– ¿Señorita Latterly?
– La verdad tiene que ver también con la muerte de mi padre, lord Shelburne -le explicó Hester con voz grave-. Puedo dar cuenta de algunos aspectos de la misma, lo que les permitirá entenderla mejor.
Sobre él se cernió la primera sombra de ansiedad, pero antes de que pudiera hacer más preguntas, entró Menard, que paseó la mirada por todos los circunstantes y palideció.
– Monk sabe por fin quién mató a Joscelin -explicó Lovel-. Por el amor de Dios, le ruego que nos informe. Supongo que lo habrá detenido, ¿verdad?
– Estoy a punto de hacerlo, señor.
Monk se mostraba más cortés con todos que en anteriores ocasiones. Era una manera de poner distancias, una especie de defensa verbal.
– Entonces, ¿se puede saber qué quiere de nosotros? -preguntó Lovel.
Era como echarse de cabeza en un profundo pozo de hielo.
– El comandante Grey se ganaba la vida gracias a las experiencias que había vivido en la guerra de Crimea… -comenzó a decir Monk.
¿Por qué era tan comedido con las palabras? Vestía la realidad con repugnantes eufemismos.
– ¡Mi hijo no «se ganaba la vida» como usted dice! -saltó Fabia-. Mi hijo era un señor, no tenía ninguna necesidad de ganarse la vida. Vivía de las rentas del patrimonio familiar…
– Que no le alcanzaban ni remotamente para costearse el tren de vida que llevaba -interrumpió Menard con violencia-. Si te hubieras dignado observarlo un poco, aunque sólo hubiera sido una vez, habrías podido darte cuenta.
– Yo ya lo sabía -intervino Lovel mirando a su hermano-, pero suponía que era afortunado en el juego.
– Sí… a veces. Pero otras veces perdía sumas enormes, más de lo que podía permitirse. Entonces seguía jugando por ver si se rehacía e ignoraba las deudas hasta que… yo se las pagaba, para mantener a salvo el honor familiar.
– ¡Embustero! -exclamó Fabia con fulminante desdén-. Siempre estuviste celoso de él, desde niño. Era más valiente, más afable e infinitamente más atractivo que tú. -Por un momento brilló en su cara el efímero fulgor del recuerdo, se impuso al presente y borró todas las arrugas que había inscrito en ella la indignación… pero enseguida ésta se sobrepuso con más fuerza aún que antes-. Tú esto no se lo podías perdonar.
El rostro de Menard se tiñó de un color ceniciento y vaciló como si aquellas palabras lo hubieran fulminado. Pero no se tomó el desquite. Con todo, sus ojos y la forma en que torció los labios revelaron la gran lástima que le inspiraba su madre, lo que ya era una manera de esconder la amarga verdad.
Monk odiaba aquella situación. Era inútil seguir tratando de evitar que Menard quedara al descubierto.
Entonces se abrió la puerta y entró Callandra Daviot. Miró primero a Hester, en cuyos ojos leyó una profunda sensación de alivio, después miró los de Fabia, que reflejaban un gran desdén y, finalmente, vio la angustia que sentía Menard.
– Se trata de un asunto familiar -dijo Fabia como dándola por despedida-. No hace falta que te molestes.
Callandra pasó por delante de Hester y tomó asiento.
– Por si lo has olvidado, Fabia, soy una Grey de nacimiento, cosa que no puedes decir de ti misma. Veo que ha venido la policía, por lo que deduzco que será porque se sabe algo más sobre la muerte de Joscelin… tal vez incluso quién es el responsable. ¿Qué hace usted aquí, Hester?
Hester volvió a tomar la iniciativa. Aunque estaba desolada, mantenía los hombros muy erguidos, como preparándose a hacer frente a la adversidad.
– He venido porque sé bastantes cosas acerca de la muerte de Joscelin que a lo mejor ninguno de ustedes creería si las conocieran de labios de otra persona.
– Entonces, ¿por qué las ha escondido hasta ahora? -le dijo Fabia poniendo en tela de juicio sus palabras-. A mí me parece que se está usted entrometiendo en un asunto que no le concierne, señorita Latterly, y presumo que su actitud obedece a esa misma naturaleza díscola que la llevó nada menos que a Crimea. No me extraña que no se haya casado.
