– Mire, señora, no me interesan sus fantasías de mujer ni menos su sentido del humor, a decir verdad bastante peculiar. Lo que yo hago es investigar un asesinato particularmente brutal.
Hester perdió completamente la ecuanimidad.
– ¡Usted es un idiota incompetente! -le gritó de cara al viento-. Usted es un fatuo y un ignorante y no se le ocurren más que cosas sucias. Yo le vendé y le limpié la herida que, por si lo había olvidado, estaba en la pierna. Como en la cara no tenía herida alguna, no se la miré con más atención que la cara de los diez mil heridos y muertos que tuve ocasión de ver. Si apareciera ahora y me dirigiese la palabra, no lo reconocería.
El hombre puso cara de indignación y rabia.
– Sería un hecho memorable, señora. Hace ocho semanas que lo mataron… y lo dejaron reducido a papilla. -Si se figuraba haberla impresionado con sus palabras, se había equivocado de medio a medio.
Hester tragó saliva y lo miró directamente a los ojos.
– Eso me recuerda el campo después de la batalla de Inkermann -dijo con voz inalterable-. Allí por lo menos sabíamos qué les había pasado… lo que no sabíamos era por qué.
– Pues nosotros sabemos qué hicieron a Joscelin Grey… pero no sabemos quién se lo hizo. Por fortuna no tengo la obligación de dar explicaciones sobre la guerra de Crimea… sólo de la muerte de Joscelin Grey.
– Lo cual parece encontrarse fuera de su alcance -dijo Hester con evidente brusquedad-. Pues mire, en esto no puedo serle de ninguna ayuda. Lo único que recuerdo es que era un hombre excepcionalmente simpático, que soportó la herida con la misma entereza que la mayoría de los que se encontraban en circunstancias parecidas y que durante su convalecencia dedicó mucho tiempo yendo de cama en cama alentando y animando a los demás, especialmente a aquellos que por su estado tenían la muerte más cerca. De hecho, ahora que lo pienso, se portó admirablemente. Lo había olvidado por completo. Dio ánimos a muchos moribundos, escribió cartas a sus familiares en nombre de ellos, refirió por carta su muerte a los parientes y seguramente los ayudó a sobrellevar la desgracia. Verdaderamente no hay derecho a que superara todas estas cosas para que lo asesinaran al regresar a su casa.
– Fue un asesinato extremadamente violento. Tal como lo golpearon era evidente la furia y el odio del asesino. -Al fijar en Hester su mirada, le sorprendió el brillo de inteligencia que descubrió en su rostro, un rasgo muy intenso y turbador que le produjo un hondo desasosiego-. Estoy convencido de que fue alguien que lo conocía. No se puede odiar tanto a una persona desconocida.
Hester se estremeció. Pese a que el campo de batalla era en sí mismo horrendo, la diferencia que existía entre aquella carnicería sin sentido y la maldad extremadamente personal del asesinato de Joscelin Grey seguía siendo abismal.
– Lo siento -dijo Hester, ahora más amable, pero aún presa de la tensión que aquel hombre desencadenaba en ella-. No sé nada de Joscelin Grey que pueda ayudarle a encontrar a la persona que busca. Si supiera algo, se lo diría. El hospital tenía unos archivos, seguramente puede encontrar en ellos qué otras personas convivieron con él, aunque supongo que ya habrá hecho averiguaciones en este sentido…
Por la expresión sombría de su rostro, Hester se dio cuenta al momento de que no las había hecho, lo que pareció agotar su paciencia.
– Entonces, ¿quiere tener la bondad de decirme qué ha estado haciendo durante estas ocho semanas?
– Cinco de ellas las he pasado en cama recuperándome de unas lesiones -le espetó-. Me parece que usted da muchas cosas por sentadas, señora. Usted es arrogante, dominante, tiene muy mal genio y se da muchos aires. Y saca conclusiones carentes de todo fundamento. ¡Oh, Dios, cómo detesto a las mujeres inteligentes!
Hester se quedó un momento en suspenso pero no tardó en tener la respuesta a flor de labios.
