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No encontraba familiar el ambiente; podía seguir el himno porque la tonada era sencilla, sembrada de frases musicales corrientes. Se arrodillaba cada vez que veía arrodillarse a los demás y se levantaba cuando los demás se levantaban. Pero no sabía responder.

Cuando el ministro subió al pulpito para iniciar el sermón, Monk lo miró con atención mientras escudriñaba en su memoria para hallar algún indicio capaz de inducir el recuerdo. ¿Y si iba a ver a aquel hombre y le confesaba la verdad? ¿Si le pedía que le dijese todo lo que sabía de él? La voz sonaba monótona, emitía un lugar común tras otro. La benignidad del tono era evidente, pero estaba tan pendiente de las palabras que resultaba casi incomprensible. Monk iba hundiéndose cada vez más en aquella situación de impotencia en la que se encontraba. Parecía que el hombre ni siquiera era capaz de seguir el hilo conductor que enlazaba una frase con otra, ya no digamos entender la naturaleza y pasiones de su Grey.

Una vez entonado el último amén, Monk vio salir a los feligreses con la esperanza de que alguno removiera su memoria o, mejor aún, le dirigiera la palabra.

Ya estaba a punto de renunciar a aquella esperanza cuando se fijó en una mujer joven vestida de negro, esbelta y de estatura mediana, los negros cabellos peinados suavemente hacia atrás dejando al descubierto un rostro casi luminoso, unos ojos oscuros, una piel delicada y una boca de labios gruesos y generosos. No era el rostro de una persona débil, sino capaz tanto de romper a reír a carcajadas como de sumirse en la desesperación. Su forma de andar era grácil, lo que indujo a Monk a observarla.

Cuando la joven llegó a su altura pareció advertir su presencia y se volvió. Con los ojos muy abiertos, vaciló un momento y contuvo el aliento como si fuera a hablar.

Monk aguardó mientras sentía que la esperanza iba creciendo en su interior. Al mismo tiempo notaba una excitación absurda, tenía la impresión de que estaba a punto de ocurrir algo.

Pero fue un momento fugaz que se desvaneció enseguida y, como si la muchacha hubiera recuperado el dominio de sí misma, levantó un poco la barbilla, se recogió la falda en un gesto innecesario y continuó su camino.

Monk la siguió, pero ya se había perdido entre un grupo de personas, dos de las cuales, también vestidas de negro, al parecer iban con ella. Una de las personas era un hombre alto y rubio de unos treinta y cinco años, tenía suaves cabellos, nariz larga y porte severo; la otra era una mujer, se mantenía muy erguida y sus facciones denotaban un carácter fuerte. Los tres salieron a la calle y se quedaron esperando algún vehículo. Ninguno de los tres se volvió para mirarlo.

Monk regresó en coche a su casa sumido en un mar de confusiones, con una sensación de miedo y también de una loca y turbadora esperanza.

4

Sin embargo, el lunes por la mañana Monk llegó sin aliento y un poco tarde, no estaba en vena de iniciar la investigación en torno a Yeats y a su visitante. Runcorn estaba en su despacho y se paseaba de un lado a otro agitando un papel azul en la mano. Se paró y giró en redondo así que oyó las pisadas de Monk.

– ¡Ah! -exclamó blandiendo el papel con viva indignación pintada en el rostro, el ojo izquierdo casi cerrado.

Los buenos días que estaba a punto de darle Monk murieron en sus labios.

– Una carta procedente de las altas esferas. -Runcorn agitó el papel azul-. Los poderes vuelven a estar detrás de nosotros. Lady Shelburne, la viuda, ha escrito a sir Willoughby Gentry y ha comunicado al mencionado miembro del Parlamento -dio a cada vocal todo el volumen de desdén que le permitía el cuerpo- que no está satisfecha con la manifiesta ineficiencia de Fuerzas de la Policía Metropolitana en la detención del vil asesino que tan horriblemente asesinó a su hijo en su propia casa. Nada disculpa nuestra dilación ni nuestra actitud de desinterés, ni nuestra completa incapacidad de señalar a los culpables.

