Anne Perry
El Rostro De Un Extraño
Serie Detective Monk – #1
1
Lo único que vio al abrir los ojos y mirar hacia arriba fue un color gris claro, un gris uniforme como el de un cielo invernal, denso y amenazador. Parpadeó y miró de nuevo. Estaba boca arriba y aquel gris que veía era el de un techo, sucio de mugre y de vapores acumulados con los años.
Se movió un poco. La cama en la que estaba tendido era dura y corta. Hizo un esfuerzo para sentarse pero sintió un profundo dolor. En el fondo del pecho lo apuñalaba un agudo pinchazo, y también le dolía el brazo izquierdo, cubierto por un grueso vendaje. En cuanto intentó enderezarse, notó que le latían las sienes, como si el pulso le martilleara detrás de los ojos.
A unos palmos de distancia había otro camastro de madera, igual que el suyo, en el que se movía, inquieta, la pálida cara de un hombre tapado con una manta gris medio rota y con la camisa empapada de sudor. Más allá otro hombre tenía las piernas fajadas con vendas manchadas de sangre y, a continuación, seguía otro y otro más hasta el fondo de la gran sala, donde una estufa negra y panzuda había formado una mancha de humo en el techo.
Dentro de él estalló el pánico, rezumando calor a través de su piel. ¡Estaba en un asilo! Dios santo, ¿cómo había ido a parar allí?
Era pleno día. Con gesto desmañado cambió de postura y estudió la habitación. Todas las camas estaban ocupadas. Arrimadas a lo largo de la pared, ni una sola estaba vacía. ¡No era lo normal en un asilo! La gente habría debido de estar levantada y trabajando, ya que el trabajo es beneficioso para su espíritu, por no decir que también lo es para las arcas del asilo. Ni siquiera a los niños se les perdonaba el pecado de la ociosidad.
Por supuesto, se trataba de un hospital. ¡No podía ser otra cosa! Con grandes precauciones volvió a tumbarse boca arriba y en cuanto su cabeza se posó en la almohada rellena de salvado sintió que un inmenso bienestar invadía todo su cuerpo. No sabía cómo había ido a parar a un sitio como aquél, en su memoria ni un jirón de recuerdo le indicaba que pudiera estar herido, si bien era indudable que así era, ya que notaba el brazo rígido y torpe y sentía un profundo dolor en el hueso. También advertía un gran dolor en el pecho cada vez que inspiraba. ¿Qué le había ocurrido? Debía de tratarse de un accidente de consideración ¿se habría derrumbado un muro sobre él, habría sido víctima de la violenta coz de un caballo, se habría caído de alguna altura? Sin embargo, no recordaba nada, ni siquiera haber sentido miedo.
Seguía intentando recordar cuando, de pronto, vio sobre él un rostro sonriente que le habló en tono cordial.
– ¡Vaya! ¡Otra vez despierto!
Levantó la vista y contempló aquella cara de luna. Era un rostro ancho y chato, de piel agrietada, con una sonrisa que se abría, amplia, dejando al descubierto unos dientes rotos.
Intentó aclarar sus ideas.
– ¿Otra vez? -dijo confundido. Su pasado era como un sueño vacío de sueños, un blanco pasillo cuyo principio no se divisaba.
– Está perfectamente, ¿verdad? -dijo la voz con un suspiro, pero en tono alegre-. ¡Claro que no va a estar como unas pascuas de un día para otro, digo yo! No me extrañaría nada que se hubiese olvidado hasta de su nombre. Vamos a ver, ¿cómo está? ¿Qué tal el brazo?
– ¿Que cómo me llamo? Nada, ni un solo recuerdo.
– Sí. -Ahora la voz, además de alegre, sonaba paciente-. Eso, que cómo se llama.
Tenía que saber su nombre. ¡Tenía que saberlo! Se llamaba… transcurrieron unos segundos, pero seguía en blanco.
– Bueno, ¿qué me dice? -lo acució la voz.
Seguía esforzándose. Pero no le llegaba ningún recuerdo, sólo un pánico blanco, una especie de ventisca de nieve en el cerebro, unos peligrosos remolinos sin vórtice.