– A mí, en cambio, me encantan los hombres inteligentes -sus ojos lo recorrieron de arriba abajo-, lo cual significa que de ninguna manera podemos estar a gusto juntos.
Y dando por terminado el diálogo, se recogió la falda, pasó como una exhalación en dirección al camino que conducía al grupito de árboles y dio un traspié debido a unas zarzas que se atravesaron a su paso.
– ¡Maldita mujer! -dijo Monk incapaz de reprimir la furia-. ¡Vete al infierno!
7
– Buenos días, señorita Latterly -la saludó Fabia fríamente al verla entrar en el salón el día siguiente alrededor de las diez y cuarto.
Iba muy elegante y aparentaba un aire frágil, parecía estar a punto de salir. Echó una rápida ojeada a Hester como evaluando el más que sencillo vestido de muselina que llevaba y después se volvió a Rosamond, que afectaba estar muy ocupada aguijoneando el tambor de bordar.
– Buenos días, Rosamond. Espero que te encuentres bien. Como hace un día estupendo, creo que deberíamos aprovechar la oportunidad para hacer la visita a las familias necesitadas del pueblo. Hace tiempo que no cumplimos con este deber, que te corresponde más a ti que a mí.
Al escuchar aquella censura, a Rosamond se le subieron los colores a la cara. Levantó rápidamente la barbilla revelando con el gesto a Hester que detrás del mismo había más cosas de las que se veían a primera vista. La familia estaba de luto y era evidente que la persona que había sentido mayormente la pérdida de Joscelin había sido Fabia, por lo menos juzgando la situación superficialmente. ¿No sería que Rosamond había tratado de reanudar la vida normal demasiado rápidamente y era este el modo como Fabia le indicaba que sólo ahora había llegado el momento de hacerlo?
– Por supuesto, mamá -respondió Rosamond sin levantar los ojos de la labor.
– Seguro que la señorita Latterly también querrá acompañarnos -añadió Fabia sin molestarse en consultarla-. Saldremos a las once. Así tendrá tiempo para vestirse como corresponde. Aunque hoy hace mucho calor… no ceda a la tentación de olvidar su rango. -Y con aquella amonestación, dispensada con una sonrisa glacial, se volvió y las dejó, deteniéndose un momento en la puerta para añadir-: Podríamos aprovechar la ocasión para comer con el general Wadham y Úrsula. -Y dicho esto salió.
Rosamond arrojó el aro en el costurero pero no acertó y éste fue a dar en el suelo.
– ¡Maldita sea! -dijo por lo bajo pero, al sorprender los ojos de Hester, se disculpó. Hester le sonrió.
– ¡Por favor! -dijo Hester con la mayor franqueza-. Tener que hacer el papelito de lady Dadivosa por los alrededores de la finca justifica de sobra que hasta el más pintado recurra a un lenguaje más propio de los establos o de los cuarteles que de los salones. Un simple «¡maldita sea!» es más bien delicado.
– ¿Echa de menos Crimea desde su regreso? -dijo Rosamond de pronto con ojos ávidos y como si temiera la respuesta-. Me refiero… -Apartó la mirada un tanto confundida y encontrando difícil pronunciar unas palabras que sólo hacía un momento tenía en la punta de la lengua.
Hester imaginó lo que había de ser para Rosamond toda una sucesión interminable de días tratando de ser amable con Fabia, ocupándose sólo de aquellos aspectos triviales de la administración doméstica que le estaban permitidos, teniendo que esperar a que muriera Fabia para sentirse en su propia casa; quién sabe si aún entonces el espíritu de Fabia seguiría rondando por la casa, en la que había dejado un sello indeleble a través de todas sus pertenencias, incluidos el mobiliario y la decoración. Seguiría habiendo visitas matinales, comidas con personas de posición, es decir, de cuna y rango similar, visitas a la gente menesterosa… y, ya en plena temporada, bailes, carreras en Ascot, regatas en Henley y, en invierno, cacerías. En el mejor de los casos, una manera agradable de matar el tiempo; en el peor, tedio absoluto pero siempre cosas sin sentido alguno.