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Ya era demasiado tarde para retirarse, pero la posibilidad le pasó por las mientes. Como también la de urdir una excusa, otra razón que justificase la visita, algo relacionado con Grey y la carta que había encontrado en el piso, pero de pronto llegó la doncella y vio que ya no tenía tiempo de hacerlo.

– La señora Latterly le recibirá, señor. Si tiene la amabilidad de seguirme…

Obediente, con el corazón palpitándole locamente y la boca seca, siguió a la doncella.

El salón estudio era de proporciones medianas, confortable y amueblado con originalidad, con esta indiferencia ante el dinero que muestran los que han dispuesto siempre de él, pero con esa naturalidad, esa ausencia de ostentación propia de los que consideran que el dinero no supone novedad alguna. Pese a todo, era elegante, si bien las cortinas estaban algo descoloridas allí donde más les daba el sol y a los flecos de los caireles que las sujetaban les faltaba alguna que otra hebra. La alfombra no era de la misma calidad que la mesilla Chippendale ni que el diván. Se sintió inmediatamente a gusto en la habitación y hubo de preguntarse en qué etapa de su implacable perfeccionamiento habría educado el gusto.

Sus ojos se trasladaron a la señora Latterly, que estaba junto a la chimenea. Ya no iba vestida de negro sino de color burdeos y tenía la cara ligeramente sonrosada. Su cuello y sus hombros delicados y finos eran como los de un niño, pero su rostro no tenía nada de infantil. Lo miraba con sus ojos luminosos, ahora muy abiertos, sobre los que planeaba una sombra que no dejaba leer su expresión.

Monk se volvió rápidamente a los demás. El hombre, más rubio que ella y con una boca menos generosa, debía de ser su marido y, en cuanto a la otra mujer que estaba sentada enfrente, con su rostro altivo y aquella expresión de ira e indignación, inmediatamente supo quién era: se habían conocido y peleado en Shelburne Hall… y era la señorita Hester Latterly.

– Buenas tardes, Monk. -Charles Latterly no se levantó-. ¿Recuerda usted a mi esposa? -Hizo un gesto vago con la mano indicando a Imogen-. Ésta es mi hermana, la señorita Hester Latterly. Estaba en Crimea cuando murió nuestro padre. -Monk percibió en su tono una clara reconvención que iba dirigida a la hermana y, además, el fastidio que sentía por tener a Monk fisgoneando en sus asuntos.

A Monk le asaltó una duda terrible: ¿no se habría hecho antipático con su insolencia, su falta de sensibilidad ante el dolor, aumentando con ello no sólo la pena por la pérdida que habían sufrido, sino por el modo en que se había producido? ¿Se habría mostrado atrevido, o se habría tomado, quizás, excesivas familiaridades? Sintió que la sangre le ardía en la cara y rompió a hablar con una cierta precipitación para cubrir el incómodo silencio.

– Buenas noches, señor. -Seguidamente hizo una ligera inclinación dirigiéndose primero a Imogen y después a Hester-. Buenas noches, señora y señorita Latterly. -No mencionó que ya conocía a esta última porque se trataba de un episodio poco afortunado.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó Charles, indicando una silla a Monk con un gesto de la cabeza para que tomara asiento.

Monk aceptó y de pronto se le ocurrió una idea muy especial. Imogen había sido muy discreta, casi furtiva, al dirigirle la palabra en la iglesia de St. Marylebone. ¿No podía ser que ni su marido ni su cuñada estuvieran enterados de que ella se había continuado ocupando del asunto con la intención de llegar más allá de la primera versión oficial de la tragedia y de las formalidades necesarias? En ese caso, ahora no debía traicionarla.

Monk hizo una profunda aspiración y deseó que esta vez rayara a la altura requerida, al tiempo que se esforzaba en recordar algo de lo que Charles le había dicho y de lo que se había enterado a través de la propia Imogen. Tendría que improvisar alguna patraña, simular que había descubierto alguna novedad, quizás una conexión con el asesinato de Grey. Era el otro caso en el que trabajaba, y el único del que recordaba algún dato. Estas personas ya lo conocían, aunque sólo fuera de una manera superficial. Había trabajado para ellos poco antes de sufrir el accidente, seguramente habrían podido revelarle algo sobre sí mismo.