Hester había tenido que oír opiniones peores y de labios de gente que le importaba bastante más que Fabia Grey.
– Si no las dije antes fue porque no sabía que pudieran tener importancia -dijo con voz monocorde-. Ahora pienso que sí la tienen. Joscelin fue a visitar a mis padres después de la muerte de mi hermano en Crimea. Les dijo que la noche antes de que ocurriera su muerte había prestado a George un reloj de oro. Les pidió que se lo devolviesen, dando por sentado que el reloj estaba entre los efectos de George. -Bajó ligeramente la voz e irguió más la espalda-. Como entre las cosas de George no se encontró ningún reloj, mi padre se sintió tan abochornado que hizo todo cuanto estaba en su mano para compensar de alguna manera a Joscelin. Le brindó hospitalidad y le ofreció dinero para que Joscelin lo invirtiese en sus negocios y no sólo puso en sus manos su dinero sino también el de amigos suyos. La empresa en cuestión fracasó y tanto el dinero de mi padre como el de sus amigos se perdió. Incapaz de soportar la vergüenza, mi padre se quitó la vida. Mi madre murió de pena poco después.
– Siento muchísimo la muerte de sus padres -la interrumpió Lovel mirando primero a Fabia y después nuevamente a Hester-. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el asesinato de Joscelin? A mí me parece un hecho bastante comprensible; un hombre de honor que quiere cubrir de alguna manera una deuda contraída por su hijo muerto con otro oficial.
A Hester le tembló la voz y pareció que iba a perder el dominio de sus nervios y que se desmoronaba.
– Lo del reloj no era verdad. Joscelin no había conocido a George, ni tampoco a una docena de militares más cuyos nombres extrajo de la lista de bajas, o que él vio morir en Shkodér. Yo vi cómo anotaba los nombres, aunque entonces no sabía por qué lo hacía.
Los labios de Fabia estaban lívidos.
– Esto es una abominable mentira… no merece ni desprecio. Si yo fuera un hombre ahora mismo le cruzaba la cara de un latigazo.
– ¡Mamá! -protestó Lovel, aunque ella no le hizo el más mínimo caso.
– Joscelin era un hombre guapo, valiente, dotado de gran talento y lleno de encanto e ingenio. -Fabia cedió a la emoción del momento, su voz se hizo ronca al recordar las alegrías de otros tiempos y hacérsele presente la angustia presente-. Todo el mundo le quería… salvo los que lo envidiaban. -Sus ojos se clavaron en Menard y reflejaron un sentimiento muy cercano al odio-. Esos eran hombres insignificantes que no podían soportar que otros consiguieran lo que ellos, pese a sus esfuerzos, eran incapaces de conseguir. -Los labios le temblaron-. Lovel porque Rosamond amaba a Joscelin: él sabía hacerla reír y soñar. -Su voz se endureció-. Y Menard porque no podía soportar que yo amara a Joscelin más que a nadie en el mundo y siempre fue así.
Fabia se estremeció y fue como si su cuerpo se replegara en sí mismo, se aislara de un medio detestable.
– Y ahora se presenta esta mujer con esta historia falsa y amañada y vosotros os quedáis aquí escuchando tranquilamente sus palabras. Si fuerais hombres dignos de tal nombre, la sacaríais de esta casa y la cubriríais de insultos por calumniadora. Pero parece que de esto tendré que encargarme yo. Aquí no hay nadie que sienta el honor de la familia salvo yo. -Se apoyó en los brazos del sillón como si fuera a levantarse.
– De esta casa no vas a echar a nadie hasta que lo diga yo -dijo Lovel con voz tensa pero serena, cortando la emoción de Fabia con el acero de sus palabras-. Tú no defiendes el honor de la familia, a quien defiendes es a Joscelin, tanto si lo merece como si no. El que se encargó de pagar sus deudas y de barrer el rastro de engaños y estafas que Joscelin dejó tras de sí fue Menard.
– ¡Valiente tontería! ¿Y quién dice eso? ¿Menard? -Fabia escupió el nombre-. Es el único que tacha a Joscelin de embustero. ¡Nadie más! Pero si Joscelin estuviera vivo, no se atrevería a decírselo a la cara. Si tiene la osadía de decirlo es porque cree que tú estás con él y porque aquí no hay nadie que le diga que él sí es un embustero y un desgraciado traidor.