Menard se quedó inmóvil, aquel golpe final había quedado visiblemente inscrito en el sufrimiento que reflejaba su rostro. Su madre lo había herido y él, en cambio, había defendido por ella a Joscelin una última vez.
Callandra se levantó.
– Te equivocas, Fabia, siempre te has equivocado. La señorita Latterly es una de las personas que pueden dar testimonio de que Joscelin era un estafador que hizo dinero engañando a los pobres infelices, familiares de muertos, tan desesperados y confundidos que no supieron verle tal cual era. Menard fue siempre mejor que Joscelin, pero tú eras demasiado sensible a los halagos para poder advertirlo. Quizás a quien Joscelin engañó más que a nadie fue a ti. Tú fuiste la primera y la última a la que engañó, aquella a la que engañó siempre. -Ya no podía parar, ni siquiera ante el rostro desolado de Fabia al entender, por fin, la amarga verdad-. Pero tú querías que te engañaran. Joscelin te decía lo que tú querías oír, te decía que eras guapa, simpática, alegre… todo lo que un hombre encuentra grato en una mujer. Si Joscelin aprendió ese arte fue gracias a tu credulidad, a tu deseo de que te regalaran los oídos, de reír, de ser el centro de toda la vida y de todo el amor de la casa. Si él lo decía no era porque lo creyera ni un momento, sino porque sabía que tú lo amabas cuando te decía estas cosas. Sí, tú lo amabas de una manera ciega y sin establecer distinciones, con exclusión de todos los demás. Ésta fue tu tragedia y también la suya.
Fabia se iba marchitando ante los ojos de todos.
– A ti nunca te gustó Joscelin -dijo finalmente en un último y frenético intento de defender su mundo, sus sueños, todo aquel pasado dorado que ella amaba tanto, todo lo que daba sentido a su vida pese a que estaba desmoronándose ante ella… no ya sólo lo que había sido Joscelin, sino también lo que había sido ella-. Eres una mujer mala.
– No, Fabia -replicó Callandra-, lo que soy es una mujer triste. -Se volvió a Hester-. No creo que fuera su hermano quien mató a Joscelin pues de lo contrario usted no habría venido a decírnoslo. Habríamos dado crédito a la policía y no habrían sido necesarios los detalles. -Con una tristeza inconmensurable miró a Menard-. Tú pagabas sus deudas. ¿Qué más hiciste?
En la habitación reinó de pronto un doloroso silencio.
A Monk le latía el corazón con tanta fuerza que sacudía todo su cuerpo. Estaban al borde de la verdad, pero todavía quedaba muy lejos. Un simple desliz podía enviarlo todo al traste y ellos sumirse nuevamente en un abismo de miedos, de dudas musitadas a media voz, de sospechas siempre visibles, de dobles sentidos, de pasos traicioneros y manos alevosas puestas sobre el hombro.
Aún en contra de su voluntad, miró a Hester y vio que ella también lo miraba, que en sus ojos rondaban los mismos pensamientos. Volvió rápidamente la cabeza hacia Menard y vio que estaba palidísimo.
– ¿Qué otra cosa hiciste? -repitió Callandra-. Tú sabías que Joscelin era…
– Yo pagué sus deudas. -La voz de Menard no era más que un murmullo.
– Deudas de juego -admitió ella-. Pero ¿y sus deudas de honor, Menard? ¿Y las terribles deudas con hombres como el padre y el hermano de Hester? ¿Éstas también las pagaste?
– De los Latterly yo-yo no sabía nada -dijo Menard tartamudeando.
Callandra tenía el rostro tenso por el dolor.
– No quieras engañarte, Menard. Tal vez no conocieras a los Latterly de nombre, pero sabías lo que hacía Joscelin. Sabías que sacaba dinero de donde podía, porque sabías que necesitaba mucho dinero para jugar. No me digas que no sabías de dónde lo sacaba. Te conozco mejor de lo que crees. Tú no te habrías quedado en la ignorancia, sabías lo embustero y tramposo que era Joscelin y sabías que no tenía forma de conseguir dinero más que a su manera. Menard… -Lo miró con expresión dulce, llena de piedad-. Hasta ahora siempre te has portado como un hombre de honor, no vayas a estropearlo con una mentira. No serviría de nada, no hay escapatoria posible.
