Evan subió apresuradamente detrás de ella y cerró de un portazo, después de lo cual dio al cochero a gritos la dirección de Grafton Street. Como el cochero todavía no había cobrado el trayecto anterior, no tenía más remedio que obedecer.
– ¿Qué ha pasado, señor Evan? -preguntó Hester así que se pusieron en marcha-. Veo que se trata de algo terrible. ¿Han descubierto quién mató a Joscelin Grey?
No podía andarse con titubeos: la suerte estaba echada.
– Sí, señorita Latterly. El señor Monk ha podido reconstruir sus primeras pesquisas paso a paso… gracias a su ayuda. -Hizo una profunda aspiración; ahora que había llegado el momento de hablar sentía frío, la humedad le había calado la piel y comenzó a temblar-. Joscelin vivía de estafar a las familias de los soldados que murieron en Crimea, las localizaba, simulaba que los había conocido y que se habían hecho amigos… aseguraba haberles prestado dinero, que había pagado las deudas que habían dejado pendientes, o que él les había prestado algún objeto personal de gran valor, como el reloj que según él había entregado a su hermano. Si la familia no podía devolvérselo, cosa que ocurría siempre porque el tal reloj no existe en realidad, quedaban deudores suyos y entonces él aprovechaba la situación para hacerse invitar a las casas y conseguir influencias o respaldo financiero o social. Normalmente se trataba solamente de unos cuantos centenares de guineas o de una invitación a una casa, pero en el caso de su padre fue la ruina y la muerte. A Grey le tenía sin cuidado lo que pudiera ocurrirles a sus víctimas y tenía intención de seguir con sus actividades.
– ¡Qué proceder criminal! -dijo ella con voz tranquila-. ¡Qué personaje despreciable! Me alegra que esté muerto… y me da pena la persona que lo mató, quienquiera que sea. No me ha dicho quién fue. -De pronto también tuvo frío-. ¿Señor Evan?
– Sí, señora… el señor Monk fue al piso que tenía el señor Grey en Mecklenburg Square y se enfrentó con él. Se pelearon y el señor Monk le dio algunos golpes, pero cuando salió de su casa estaba vivo, ni de lejos mortalmente herido. Sin embargo, al salir a la calle, Monk vio llegar a otra persona que se dirigía a la puerta del edificio, que el viento mantenía abierta.
A través de la luz de los faroles que se filtraba por la ventana vio que Hester se había quedado muy pálida.
– ¿Quién era?
– Menard Grey -replicó, y esperó en la oscuridad a que la voz o el silencio de Hester indicaran si le había creído o no-. Probablemente porque Joscelin deshonró la memoria de su amigo Edward Dawlish y engañó al padre de Edward para conseguir que le ofreciera hospitalidad, al igual que hizo el padre de usted… el dinero no hubiera tardado en llegar.
Hester pasó varios minutos sin decir nada. El cabriolé se balanceaba y traqueteaba en la intermitente oscuridad, la lluvia golpeaba el techo del coche y corría como un torrente a través de la calle, que brillaba amarilla allí donde se iluminaba con la luz de gas.
– ¡Qué desgracia! -dijo Hester finalmente con la voz tensa por la emoción, como si la tristeza que la embargaba le atenazara la garganta-. ¡Pobre Menard! Supongo que lo tendrá que detener. ¿Por qué me ha venido a buscar a mí? Yo no puedo hacer nada.
– No podemos detenerlo -respondió Evan con voz tranquila-, no hay pruebas.
– ¿Y entonces? -Giró en redondo en su asiento; él la sintió más que la vio-. ¿Qué podemos hacer? Se figurarán que fue Monk, lo acusarán… -Tragó saliva-. Lo colgarán.
– Así es. Debemos conseguir que Menard confiese. He pensado que a lo mejor a usted se le ocurría la manera de conseguirlo. Usted conoce a los Grey mucho mejor que nosotros. Al fin y al cabo, Joscelin fue el responsable de la muerte de su padre… e indirectamente también de la muerte de su madre.
