Y para demostrarle que donde las dan las toman, él también había sido brusco con ella… y además le había encantado tener la oportunidad de hacerlo. El lance seguramente no habría tenido mayores consecuencias de no haber sido porque estaba emparentada con la señora que había conocido en la iglesia y cuyo rostro lo tenía obsesionado.
¿Qué habían averiguado? Pues que Joscelin Grey caía bien a la gente pero también despertaba envidias debido a su trato desenvuelto, a su sonrisa fácil, a su facilidad para hacer reír a la gente y, quizá más que ninguna otra cosa, porque su sentido del humor solía poseer ciertos resabios de causticidad mal disimulada. Lo que había sorprendido a Monk era que despertase la compasión, o por lo menos la comprensión de los demás por el hecho de ser el menor de los hermanos. De las dos carreras que habitualmente seguían los hijos menores, la iglesia y el ejército, la primera no le atraía y la segunda le estaba vedada debido a la herida que había sufrido al servicio de su patria. La heredera a la que había cortejado se había casado con su hermano mayor y de momento todavía no había encontrado a otra mujer que pudiera sustituirla o por lo menos a otra cuya familia pudiera considerarlo un candidato aceptable. Después de todo, había quedado excluido del ejército a causa de su herida, y no poseía una formación capaz de proporcionarle buenas rentas ni tampoco abrigar esperanzas de tipo financiero.
Evan había sido rápidamente aleccionado en lo tocante a las maneras y la moralidad de quienes poseían rentas superiores a la suya, y dicho conocimiento le había divertido y desilusionado a la vez. Sentado en el tren, dejaba vagar la mirada más allá de la ventana, mientras Monk lo observaba con una expresión de comprensión en la que no estaba ausente el humor. Sabía lo que sentía, aunque no recordaba haber experimentado nunca aquella sensación. ¿Tal vez porque él no había sido nunca tan joven como Evan? No le gustaba pensar que siempre había sido cínico y que no había poseído nunca una inocencia como aquélla, ni siquiera cuando era niño.
El descubrimiento gradual de sí mismo, como si fuera un desconocido, lo estaba poniendo más nervioso de lo que había imaginado al principio. A veces se despertaba en plena noche con miedo a saber, presa de injustificadas vergüenzas y de misteriosas contrariedades. Lo deforme de sus dudas era peor que la certidumbre, incluso que la certidumbre de su arrogancia, de su indiferencia o de saber que había pisoteado la justicia por razones de ambición.
Pero cuanto más tiraba del hilo, cuanto más se debatía, más empecinadamente se resistía. Todo iría llegando pasito a paso, sin cohesión, a migajas. ¿Dónde había aprendido aquella dicción suya tan cuidada y precisa? ¿Quién le había enseñado a moverse y a vestirse como un señor, aquella desenvoltura en sus maneras? ¿Se habría limitado a remedar durante años y años a sus superiores? Había algo muy vago que se agitaba en sus pensamientos, más una sensación que una idea. Había existido alguien a quien admiraba, alguien que le había dedicado tiempo y desvelos, un mentor -pero no tenía voz, sólo conservaba la impresión de haber trabajado y practicado- y un ideal.
Los que le habían proporcionado más datos sobre Joscelin Grey eran los Dawlish. Vivían en Primrose Hill, no lejos del parque zoológico, y Monk fue a visitarlos en compañía de Evan un día después de haber regresado de Shelburne. Los recibió un mayordomo demasiado avezado como para mostrar sorpresa, incluso ante la aparición de unos policías en la puerta de entrada. La señora Dawlish los recibió en uno de los salones. Era una mujer pequeña y de rasgos suaves, con ojos de un desvaído color avellana y cabello castaño rebelde a la sujeción de las horquillas.
– ¿El señor Monk? -repitió su nombre, que evidentemente no le dijo nada en absoluto. Monk hizo una ligera inclinación.
– Sí, señora. Y el señor Evan. Si usted lo permite, el señor Evan hablará con los criados para ver si pueden sernos de ayuda.
– No me parece probable, señor Monk -era evidente que la idea le parecía por completo fútil-, pero si el señor Evan no les impide cumplir con sus deberes, por mí puede hacerlo.