Menard se tambaleó como si Callandra acabara de asestarle un golpe y durante un breve instante Monk pensó que iba a desmayarse. Después se irguió y se puso frente a ella como delante de un pelotón de fusilamiento que hubiera estado esperando desde hacía tiempo. El miedo peor no era ahora el de morir.
– ¿Fue por Edward Dawlish? -Ahora la voz de Callandra era poco más que un murmullo-. Recuerdo cómo os queríais cuando erais niños, la pena que sentiste cuando lo mataron. ¿Por qué se peleó su padre contigo?
Menard no eludió la verdad, aunque no se la dijo a Callandra sino a su madre. Se la dijo con voz contrita pero dura, toda una vida de anhelos y rechazos quedaba por fin al descubierto.
– Porque Joscelin le dijo que yo lo había empujado a jugar por encima de sus posibilidades y que en Crimea había jugado fuerte con otros oficiales, y que había perdido y que habría muerto endeudado… a no ser porque Joscelin se había encargado de pagar sus deudas.
Le terrible ironía que encerraban sus palabras no le pasó a nadie por alto. Hasta la misma Fabia se echó atrás al advertir lo que tenía de cruelmente absurdo la situación.
– En nombre de su familia -prosiguió Menard con voz ronca, y con los ojos clavados en Callandra-, puesto que yo era el que lo había llevado a la ruina.
Tragó saliva.
– Por supuesto no había deuda alguna. Joscelin ni siquiera estuvo en la misma zona que Edward, lo descubrí más tarde. Una más de sus mentiras para conseguir dinero. -Miró a Hester-. No fue tan terrible como lo que usted sufrió. Por lo menos Dawlish no se quitó la vida. Pero lo siento mucho por su familia.
– No perdió dinero -habló Monk por fin- porque no tuvo tiempo. Usted mató a Joscelin antes de que su hermano pudiera hacerse con él. Pero ya lo había pedido.
Se hizo un profundo silencio. Callandra se llevó las manos a la cara; Lovel estaba anonadado, no comprendía nada. Fabia era una mujer destrozada, ya nada le importaba. Lo que pudiera ocurrirle a Menard contaba muy poco. Joscelin, su amado Joscelin, acababa de ser asesinado de nuevo ante sus ojos de una manera infinitamente más ignominiosa. No sólo le habían arrebatado el presente y el futuro sino que, además, la habían despojado de su cálido, dulce y precioso pasado. Todo acababa de esfumarse. No quedaba nada, sólo un puñado de tristes cenizas.
Todos estaban a la espera, cada cual en su propio mundo suspendidos entre la esperanza y la desesperación irrevocables. Fabia era la única que ya había recibido el golpe definitivo.
Monk tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos, tan fuertemente apretaba los puños. Todavía podían escapársele todos. Menard podía negarlo y entonces no habría pruebas suficientes. Runcorn se quedaría únicamente con los hechos y se lanzaría contra Monk. ¿Qué lo protegería?
Aquel silencio era como un dolor lento que iba creciendo segundo tras segundo.
Menard miró a su madre, vio que movía la cabeza y volvía la cara a un lado de forma lenta y deliberada.
– Sí -dijo Menard finalmente-, fui yo. Joscelin era despreciable. No se trataba sólo de lo que le había hecho a Edward Dawlish ni de lo que me había hecho a mí, sino de lo que pensaba seguir haciendo. Había que pararle los pies antes de que el escándalo se hiciera público y el nombre Grey pasara a convertirse en sinónimo del que estafa a las familias de sus compañeros de armas muertos, una versión más sutil y más lamentable de aquellos soldados que a la mañana siguiente de la batalla recorren a rastras el campo para despojar a los cadáveres de los objetos de valor que llevan encima.
Callandra se le acercó y le cogió el brazo.
– Te procuraremos la mejor defensa que podamos encontrar -le dijo con voz tranquila-. La provocación era muy fuerte, no creo que te encuentren culpable de asesinato.
– No haremos nada por ti. -La voz de Fabia fue como un graznido roto por un sollozo, después clavó sus ojos en Menard con un odio terrible.