Hester volvió a quedarse en silencio, y permaneció tanto rato callada que Evan acabó creyendo que quizá la había ofendido o le había hecho revivir un dolor tan profundo que no podía hacer otra cosa que encerrarse en él. Estaban acercándose a Grafton Street, ya no tardarían en bajar del coche y enfrentarse con Monk, debían proponerle una solución… o admitir que no la había. Y entonces Evan se vería abocado a lo que más temía, algo que sólo pensarlo lo ponía enfermo. Tendría que decir la verdad a Runcorn: que Monk se había peleado con Joscelin Grey la noche de su muerte… o bien ocultar deliberadamente el hecho y exponerse a una expulsión segura del cuerpo de policía, aparte de la posible acusación de complicidad en el asesinato.
Estaban en Tottenham Court Road, las aceras húmedas reflejaban el brillo de los faroles, las cunetas eran arroyos. Se estaba agotando el tiempo.
– Señorita Latterly…
– Sí, sí -dijo Hester con firmeza-. Mire, iremos a Shelburne Hall. Yo lo acompañaré. Lo he pensado y la única manera de conseguir algo es revelando a lady Fabia la verdad sobre Joscelin, una verdad que yo confirmaré. Mi familia también fue víctima de él, ella tendrá que creerme porque no tengo ningún interés en mentir. A ojos de la Iglesia esto no absuelve el suicidio de mi padre. -Titubeó sólo un momento-. Después, si usted le habla de Edward Dawlish, creo que conseguiremos que Menard confiese. Es posible que no vea otra salida cuando su madre comprenda que fue él quien mató a Joscelin… y su madre lo comprenderá. Seguro que esto la dejará anonadada… puede que tal vez acabe con ella. -Hester hablaba en voz muy baja-. Y es posible que cuelguen a Menard, pero lo que no podemos permitir es que cuelguen al señor Monk porque la verdad supone una tragedia insoportable para algunos. Joscelin Grey hizo mucho daño. No podemos proteger a su madre por la parte de responsabilidad que pueda tener, o por el dolor que pueda causarle la verdad.
– Entonces, ¿irá mañana a Shelburne? -Evan quería oírselo decir otra vez-. ¿Está dispuesta a explicar a la madre de Joscelin los sufrimientos que padeció su familia a causa de su hijo?
– Sí, y a explicarle cómo conseguía Joscelin sacar nombres a los moribundos en Shkodér para poder utilizarlos después estafando a sus familias, cosa que ahora he tenido ocasión de comprobar. ¿A qué hora saldremos?
Evan se sintió aliviado, al tiempo que experimentaba un profundo respeto por aquella mujer que estaba dispuesta a comprometerse sin titubeos. En definitiva, si había sido capaz de ir a Crimea como enfermera, debía de ser una mujer de enorme valor, y si además había decidido seguir allí, debía de tener una presencia de ánimo y una resolución que ni los peligros ni el dolor podrían en absoluto quebrar.
– No sé -dijo, un tanto despistado-. Lo cierto es que de poco habría servido que yo fuera de no haber estado usted dispuesta a acompañarme. Lady Shelburne difícilmente se avendría a creernos sin que mediara confirmación ajena a nuestros medios. ¿Le parece bien el primer tren después de las ocho de la mañana? -De pronto se dio cuenta de que estaba tratando con una señorita de una cierta distinción-. ¿No es demasiado pronto?
– En absoluto.
De haber podido ver su rostro, no habría descubierto en él el menor indicio de sonrisa.
– Gracias. ¿Le importaría entonces volver a su casa con este mismo cabriolé mientras yo me apeo aquí para ir a dar la noticia al señor Monk?
– Una idea muy práctica -admitió ella-. Nos veremos mañana por la mañana en la estación.
Evan quería añadir algo más, pero lo único que se le ocurría eran repeticiones de lo que ya había dicho o cosas que hubieran causado la impresión de que quería darse importancia. Se limitó, pues, a darle las gracias y se apeó del coche para afrontar la fría y copiosa lluvia. Sólo cuando el cabriolé ya se había perdido en la oscuridad y él había subido ya la mitad de las escaleras que llevaban a las habitaciones de Monk se dio cuenta, abochornado, de que había olvidado pagar al cochero.
El viaje hasta Shelburne se había iniciado con una discusión acalorada que no tardó en diluirse en el silencio, salpicado de vez en cuando por alguna observación cortés propia de los viajes. Monk se indignó al ver aparecer a Hester y si se abstuvo de ordenarle que volviera a su casa, fue porque el tren ya había arrancado cuando hizo irrupción en el vagón desde el pasillo, les dio los buenos días y tomó asiento frente a ellos dos.