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En el caso de Menard también había indignación, pero por la aguda conciencia de algo que él veía como una injusticia; algo que ya había quedado atrás, si bien algunos rescoldos seguían lacerándolo. ¿Le habría tocado enderezar los asuntos de Joscelin -el favorito de su madre- demasiadas veces, preservando a Fabia del conocimiento de la verdad, o sea, que Joscelin era un farsante? ¿O tal vez era a sí mismo a quien se había protegido, a sí mismo y al buen nombre de la familia?

Hester sólo se sentía a gusto con Callandra, aunque en una ocasión le dio por preguntarse si la serenidad que manaba de aquella mujer era fruto de muchos años de felicidad o de la resolución firme a no ceder a los elementos díscolos de su naturaleza, no un don sino un artificio.

En cierta ocasión en que estaban tomando una cena ligera en la sala de estar de Callandra en lugar de hacerlo en el ala principal de la casa, Callandra hizo una observación acerca de su marido, difunto desde hacía tiempo. Hester había dado siempre por sentado que el matrimonio había sido feliz, no porque lo supiera ni porque se lo hubiera dicho la interesada, sino por la paz que veía en Callandra.

Ahora se daba cuenta de cuan ciega había sido llegando a una conclusión tan miope.

Callandra debió de percibir aquella reflexión en la mirada de Hester, porque sus labios dibujaron una sonrisa burlona y en su rostro brilló una chispa de humor.

– Usted tiene un inmenso valor, Hester, y un deseo de vivir que constituye una riqueza que usted ahora no valora… pero créame, hija mía, si le digo que a veces me parece muy ingenua. Hay muchos tipos de desgracia y muchos tipos de entereza y no debería permitir que las que usted conoce entorpezcan su juicio sobre el valor de otras. Usted siente un intenso deseo, una verdadera pasión es más, de mejorar la vida de sus semejantes, pero no olvide que sólo puede ayudar de verdad & una persona ayudándola a ser lo que ya es, no convirtiéndola en lo que es usted. Oí que decía: «Yo que usted haría tal cosa o tal otra.» «Yo» no es «usted», y lo que es una solución para mí puede no serlo para usted.

Hester se acordó entonces de aquel detestable policía que la había tildado de dominadora, insoportable y otras lindezas.

Callandra sonrió.

– Recuerde, hija mía, que usted se enfrenta con el mundo tal como es, no como usted cree, quizá con toda la razón, que debería ser. Podrá conseguir muchísimas cosas sin necesidad de agredir para obtenerlas, con un poco de paciencia y algún pequeño halago. Deténgase a considerar qué es lo que quiere realmente, en lugar de entregarse a su indignación o a su vanidad para lanzarse al ataque. A menudo llegamos a conclusiones apasionadas cuando, si conociéramos las cosas, sostendríamos opiniones muy diferentes.

Hester se sintió tentada de soltar una carcajada, pese a haber entendido con mucha claridad lo que había dicho Callandra y haber percibido lo que había de verdad en sus palabras.

– Lo sé -admitió, presurosa, Callandra-. Me va más predicar que practicar pero, créame, cuando me interesa mucho una cosa hago acopio de paciencia, espero a que se presente la oportunidad y pienso en cómo puedo conseguirla.

– Intentaré hacerlo -prometió Hester llena de buenas intenciones-. Haré todo lo posible por no darle la razón a aquel policía imbécil… No, no se la daré.

– ¿Cómo dice?

– Me lo encontré un día paseando -explicó Hester- y me dijo que yo era arrogante y testaruda o algo parecido.

Las cejas de Callandra se arquearon sin que ella hiciera nada por disimular su sorpresa.

– ¿Tuvo valor? ¡Qué temeridad! Y qué suspicacia… teniendo en cuenta que fue un encuentro tan breve. ¿Puedo preguntarle qué opina usted del hombre?

– Pues que es un papa natas incompetente e insoportable.

– Cosa que, naturalmente, usted no dejó de decirle.

Hester le devolvió la mirada.

– ¡Puede estar segura!

