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– ¡Ah! -dijo con aire satisfecho al ver entrar a Monk-. ¿Preparado para trabajar? Ya empezaba a ser hora. No hay nada como el trabajo. Lo mejor para un hombre es trabajar. Siéntese, siéntese, mejor que se siente. Se piensa mejor estando sentado.

Monk obedeció con los músculos tensos. Notaba que su respiración era tan ruidosa que se podría oír incluso por encima del siseo del gas.

– ¡Bien, bien! -prosiguió Runcorn-. Hay una gran cantidad de casos, como siempre. Yo diría que en ciertos barrios de esta ciudad hay más robos que compras y ventas legales. -Apartó un montón de papeles y colocó la pluma en su soporte-. Y lo de Swell Mob va de mal en peor. Todos esos enormes miriñaques… Están hechos especialmente para robar mejor, con todas esas enaguas bajo las que nadie puede detectar ningún bulto… aunque no es eso lo que le tengo preparado -dijo con una sonrisa melancólica.

Monk se quedó a la espera.

– Un espantoso asesinato. -Se recostó en el asiento y miró directamente a Monk-. De momento, no hemos conseguido nada, aunque bien sabe Dios que no hemos regateado esfuerzos. Encargué del caso a Lamb, pero el pobre chico está enfermo y postrado en cama. Lo pongo en manos de usted y veremos cómo se desenvuelve y si puede conseguir algún resultado.

– ¿Quién es el muerto? -le preguntó Monk-. ¿Cuándo ocurrió el asesinato?

– Se trata de un sujeto llamado Joscelin Grey, hermano menor de lord Shelburne, o sea que sería importante sacar algo en limpio. -Sus ojos no se apartaban del rostro de Monk-. ¿Que cuándo ocurrió? Bueno, esto es lo peor de todo. El hecho ocurrió hace bastante tiempo y de momento no hemos conseguido ningún resultado. Hará casi seis semanas… más o menos cuando usted tuvo el accidente. De hecho, ahora que lo pienso, fue exactamente entonces.

»Era una noche espantosa, muchos rayos y truenos y llovía a mares. Con seguridad, algún desalmado siguió al hombre hasta su casa y lo dejó hecho unos zorros… golpeó al pobre desgraciado hasta dejarlo como una piltrafa. Como no podía ser de otro modo, los periódicos levantaron la voz y reclamaron que se hiciera justicia, que adonde va el mundo, que si la actuación de la policía, en fin, lo de siempre. Por supuesto que pondremos a su disposición todo lo que recogió el pobre Lamb, así como a su colaborador, un tal Evan, John Evan. Estuvo trabajando con Lamb hasta que éste cayó enfermo. ¡A ver si consigue averiguar alguna cosa, encontrar algo!

– Sí, señor -dijo Monk poniéndose en pie-. ¿Dónde está el señor Evan?

– Estará por ahí. Hay muy pocas pistas. Empiecen a trabajar mañana por la mañana temprano. Ahora es demasiado tarde, o sea que mejor que vaya a su casa y descanse. La última noche de libertad, ¿eh? Aprovéchela y mañana póngase a trabajar de firme.

– Sí, señor -dijo Monk como excusándose antes de salir.

Fuera ya casi había oscurecido y el viento estaba impregnado del olor de las lluvias que se avecinaban. Pero Monk sabía adonde iba y sabía también qué haría mañana. Sabía que lo haría a conciencia… y con un decidido propósito.

2

Monk llegó temprano para conocer a John Evan y enterarse de todo lo que había averiguado Lamb acerca del asesinato del hermano de lord Shelburne, Joscelin Grey.

Seguía abrigando una cierta desconfianza. Los descubrimientos que había hecho con respecto a su propia persona eran absolutamente anodinos, cosas insignificantes que igual habrían podido referirse a cualquiera, como por ejemplo qué le gustaba y qué le disgustaba, y también que era vanidoso -como quedaba demostrado por el contenido de su armario ropero- y descortés, rasgo confirmado por el nerviosismo del sargento de guardia. Pero tenía muy presente el cálido afecto con que había sido recibido en Northumberland, lo que bastaba por sí solo para levantarle el ánimo. Se había propuesto ponerse a trabajar de inmediato porque el dinero que le quedaba no podía durar mucho.

