– He sido yo el que he rogado a la señorita Latterly que nos acompañara -explicó Evan sin sonrojo alguno-, porque pensé que su testimonio tendría mucho peso ante lady Fabia. Es más que probable que ella no diera crédito a nuestras palabras por considerar que tenemos un interés evidente en afirmar que Joscelin era un sinvergüenza. Pero no puede negar tan fácilmente el testimonio de la señorita Latterly o el de su propia familia.
Evan no cometió la torpeza de añadir que Hester tenía el derecho moral a estar presente por el hecho de haber perdido a sus padres o porque podía aportar su ayuda en la resolución del caso. A Monk le habría gustado que lo hubiera dicho para perder los estribos y acusar a Evan de inoportunidad. El planteamiento de Evan era muy razonable, sí, llevaba razón. El hecho de que Hester se encargara de corroborar la acusación probablemente haría que se inclinara el riel de la balanza, pues de otro modo era muy posible que los Grey lo rechazaran en bloque.
– Confío en que usted intervenga únicamente cuando le hagan alguna pregunta -dijo Monk dirigiéndose fríamente a Hester-. Tenga en cuenta que esto es una operación policial, y muy delicada además.
Que entre todas las personas tuviera que ser ella precisamente la necesaria en este asunto era sumamente irritante, aunque el hecho era innegable. En muchos aspectos Hester representaba para él todo lo que odiaba en una mujer, la antítesis de aquella dulzura femenina que seguía persistiendo en su memoria. Sin embargo, poseía un extraño coraje y una fuerza de carácter que algún día rayaría a la misma altura que la de Fabia Grey.
– Naturalmente, señor Monk -le replicó Hester levantando la barbilla y con mirada decidida, y justo en aquel momento Monk supo que ella ya se esperaba ser recibida de este modo y que había llegado al tren con retraso con toda intención, para evitar la posibilidad de que le ordenaran que volviera a casa, aunque las probabilidades de que hubiese obedecido eran remotísimas. Aparte de que Evan tampoco habría tolerado que Hester se quedara en el andén de Shelburne. Y además, a Monk le importaba la opinión de Evan.
Sentado en el tren frente a Hester, Monk la observó y deseó que se le hubiera ocurrido alguna réplica contundente.
Pero ella lo miró sonriente, con sus ojos limpios y afables, movida menos por la cordialidad que cediendo a los efectos del triunfo. Prosiguieron el resto del viaje dispensándose mutuas muestras de educación, aunque cada uno fue sumiéndose gradualmente en sus pensamientos personales y cediendo al temor de la tarea que les esperaba.
Al apearse en el andén de Shelburne se encontraron con un tiempo desapacible y oscuro que ya anunciaba el invierno.
Había dejado de llover, pero las ráfagas de viento helado enfriaban los cuerpos por gruesas que fueran las envolturas que los cubrían.
Tuvieron que aguardar unos buenos quince minutos antes de poder disponer de un coche, que los trasladara a la mansión. Hicieron este viaje igual que el precedente, juntos pero sin hablar. Todos se sentían oprimidos por lo que estaba por llegar, y les habría parecido grotesco ceder en una conversación trivial.
Los recibió un lacayo de maneras altaneras al que no se le ocurrió ni por asomo hacerlos pasar al salón. Los dejó en la salita pequeña, nada reconfortados por unos rescoldos que humeaban apenas en la chimenea, tras haberles rogado que esperasen allí hasta saber si la señora tenía a bien recibirlos.
Pasados veinticinco minutos, volvió el lacayo y los hizo entrar en el boudoir, donde Fabia estaba sentada en su sofá favorito, pálida y algo demacrada, pero muy serena.
– Buenos días, señor Monk. Agente… -añadió dispensando a Evan una inclinación de cabeza; después levantó las cejas y sus ojos se hicieron más fríos al decir-: Buenos días, señorita Latterly. Espero que me explique su presencia en la casa en tan curiosa compañía.
Antes de que Monk tuviera tiempo de replicar, Hester cogió el toro por los cuernos.
– Sí, lady Fabia. He venido para informarle de la verdad sobre la tragedia de mi familia… y de la suya.