– ¡En fin, que no se acuerda! -La voz sonó estoica y resignada-. Ya me lo imaginaba. Pues mire lo que le digo, anteayer estuvo aquí la policía y dijeron que usted se llamaba Monk, William Monk. Pero hombre, ¿se puede saber de dónde sale, qué ha hecho usted para que lo busque la policía?
El hombre le arregló, solícito, la almohada con sus manazas y puso un poco de orden en las mantas.
– ¿Quiere que le traiga algo? ¿Una bebida caliente? Hace un fresco aquí dentro que nadie diría que estamos en julio, ¡ni que fuera noviembre! Voy a prepararle alguna cosita caliente o unas gachas, si quiere. ¿Qué me dice? En este momento está cayendo una que para qué le voy a contar. Siempre estará mejor aquí dentro que en la calle.
– ¿William Monk? -repitió el nombre.
– Eso mismo, bueno eso dijo la policía. Un tal Runcorn. El señor Runcorn, todo un inspector, no se vaya a creer. -Levantó unas cejas alborotadas-. ¿Qué ha hecho, si es que se puede saber? ¿No será usted uno de esos maleantes que andan sueltos por ahí birlando carteras y relojes de oro a los señorones?
– Hizo la pregunta sin sombra de censura, mirándolo con sus ojillos redondos y bonachones-. Si quiere que le hable con franqueza, no parecía otra cosa cuando lo trajeron aquí, porque iba con la ropa que daba lástima, toda sucia de barro, hecha jirones y cubierta de sangre.
Monk no dijo nada. Su cabeza estaba dando marcha atrás, le latía al intentar descubrir algún indicio en medio de tanta niebla, un recuerdo claro y tangible. Pero ni siquiera el nombre significaba nada. Ese «William» le resultaba vagamente familiar, pero era un nombre tan común… Cualquiera conoce a varios Wiliams, a docenas de ellos…
– O sea que seguimos sin acordarnos de nada-continuó el hombre con una expresión de cordialidad en el rostro, vagamente divertido.
Había sido testigo de todo tipo de miserias humanas y nunca había habido nada tan temible ni tan extraño que le hiciera alterar su compostura. Había visto a hombres morir de sífilis y peste, y hasta a algunos subirse por las paredes, aterrados por cosas que no existían en realidad. Que un hombre hecho y derecho no se acordara de lo que le había ocurrido ayer constituía para él una curiosidad, pero no era motivo de maravilla.
– ¿O quizás es que no lo queremos decir? -prosiguió-. Bueno, no se lo reprocho. -Se encogió de hombros-. No le cuente nada a la policía si no le conviene, pero ¿no le apetecería tomar unas gachas de avena? ¿Un puré bien espesito, que ya le tengo caliente desde hace un rato en aquella estufa? ¡Es que tiene que poner algo de su parte, hombre!
Monk tenía hambre y pese a estar tapado con la manta se notaba helado.
– Sí, por favor -aceptó.
– Entendidos, pues, le voy a dar las gachas esas. Supongo que no habré hecho mal diciéndole cómo se llama, no va a mirarme con malos ojos por esto. -Movió la cabeza-. O había hecho algo horrible o tenía un miedo de la policía que para qué le voy a contar. ¿Qué hizo si se puede saber? ¿Afanó las joyas de la corona, quizá?
Y mientras se dirigía a la estufa negra y ventruda del final de la sala aún masculló alguna cosa más y se rió para sus adentros.
¡La policía! ¿Sería un ladrón? La sola idea le repugnaba, no sólo por los miedos que despertaba en él, sino por la palabra en sí y por lo que comportaba cuando se la aplicaba a sí mismo. Pero quizá fuera verdad.
¿Quién era? ¿Qué clase de hombre era? ¿Se habría herido, tal vez, mientras realizaba alguna proeza, algún hecho arriesgado? ¿O al verse acosado como un animal tras cometer algún delito? ¿O quizá no era más que un pobre desgraciado, una víctima que se había encontrado en el momento más inoportuno en el lugar más desafortunado?
Rebuscó en su mente, pero no encontró nada, ni un jirón de pensamientos o de sensaciones reveladoras. En algún sitio tenía que vivir, a alguien debía de conocer. Personas, rostros, voces, emociones. ¡Pero no había nada! Por lo que podía recordar, era como si acabara de nacer en un duro camastro de aquel desolado hospital.