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«Sí, señor, eso hizo.»

«¿A qué hora se fue usted de Mecklenburg Square?»

«De eso no estoy segura, pero oí que el reloj de la iglesia de San Marcos daba el cuarto antes de que yo me fuera.»

«¿A su casa?»

«Sí, señor.»

«¿A qué distancia está su casa de Mecklenburg Square?»

«A una milla, poco más o menos, diría yo.»

«¿Dónde vive usted?»

«Junto a Pentonville Road, señor.»

«O sea, a media hora a pie.»

«Pero ¿qué dice usted, señor? Yo diría que a un cuarto de hora. Demasiada humedad para andar entreteniéndose por el camino. Además, las chicas que se pasean por allí a esa hora las toman por lo que no son, por no decir algo peor.»

«Sin duda. O sea que usted se fue de Mecklenburg Square alrededor de las siete.»

«Más órnenos.»

«¿Se fijó si en el número seis entraba alguien más después del señor Grey?»

«Sí, señor, otro caballero vestido con abrigo negro y un gran cuello de pieles.»

Después de esta declaración seguía una nota entre corchetes en la que se especificaba que dicho señor residía en los apartamentos y que estaba fuera de toda sospecha.

A pie de página figuraba el nombre de Mary Ann Brown escrito con la misma caligrafía y una burda cruz al lado.

Monk dejó el documento. Se trataba de una declaración que sólo tenía un valor negativo, ya que hacía altamente improbable que el asesino hubiera seguido a Joscelin Grey hasta su casa. Con todo, el crimen había ocurrido en julio, época en que a las nueve de la noche todavía es de día. En el caso de que un hombre hubiera tramado un asesinato, o incluso un robo, a buen seguro que no se habría dejado ver tan cerca de la víctima.

Evan seguía sin moverse de la ventana y observaba a Monk con atención, ajeno a la algarabía de la calle, a los gritos del carretero que hacía retroceder a su caballo, al verdulero ambulante que pregonaba su mercancía y al chirrido y traqueteo de las ruedas de los carruajes.

Monk pasó a la declaración siguiente. Era de un tal Alfredo Crecen, un chaval de once años que hacía de barrendero en el cruce de Mecklenburg Square y Doughty Street y que se encargaba de recoger sobre todo el estiércol de las caballerías y otros desechos.

Sus declaraciones venían a ser del mismo tenor, salvo que él se había ido de Doughty Street media hora después de la vendedora de cintas.

El cochero declaraba que había recogido a Grey en un club militar poco antes de las seis y lo había conducido directamente a Mecklenburg Square. El pasajero no había hecho otra cosa que compartir el trayecto con él, aparte de hacer algún comentario banal sobre el tiempo, que era en extremo desagradable, y de desearle buenas noches al apearse. No recordaba nada más y, que él supiera, ni los habían seguido ni habían sido objeto de observación por parte de nadie. Tampoco se había fijado en ninguna persona sospechosa o de aspecto inusual en las proximidades de Guilford Street o de Mecklenburg Square, ya fuera durante el camino o en el momento de la partida, a no ser los habituales mercachifles, barrenderos, floristas y algún que otro caballero cuyo aspecto no llamaba especialmente la atención y que tal vez no eran más que empleados que regresaban a sus casas después de una larga jornada de trabajo o carteristas a la espera de una víctima propicia o cualquier otra cosa entre cien posibilidades más. Aquella declaración tampoco aportaba ninguna luz.

Monk la colocó sobre las otras dos, después levantó los ojos y vio que la mirada de Evan seguía fija en él y que, aunque tímida, no estaba exenta de humor. Evan le gustó instintivamente o quizá fuera simplemente que se sentía solo; no tenía amigos ni otra compañía humana más íntima que la que le ofrecía la cortés oficiosidad o amabilidad impersonal de la señora Worley al cumplir con sus «deberes cristianos». ¿Había tenido amigos en otro tiempo, los necesitaba? De ser así, ¿dónde estaban? ¿Por qué no había aparecido ninguno para darle la bienvenida? Ni siquiera había recibido una carta. La respuesta era desagradable y obvia: no se lo merecía. Era un hombre inteligente y ambicioso, un cazador de ratas de primera, pero no una persona atractiva, aunque no debía dejar que Evan descubriera su vulnerabilidad. Tenía que dar muestras de profesionalidad, de autoridad.