– Ya le di mi más sentido pésame, señorita Latterly -dijo Fabia mirándola con una mezcla de lástima y desdén-, pero debo decirle que no me interesa conocer los detalles de las pérdidas humanas de su familia, de la misma manera que tampoco tengo intención de pasar revista con ustedes a las desgracias que a mí me afligen. Por algo son cuestiones de índole personal. Supongo que han venido guiados por las mejores intenciones, pero su actitud está totalmente fuera de lugar. De manera que tengan muy buenos días. El lacayo los acompañará hasta la puerta.
Monk sintió el primer síntoma de indignación pese a saber que aquella mujer tardaría muy poco en ser víctima de una espantosa decepción. Sufría de una voluntaria y monumental ceguera y su capacidad para ignorar al resto de la humanidad era absoluta. La expresión del rostro de Hester se endureció y se hizo tan granítica como la de Fabia.
– Se trata de la misma tragedia, lady Fabia. Aquí no cuentan las buenas intenciones, sino el hecho de que todos estamos obligados a afrontar la verdad. A pesar de que no me resulte agradable, no pienso rehuirla…
Fabia levantó la barbilla y los finos músculos del cuello se le tensaron, parecía esquelética, como si la vejez se hubiera abatido sobre ella de pronto, en el breve espacio que ellos llevaban en la habitación.
– Nunca en la vida he rehuido la verdad, señorita Latterly. Prefiero ignorar su impertinencia. Usted ha olvidado sus modales.
– Preferiría olvidarme de todo y volver a casa -dijo Hester mientras por su rostro pasaba la sombra de un sonrisa que se desvanecía al momento-, pero no puedo. Creo que sería mejor contar con la presencia de lord Shelburne y del señor Menard Grey para así evitarnos tener que repetir más tarde nuestra conversación. Quizá quieran hacer preguntas y, por otra parte, el comandante Grey era hermano de ellos y tienen derecho a conocer cómo y por qué murió.
Fabia estaba sentada e inmóvil, los rasgos de su cara rígidos, las manos a medio camino de la cuerda de la campanilla. No les había invitado a sentarse, y de hecho estaba a punto de volverles a ordenar que se retirasen, pero de pronto, al oír la mención del asesinato de Joscelin, todo cambió para ella. En la habitación no se oía el más mínimo ruido, salvo el tictac del reloj de bronce sobre la repisa de la chimenea.
– ¿Sabe quién mató a Joscelin? -Lady Fabia miró a Monk e ignoró a Hester.
– Sí, señora, lo sabemos. -Monk se notó la boca seca y sintió el latido furioso de su corazón en las sienes. No sabía si la reacción obedecía al miedo o a la piedad. Cuando no a ambos sentimientos.
Fabia lo miró fijamente y le ordenó que se lo explicara todo, aunque lentamente fue apagándose en ella su actitud desafiante. Algo debió de ver en el rostro de Monk que no pudo afrontar, algo definitivo y concluyente que llegó a ella junto con la primera oleada de un estremecimiento, un miedo oscuro. Inmediatamente tiró de la cuerda y, tan pronto como acudió la camarera, le dijo que rogara a Menard y a Lovel que vinieran sin pérdida de tiempo. No habló de Rosamond. Ella no llevaba la sangre de los Grey y, al parecer, Fabia la consideraba ajena a la revelación.
Esperaron en silencio, cada uno encerrado en su propio mundo de desdichas y aprensiones. El primero en llegar fue Lovel, que miró con semblante irritado primero a Fabia y después a Monk, y finalmente a Hester con aire de sorpresa. Era evidente que acababa de dejar interrumpida una actividad mucho más perentoria para él.
– ¿Qué pasa? -preguntó a su madre con el ceño fruncido-. ¿Se ha descubierto alguna cosa?
– El señor Monk dice que por fin sabe quién mató a Joscelin -respondió ella con un rostro tan imperturbable como una máscara.
– ¿Quién fue?
– No me lo ha dicho. Está esperando a Menard. Lovel se volvió a Hester con una mirada que reflejaba su extrañeza.