John Evan era un muchacho alto y delgado, lo que daba a su apariencia un cierto aire de fragilidad, si bien Monk se dio cuenta, enseguida, de que era una fragilidad aparente, a juzgar por su porte. Posiblemente debajo de aquella chaqueta elegante había un cuerpo fuerte, aparte de que el muchacho sabía llevar la ropa con una gracia natural exenta de cualquier afeminamiento. Tanto sus ojos como su nariz denotaban sensibilidad, mientras que sus cabellos, ondulados y peinados hacia atrás, dejaban al descubierto una frente ancha y «tenían el color de la miel oscura. Su aspecto general era de inteligencia, lo que para Monk suponía una cualidad esencial, pero a la vez temible, ya que él todavía no se sentía preparado para tener a un compañero rápido y perspicaz, dotado de sutileza y percepción.

Pero Monk no tenía elección. Runcorn le presentó a Evan y le dejó un montón de papeles sobre la espaciosa mesa de madera de su despacho, que tenía la superficie cubierta de raspaduras. El despacho era grande, atestado de archivos y cajas, con una ventana de guillotina que daba a un estrecho callejón. La alfombra era un desecho doméstico, siempre mejor que la madera desnuda, y la habitación contaba, además, con dos sillas con el asiento de cuero. Runcorn salió y los dejó solos. Evan titubeó un momento antes de hablar, como si no quisiera usurpar una autoridad que no le correspondía, pero viendo que Monk no tomaba la iniciativa, puso un largo dedo sobre el montón de papeles.

– Son todas las declaraciones de los testigos, señor. A decir verdad, no han resultado de gran utilidad. Monk dijo lo primero que se le ocurrió.

– ¿Acompañaba usted al señor Lamb cuando se tomaron estas declaraciones?

– Sí, señor, salvo en la declaración del barrendero. Se encargó de ella el señor Lamb mientras yo me ocupaba del cochero.

– ¿Cochero?

Por un momento Monk abrigó la vana esperanza de que alguien hubiera visto al atacante, de que pudiera tratarse de una persona conocida y de que lo único que faltara por averiguar fuese su paradero. Pero la esperanza se desvaneció al momento. De haberse tratado de una cuestión tan sencilla, el caso no habría durado seis semanas. Es más, había visto un aire de desafío en la cara de Runcorn, hasta una especie de satisfacción perversa.

– El cochero que llevó al comandante Grey a su casa, señor -dijo Evan, echando por tierra las esperanzas de Monk, aunque lo hiciera con un tono exculpatorio.

– ¡Ah!

Monk estuvo a punto de preguntar si había alguna cosa aprovechable en las declaraciones del sujeto en cuestión, aunque enseguida se dio cuenta de que aquello descubriría una cierta ineficiencia por su parte.

Tenía todos los papeles delante. Cogió el primero mientras Evan esperaba junto a la ventana a que lo hubiese leído.

Estaba escrito con una caligrafía clara y muy legible y encabezado como declaración de Mary Ann Brown, vendedora callejera de cintas y encajes. Monk supuso que la gramática original había sido alterada un tanto y que se habían añadido algunas letras aspiradas, pero la autenticidad era manifiesta.

«Me encontraba en mi sitio habitual de Doughty Street, cerca de la plaza Mecklenburg, donde tengo por costumbre instalarme, justo en la misma esquina, porque sé que en esos edificios viven muchas señoras y las hay que tienen doncellas que cosen para ellas.»

Pregunta del señor Lamb: «¿Estaba usted en el sitio que ha dicho a las seis de la tarde?»

«Es muy probable, aunque no sabría decir qué hora era porque no tengo reloj. Pero lo que sí puedo decir es que vi llegar al señor que mataron. ¡Una cosa terrible, no se puede decir otra cosa! ¡Cuando ni los señores están a salvo!»

«¿O sea que usted vio llegar al comandante Grey?»

«Sí, señor, y muy elegante y garboso que iba, se lo digo yo.»

«¿Iba solo?»

«Sí, señor, solo.»

«¿Se metió enseguida en su casa? Me refiero a si lo hizo tan pronto como hubo pagado al cochero, claro.»

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