– Desde luego. Pues yo creo que él se hizo de usted una idea más certera que usted de él. No lo tengo por un incompetente. La labor que tiene entre manos es sumamente difícil. Es seguro que había muchísimas personas que odiaban a Joscelin y tiene que ser extremadamente complicado para un policía, con todo lo que juega en su contra, descubrir quién pudo ser el autor… y más aún demostrarlo.

– O sea que usted piensa… -Hester dejó la frase colgada en el aire.

– Sí, eso pienso -replicó Callandra-. Y ahora ponga atención porque vamos a hablar de usted. Escribiré a unos amigos míos y casi podría asegurar que, si sabe refrenar la lengua, se abstiene de manifestar su opinión sobre los hombres en general y sobre los generales del ejército de Su Majestad en particular, le conseguiremos un puesto en la administración de un hospital que no sólo puede ser satisfactorio para usted sino también para los que tienen la desgracia de estar enfermos.

– Gracias -dijo Hester con una sonrisa-, le estoy muy agradecida. -Bajó un momento los ojos, los fijó en su regazo y seguidamente los levantó, brillantes, y miró a Callandra-. Quiero que sepa que no me importa caminar a una distancia de dos pasos detrás de un hombre siempre que el hombre camine dos pasos más aprisa que yo. Lo que aborrezco es que me aten los pies en aras de los convencionalismos… y tener que fingir que soy coja para halagar la vanidad de un hombre.

Callandra negó lentamente con la cabeza y a su rostro asomó una sonrisa divertida y a la vez una profunda tristeza.

– Lo sé, tal vez necesite caer unas cuantas veces y que otra persona tenga que levantarla para aprender lo que es un ritmo más equitativo. Pero no ande despacio sólo para tener compañía. ¡Eso nunca! Ni Dios querría ponerle un yugo para unirla a una persona inferior a usted, ya que con esto sólo se conseguiría que se destruyesen mutuamente… en realidad, Dios menos que nadie.

Hester se recostó en el respaldo y sonrió, levantó las rodillas y se las abrazó de una manera muy poco digna de una señorita.

– Quiero pensar que tendré que caer muchas veces, que me creerán necia, que provocaré la hilaridad de los que no me quieren bien… pero mejor esto que no intentarlo.

– Así es -admitió Callandra-, lo que pasa es que usted lo haría igualmente.

8

Entre las amistades de Joscelin Grey, la que más información les proporcionó a Monk y a Evan fue una de las últimas personas a las que interrogaron. Su nombre no figuraba en la lista de lady Fabia, sino que lo encontraron en algunas de las cartas que había en el piso del finado. Habían pasado más de una semana en las proximidades de Shelburne, haciendo preguntas discretas acerca de un supuesto ladrón de joyas especializado en casas de campo. Todo lo cual les había permitido enterarse de algunas cosas relacionadas con la vida que llevaba Joscelin Grey, por lo menos durante las temporadas que pasaba fuera de Londres. Monk, por su parte, había pasado por la enervante e irritante experiencia de tropezarse un día en el parque de Shelburne con la mujer que había visto en compañía de la señora Latterly en la iglesia de St. Marylebone. Quizá no habría debido sorprenderse -después de todo, el mundo es un pañuelo-, pero el hecho es que el encuentro lo dejó anonadado. Había revivido todo el episodio de la iglesia y había sentido de nuevo la intensa emoción de aquel momento en el parque azotado por la lluvia y el viento, poblado de enormes árboles y con Shelburne House recortándose a distancia.

No había motivo para que ella no pudiera visitar a la familia, como descubriría más tarde. Se trataba de una tal señorita Hester Latterly, que había sido enfermera en Crimea y era amiga de lady Callandra Daviot. Según ella misma le había dicho, había conocido fugazmente a Joscelin Grey cuando cayó herido en el frente. Era, pues, la cosa más natural del mundo que, de regreso a su casa, fuera a dar el pésame personalmente a sus parientes. También encajaba con su manera de ser que se mostrara brusca con un policía.

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