– Gracias, señora -dijo Evan retirándose con presteza y dejando a Monk de pie en el salón.
– ¿Se trata del pobre Joscelin Grey? -La señora Dawlish estaba confundida y un poco nerviosa, pero a lo que se veía no era reacia a prestar ayuda-. ¿Qué quiere que le diga? Fue una tragedia terrible. No hacía mucho tiempo que lo conocíamos, ¿sabe usted?
– ¿Cuánto tiempo, señora Dawlish?
– Haría unas cinco semanas cuando… murió.
– La dama se sentó y a Monk le complació poder imitarla-. Creo que no hacía más tiempo.
– Sin embargo, ustedes lo invitaron a su casa. ¿Suelen hacerlo a pesar de que haga tan poco tiempo que conocen a alguien?
La señora negó con la cabeza y se le soltó otro mechón del pelo, incidente que la dejó por completo indiferente.
– No, casi nunca, pero se trataba del hermano de Menard Grey… -Su rostro reflejó un sentimiento de repentina contrariedad, como si algo la hubiera traicionado inexplicablemente y sin previo aviso, hiriéndola allí donde creía estar más protegida-. Además, Joscelin era tan encantador, tan natural… -prosiguió-. Él también conocía a Edward, mi hijo mayor, que murió en Inkermann.
– Lo siento mucho.
El rostro de la mujer se tensó y por un momento él temió que no conseguiría dominarse. Monk habló para cubrir el silencio y la emoción que la embargaba.
– Ha dicho «también». ¿Menard también conocía a su hijo?
– ¡Oh, sí! -dijo bajando la voz-. Eran íntimos amigos… desde hacía años -sus ojos se llenaron de lágrimas-, iban a la escuela juntos.
– Así que usted invitó a Joscelin Grey a que se quedara en casa de ustedes. -Monk no esperó respuesta porque vio que la mujer era incapaz de hablar-. Lo encuentro muy natural.
De pronto se le ocurrió una idea completamente nueva que irrumpió en sus pensamientos en forma de repentina y violenta esperanza. Tal vez el asesinato no tenía nada que ver con un escándalo de tipo corriente, sino que era una secuela de la guerra, algo que había ocurrido en el campo de batalla. Era muy posible. Tenía que haberlo pensado antes… todos habrían debido pensarlo antes.
– Sí -dijo ella en voz muy baja, volviendo a dominarse-, como había conocido a Edward durante la guerra, teníamos interés en hablar con él y escuchar lo que pudiera decirnos. Ya se lo puede imaginar. Aquí en casa apenas sabemos qué sucedió realmente. -Hizo una profunda inspiración-. No estoy muy segura de que esto sirva de gran ayuda, en cierto modo todavía lo hace más difícil de sobrellevar, pero nosotros así nos sentíamos… menos ajenos. Sé que Edward ha muerto y que ya no puede hacerse nada por él. Quizá no sea razonable pero, aunque duela, me siento más cerca de él.
Miró a Monk con una curiosa necesidad de sentirse comprendida. Tal vez ya hubiera explicado todo aquello con idénticas palabras a otras personas que habían tratado de disuadirla, sin darse cuenta de que en su caso, el distanciarla de los sufrimientos que había padecido su hijo no era tenerle una atención, sino aumentar su sensación de pérdida.
– Por supuesto -asintió Monk en voz baja. Pensó que, aunque su propia situación era absolutamente diferente, siempre sería mejor saber lo que fuera que padecer aquella incertidumbre-. La imaginación convoca tantas posibilidades que es como si uno las padeciese todas hasta que tiene la certidumbre de una sola.
La mujer lo miró con ojos llenos de sorpresa.
– Usted me comprende. Muchos amigos han querido convencerme de que debo resignarme, pero sigue envenenándome los pensamientos, es una duda espantosa. A veces leo los periódicos -dijo ruborizándose-, pero lo hago cuando mi marido no está en casa. No sé si les puedo prestar crédito. -Suspiró y retorció el pañuelo que tenía en el regazo, apretándolo entre los dedos-. Dicen que a veces suavizan los hechos para que no nos desesperemos demasiado o no nos mostremos críticos con los que están al mando. Y a veces no se ponen de acuerdo unos con otros.