– ¿Todas las declaraciones son como éstas? -le preguntó.

– Más o menos -replicó Evan, contento de que se dignase dirigirle la palabra-. Nadie vio ni oyó nada que pudiera proporcionarnos una hora o un dato, ni siquiera una razón que justificase el hecho.

Monk estaba sorprendido. Tenía que centrarse, no podía dejar vagar sus pensamientos. Le costaría lo suyo mostrarse eficiente sin que se notara que estaba disperso.

– ¿No hubo robo? -preguntó.

Evan negó con un gesto y se encogió ligeramente de hombros. Sin proponérselo, poseía esa elegancia a la que Monk aspiraba y de la que Runcorn carecía absolutamente.

– A lo mejor no lo hubo porque se asustó y tuvo que marcharse con precipitación -respondió-. Grey tenía dinero en la cartera, aparte de que en la habitación había varios objetos decorativos pequeños y valiosos, fáciles de acarrear. De todos modos hay algo digno de mención: el cadáver no llevaba reloj. Es curioso, porque los caballeros de su condición suelen tener relojes de calidad, generalmente con alguna inscripción grabada, en fin, cosas de este tipo. Lo que sí llevaba era una cadena de reloj.

Monk estaba sentado en el borde de la mesa.

– ¿No lo habría empeñado? -preguntó-. ¿Lo había visto alguien con reloj?

Era una pregunta inteligente y le había venido a las mientes de manera automática. A veces hay caballeros que, pese a disfrutar de una situación desahogada, andan cortos de dinero, en ocasiones porque se visten o comen por encima de sus posibilidades y se encuentran temporalmente en apuros. ¿Cómo se le había ocurrido aquella pregunta? ¿Podía ser que fuera tan perspicaz que esa cualidad no dependiera de su memoria?

Evan se sonrojó ligeramente y sus ojos color avellana demostraron una súbita desorientación.

– Lamento decir que no sacamos nada en limpio, señor. Me refiero a que la gente que interrogamos no parecía tener unos recuerdos demasiado claros. Algunos dijeron que recordaban algo acerca de un reloj; otros, en cambio, no recordaban nada. No pudimos conseguir que nadie nos diera una descripción detallada. También nos planteamos la posibilidad de que pudiera haber acudido a una casa de empeños, pero no encontramos ningún resguardo, pese a lo cual visitamos todas las casas de empeños de las proximidades.

– ¿No averiguaron nada sobre el reloj?

Evan hizo un movimiento negativo con la cabeza.

– Nada en absoluto, señor.

– ¿O sea que no podríamos identificarlo aun en el caso de que apareciera? -dijo Monk con aire contrariado, indicando la puerta con un gesto-. Podría entrar por esa puerta cualquier desgraciado con el reloj encima y nosotros en la higuera. De todos modos, me atrevería a decir que si se lo llevó el asesino, a buen seguro lo arrojó al río cuando se levantó la liebre. Y si no lo tiró, no es tan imbécil como para andar con él por ahí.

Se volvió para examinar otra vez el montón de papeles y los revisó por encima.

– ¿Quemas?

Había también el informe suministrado por el vecino de enfrente, un tal Albert Scarsdale, escueto y tajante. De sus palabras se deducía que le molestaba la falta de consideración y el evidente mal gusto que había tenido Grey dejándose asesinar en Mecklenburg Square y se veía a la legua que consideraba que cuanto menos dijera acerca del asunto más pronto lo dejarían en paz y antes podría desentenderse de un caso tan sórdido como aquél.

Admitía que había oído a alguien en el pasillo que mediaba entre sus aposentos y los de Grey a eso de las ocho, y quizás otra vez alrededor de las diez menos cuarto. No habría podido asegurar si se trataba de dos visitantes separados o del mismo que había venido y después se había marchado, aunque también podía haber sido un animal extraviado, tal vez un gato, o el portero que hacía su ronda. A juzgar por sus palabras, tenía clasificados a estos dos seres en la misma categoría. También podía haberse tratado de un recadero que andaba extraviado por la casa o de una docena de posibilidades más. Él estaba ocupado en sus cosas y no había visto ni oído nada digno de mayor consideración. La declaración estaba firmada y rubricada con su nombre, acompañado de muchos ornamentos extravagantes.

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