno vestidos de blanco con un casco colonial en vez de quepis. Julot dice: “Estamos llegando.” Hace un calor espantoso, pues los ojos de buey están cerrados. A través de ellos, se ve la selva. Estamos, pues, en el Maroni. El agua es cenagosa. La selva es verde e impresionante. Turbados por la sirena del barco, los pájaros echan a volar. Avanzamos muy despacio, lo cual permite fijarse holgadamente en la vegetación verde oscuro, exuberante y tupida. Se perciben las primeras casas de madera con sus tejados de chapa ondulada. Negros y negras están a sus puertas y contemplan el paso del barco. Están acostumbrados a verle descargar su alijo humano y por eso no hacen ningún ademán de bienvenida cuando pasa. Tres toques de sirena y ruidos de hélice nos indican que arribamos y, luego, todo ruido de maquinaria cesa. Podría oírse volar una mosca.

14
{"b":"122681","o":1}