La cara se le había puesto como la grana por el sentimiento de ofensa ante tamaña injusticia, pero no estaba dolido sino cada vez más airado.

– ¿Se puede saber qué demonios está usted haciendo, Monk? Se supone que es un excelente detective y, que yo sepa, tiene usted puestos los ojos en el cargo de inspector… de comisario… ¿Qué tengo que decirle a esta señora?

Monk lanzó un profundo suspiro. De hecho, estaba más sorprendido por la referencia que había hecho Runcorn a su ambición personal que por el resto de la carta. ¿Quería esto decir que él era un hombre ambicioso y arrogante? En aquel momento no era oportuno defenderse, ya que Runcorn lo miraba de frente y aguardaba respuesta.

– Lamb ya hizo todo el trabajo básico, señor.

– Con esto dispensaba a Lamb el elogio que merecía-. Ha investigado todo lo que ha podido, ha interrogado a los demás residentes de la casa, a los vendedores callejeros, a los vecinos, a todo aquel que pudiera haber visto o sabido algo. -Aunque por la cara que ponía Runcorn se daba perfecta cuenta de que sus palabras no le hacían mella alguna, insistió-. Por desgracia, aquella noche era particularmente desapacible y parece que todo el mundo andaba con prisas, todos con la cabeza baja y los cuellos del abrigo subidos para protegerse contra la lluvia. Como caía tanta agua, circulaba poca gente y la densa capa de nubes hizo que anocheciera antes de lo habitual. Runcorn mostraba una desusada agitación.

– Lamb dedicó mucho tiempo a hacer indagaciones entre los maleantes que tenemos fichados-prosiguió Monk-. Según consta en su informe, habló con todos los soplones e informadores de la zona. Pero nada, nadie sabe nada o, si sabe algo, no lo dice. Lamb llegó a la conclusión de que le habían dicho la verdad. No sé qué otra cosa podía hacer.

De la misma manera que su experiencia no le sugería nada, su inteligencia tampoco le apuntaba la posibilidad de una omisión. Todas sus simpatías estaban del lado de Lamb.

– El agente Harrison ha localizado en casa de un prestamista un reloj en el que están grabadas las iniciales J. G., pero no sabemos si pertenece a Grey.

– No -admitió con orgullo Runcorn, pasando con desagrado el dedo por el borde irregular de las rebabas del papel. No podía permitirse semejantes lujos-. Desde luego que no lo sabe. ¿Qué hará entonces? ¿Lo llevará a Shelburne Hall para ver si lo identifican?

– Harrison se está ocupando de eso estos momentos.

– ¿Ha descubierto, por lo menos, cómo consiguió entrar en la casa el maldito sujeto?

– Creo que sí -dijo Monk en un tono neutro de voz-. Uno de los residentes, un tal Yeats, recibió una visita. Llegó a las diez menos cuarto y se marchó hacia las diez y media. Era un hombre bastante alto, moreno e iba muy tapado. Es la única persona que queda por identificar; los demás visitantes eran mujeres. No quisiera sacar conclusiones precipitadas, pero da la impresión de que este hombre podría ser el asesino. De no ser él, no sé de ningún otro desconocido que pudiera haberse introducido en la casa. Grimwade cierra el portal con llave a medianoche, o antes si todos los residentes están en sus casas, y después de esa hora incluso ellos tienen que llamar al timbre y hacerlo levantar si quieren entrar.

Runcorn dejó la carta con un gesto de respeto sobre el escritorio de Monk.

– ¿A qué hora cerró aquella noche? -preguntó.

– A las once -replicó Monk-, y todos estaban dentro.

– ¿Qué dijo Lamb acerca del hombre que visitó a Yeats? -preguntó»Runcorn haciendo una mueca.

– No mucho. Parece que sólo hablaron un vez, y después Lamb dedicó la mayor parte del tiempo a averiguar cosas acerca de Grey. Tal vez en aquel momento Lamb no valoró la importancia de aquel visitante. Grimwade dijo que él lo había acompañado hasta la puerta de Yeats y que Yeats lo había hecho pasar. Lamb entonces todavía estaba buscando a un ladrón…

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