Pero aquello no era más que una verdad a medias. ¿Para qué mentirse? Si estaba allí era por Imogen Latterly. Era una sensación vaga, pero era un hecho que su rostro seguía atormentando sus pensamientos, como un recuerdo del pasado cuya naturaleza exacta se le escapaba o como un fantasma de su fantasía, de la naturaleza de las ensoñaciones, que a fuerza de repetirse uno acaba pensando que tienen que ser verdaderas.

Todos lo miraban, manteniéndose a la espera.

– Es posible… -dijo con voz áspera, por lo que carraspeó-. He descubierto una cosa que es una total novedad, pero antes de revelársela tengo que estar plenamente seguro, especialmente porque también afecta a otras personas. -Con estas palabras esperaba que, por simple buen gusto, no lo presionarían. Tosió de nuevo-. Hace bastante tiempo que hablé con ustedes y, por discreción, no tomé nota…

– Gracias -dijo Charles lentamente-, no deja de ser una consideración. -Daba la impresión de que le había costado pronunciar aquellas palabras, como si le irritara reconocer que los policías pudieran poseer virtudes tan delicadas.

Hester lo observaba con mirada de franca incredulidad.

– ¿Podríamos repasar los detalles que ya conocemos? -preguntó Monk, esperando llenar de ese modo las lagunas de sus pensamientos.

Lo único que sabía era lo que le había dicho Runcorn y esto, a su vez, era lo que él le había dicho a Runcorn, y por Dios que todo ello apenas bastaba para justificar su dedicación al caso.

– Sí, sí por supuesto. -Había vuelto a ser Charles quien había hablado, aunque Monk sentía clavadas en su persona las miradas de las dos mujeres: Imogen llena de ansiedad, con los puños cerrados debajo de los generosos pliegues de su falda, con los ojos desencajados; Hester pensativa, pronta a la censura. Tenía que desterrarlas a ambas de sus pensamientos, concentrarse en parecer coherente, en ir atando los cabos gracias a lo que dijera Charles, pues de lo contrario se pondría en ridículo delante de las señoras, lo cual le resultaba insoportable.

– Su padre murió en su despacho -comenzó-, el 14 de junio en su casa de Highgate. -Hasta aquí, lo que Runcorn le había contado.

– Sí -admitió Charles-. Fue a última hora de la tarde, antes de cenar. Mi esposa y yo vivíamos con mis padres en aquel entonces. Casi todas las personas de la casa estaban en el piso de arriba cambiándose para la cena.

– ¿Casi todas las personas de la casa?

– Quizá sería mejor decir «nosotros dos», esto es, mi madre y yo mismo. Mi esposa llegó tarde. Había salido para ir a ver a la señora Standing, la esposa del vicario y, como es sabido, mi padre estaba en su estudio.

La muerte había ocurrido por disparo de arma de fuego. La pregunta siguiente era fácil.

– ¿Cuántas personas oyeron el estampido?

– Pues bien, supongo que lo oímos todos, pero mi esposa fue la única en comprender de qué se trataba. Entró por el jardín de atrás y justo en aquel momento estaba en el invernadero.

Monk se volvió hacia Imogen.

Ella lo miraba con una leve crispación del rostro, como a punto de decir algo, pero sin atreverse a hacerlo. Había turbación en sus ojos, un dolor oscuro.

– ¿Señora Latterly? -Monk había olvidado lo que quería preguntarle, pero se dio cuenta de que tenía los puños dolorosamente apretados a ambos lados del cuerpo y que tuvo que hacer un esfuerzo para distenderlos. Se notaba las manos pegajosas de sudor.

– ¿Usted dirá, señor Monk? -respondió ella sin levantar la voz.

Monk se esforzaba en encontrar una pregunta coherente. ¿Qué le habría dicho aquella mujer la otra vez? Había ido a verlo. ¿Podía estar seguro de que le había contado todo lo que sabía? Ahora tenía que preguntarle algo, y pronto. Todos estaban a la espera, mirándolo. Charles Latterly frío, disgustado por su desfachatez; Hester exasperada por su incompetencia. Monk ya estaba al corriente de lo que pensaba de él aquella joven. El ataque fue la única defensa que se le ocurrió.

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